DIECISÉIS

Con la ropa chorreando y helados hasta los huesos, T.J. y Meg entraron en la caseta. Las grietas del tejado abrían el paso a una luz opaca y turbia, que iluminaba un millón de partículas de polvo que habían levantado con sus pisadas sobre el suelo de madera. La lluvia entraba en la caseta a través de docenas de agujeros, pero al menos las paredes bloqueaban el viento. Meg estornudó al mismo tiempo que T.J. cerraba la sólida puerta detrás de él y se quitaba el gorro.

—¿Estás bien? —le preguntó, escurriendo su gorro empapado.

Meg intentó controlar el temblor de su cuerpo. Los pantalones del pijama de franela estaban tan mojados que se adherían a sus muslos de un modo que no tenía nada de favorecedor. Debajo de la capa impermeable de su chubasquero verde, tenía la piel de gallina por el frío y, para sus adentros, maldijo su mala cabeza por haber olvidado ponerse un sujetador.

—Sí —respondió, mientras se quitaba la capucha y se sacudía el pelo—. Perfectamente.

—Bien. —T.J. se guardó el gorro en el bolsillo y le pasó una linterna. Meg la encendió y recorrió con el haz de luz el interior de la caseta.

Se encontraban sobre una plataforma de madera que se extendía de un extremo a otro de aquel edificio flotante. Una gran lona azul cubría algo en el fondo de la estancia. Meg siguió con su linterna la silueta del bulto y localizó un punto en el que la lona estaba doblada, dejando a la vista una pila de latas de gasolina.

—Por lo menos tenemos gasolina de sobra —dijo.

El foco que sostenía T.J. se unió al de ella.

—¿Para encender un fuego?

—No —resopló Meg—. Si tenemos que utilizar esa lancha para salir de aquí, al menos tendremos combustible.

T.J. se colocó frente a ella con una sonrisa:

—¿Ah, sí? ¿Y vas a ser tú quien maneje la embarcación?

Sus hoyuelos —el izquierdo ligeramente más profundo que el derecho— parecieron mofarse de ella. Había soñado en multitud de ocasiones con acariciarlos y sentirlos bajo las yemas de sus dedos, y después pasar a la marcada línea de su barbilla. Para su vergüenza, había llegado incluso a anotarlo en su diario. No había nada como releer el diario personal de uno mismo para darse cuenta de lo patético que parecía.

T.J. dio un paso hacia ella y Meg contuvo el aliento. ¿Iba a besarla otra vez? ¿Ahora quizá en los labios? Oh, Dios mío. No había vuelto a besar a ningún chico desde que se había cortado la lengua con el aparato dental de Tim Eberstein, cuando este la había besado después de las prácticas de música en el último curso antes del instituto. Había sangrado muchísimo, y se había manchado la camiseta blanca con una mezcla de sangre y saliva. Tim soltó un chillido más propio de una chica y salió corriendo, y Meg tuvo que ir a la enfermería e inventarse una ridícula historia sobre un corte con papel por haber estado lamiendo sobres para enviar las invitaciones al concierto de primavera.

Fue una experiencia que no había tenido nada de romántico.

Meg intentó apartar el recuerdo de su mente. T.J. no lleva aparato dental, así que ¿en qué estás pensando?

Fue entonces cuando se dio cuenta de que, a pesar de que T.J. estaba solo a escasos centímetros de ella, tenía los ojos clavados en algo por encima de su hombro derecho. Se giró y descubrió que estaba mirando una lancha.

Bueno, no era una lancha. Más bien parecía un yate, de unos doce metros de eslora, con una proa larga y en punta y una cabina de mando que se alzaba sobre ellos. Estaba pintado de blanco, como la casa, y tenía escrito el nombre en letras rojas cerca de la proa: NÉMESIS.

—Es precioso —dijo T.J., con un suspiro.

¿En serio? ¿Un barco de pesca? ¿Un objeto inanimado resultaba más seductor que ella? Esa era la historia de su vida.

—Dios santo —murmuró T.J., esquivando a Meg para ver mejor el barco—. Mi tío tenía uno de estos cuando yo era pequeño. Llevaba años sin ver uno igual.

—Qué nombre más siniestro para un barco.

—No es solo un barco —explicó T.J.—. Es un pesquero de arrastre. Son perfectos para pequeñas travesías entre islas y para salir a pescar. Es un auténtico mulo de carga. —Abrió la puerta lateral y subió a bordo.

—Ah. —Meg no tenía la más remota idea de qué estaba hablando.

—Este puede que sea de principios de los años setenta. —Dio unos golpes con los nudillos sobre el casco—. Casco de madera. Puente portugués. Un verdadero artículo de coleccionista. No puedo creer que esté aquí en mitad de ninguna parte.

Meg soltó un bufido.

—Alucinante. —No sabía prácticamente nada sobre barcos. Sus padres provenían de uno de los mejores barrios de Nueva York y no es que se sintieran especialmente atraídos por la vida marinera de Seattle. Los únicos barcos a los que Meg se había subido eran los ferries.

—Desde luego. —T.J. se volvió hacia ella y le sonrió otra vez. A Meg sus hoyuelos le pusieron nerviosa. Luego le tendió la mano—. Vamos. Deja que te enseñe el puente de mando.

Meg subió a bordo y siguió a T.J. por una pequeña y estrecha escalera que llevaba al puente. El barco mostraba indicios de haber sido bien cuidado tiempo atrás, pero daba la impresión de que en los últimos años ese mimo había dado paso al abandono. Habían reformado la cabina, de caoba, con tecnologías que no existían cuando lo construyeron. Las modernas pantallas de navegación resultaban anacrónicas frente al viejo timón y a los pasamanos de madera que flanqueaban las escaleras que llevaban al interior. Y aunque no había señales claras de deterioro, todas las superficies visibles estaban cubiertas de una capa de polvo.

—Mierda —dijo T.J., cuando pasó el dedo por el polvo que cubría el asiento del capitán y se limpió en los pantalones—. Qué pena que este tesoro esté aquí tirado. Alguien le dedicó mucho mimo, pero aparte de todas las reformas, esta preciosidad es un clásico. Ya no los hacen así.

Vaya. Así que T.J. era un friki de los barcos. Quién lo hubiera dicho. En cierto modo, saber eso de él le hacía menos intimidante.

—No tenía ni idea de que supieras tanto de barcos —le dijo Meg, con una tímida sonrisa.

—Ya —repuso él, arrastrando los pies—. No suelo hablar de ello.

—Me lo imagino. Suena a cosa típica de raritos.

T.J. hizo un esfuerzo por apartar la mirada de los artilugios del puente de mando y se volvió hacia ella. La sonrisa desapareció de su cara y su frente se pobló de arrugas como si estuviera intentando decidir si Meg se estaba burlando de él o no.

—Quiero decir… ehh, solo estaba bromeando —dijo ella, notando que se ruborizaba. ¿Por qué era tan boba?—. O sea, yo soy muchísimo más rara que tú. Soy escritora, por Dios. Los escritores somos algo así como los primeros en la clasificación de personas raras. Y no te imaginas la colección de cromos de béisbol que tengo…

Su voz se fue apagando. Genial. Rienda suelta a su verborrea. Eso es todo lo contrario a ser sexy, Meg.

—A mí no me parece que seas rara —dijo T.J. Su voz era suave, pero firme, como si estuviera aclarando algo muy serio—. Ni siquiera un poco.

—Oh.

Así que él no la consideraba una rara. ¿Eso era bueno? ¿O malo? Mierda, ¿por qué tenía que ser tan insegura?

T.J. avanzó hacia ella, con los ojos fijos en su rostro.

—Meg… —empezó a decir, pero enseguida se detuvo.

—¿Qué? —La voz de Meg brotó ahogada, probablemente por el hecho de que su corazón latía tan rápido que creía que estaba a punto de desmayarse.

—¿Estás bien?

¿Por qué no paraba de hacerle una y otra vez la misma pregunta?

—Sí.

T.J. le puso una mano sobre el brazo.

—Estás temblando.

Meg ni siquiera se había dado cuenta, pero en cuanto T.J. se lo mencionó, sus dientes empezaron a castañetear. O estaba hipotérmica o el subidón de adrenalina por estar a solas con T.J. había superado todos sus límites. O puede que ambas cosas.

—Es el frío —respondió.

—Lo siento —dijo él. Mantuvo su mano sobre el brazo de ella, y Meg pudo sentir cómo le apretaba levemente a través de la tela—. No quería arrastrarte conmigo aquí, al frío, pero… quería hablar contigo.

El estómago de Meg se había instalado definitivamente en su garganta. Había soñado cientos de veces con que T.J. le declaraba amor eterno, pero incluso estando los dos a solas en la caseta, no podía convencerse de que fuera cierto. Tenía toda una lista de chicas entre las que escoger. Todas querían salir con T.J. Fletcher. ¿Por qué iba a elegirla a ella?

—Ya sé que no hemos hablado mucho después… Bueno, después de la fiesta —comenzó. Meg sintió el roce de sus dedos en el dorso de mano—. Yo estaba bastante enfadado y supongo que te evité después de aquello.

La fiesta. Le había entusiasmado que él le pidiera que fueran juntos, pero luego todo se vino abajo por culpa de Minnie.

—Pero te he echado de menos —continuó T.J., y acercó su cara a la de Meg—. Desde que Gunner y Minnie rompieron, ya no te veo nunca.

Ante la mención del nombre de Minnie, todo el cuerpo de Meg se puso rígido. Minnie. Oh, mierda, ¿qué diría si los viera a los dos juntos en el barco? Minnie nunca la perdonaría si se enterase de aquella conversación. La destrozaría. Eso acabaría con su amistad.

T.J. se inclinó sobre el cuerpo de Meg.

—Y supongo que lo que te estoy intentando decir es que…

—Tenemos que buscar la radio —soltó ella. No podía seguir escuchando. ¿En qué había estado pensando? No podía salir con alguien de quien su mejor amiga estaba enamorada. Era la mayor de las traiciones.

T.J. echó la cabeza hacia atrás como si acabase de recibir una bofetada.

—¿Qué?

—La radio. —Se apartó de él y empezó a rebuscar entre los distintos aparatos del panel de control—. Y luego tenemos que volver a la casa.

—Oh. —T.J. permaneció inmóvil durante un instante, y después regresó hacia el asiento del capitán—. De acuerdo.

Meg le dio la espalda. Quería echarse a llorar. ¿Por qué no podía al menos esperar a oír lo que él iba a decir? ¿Por qué tenía que echarlo todo a perder?

—Es extraño —dijo T.J.

Meg se limpió una lágrima solitaria de la mejilla y se giró hacia él.

—¿Qué?

—La radio no está.

—¿Qué? —La tensión existente entre ellos desapareció en un segundo. Meg dirigió la mirada hacia el lugar al que T.J. señalaba, por encima del ventanal.

—No está. La han quitado.