El terreno que rodeaba White Rock House se había convertido en un lodazal que parecía succionar las botas de Meg mientras atravesaba el jardín. Era como si tuviera que avanzar a través de un banco de arena que la cubría hasta los tobillos, por lo que necesitaba el doble de esfuerzo para dar cada nuevo paso. El viento era aún más feroz que la noche anterior, soplaba por toda la isla, intentando arrancar de raíz los árboles y tumbar todo lo que encontraba en su camino. Los pinos parecían encogerse ante la tormenta, y aunque Meg debería haber podido oír el crujido de las ramas y el fragor de las olas contra las rocas, el único sonido que llegaba a sus oídos era el aullido sin descanso del viento.
Le costaba mantener el ritmo de T.J. El chico era al menos quince centímetros más alto que ella, y sus piernas musculosas de jugador de fútbol no tenían problema para avanzar entre el barro. Llegó a la línea de árboles unos treinta segundos antes de Meg y apenas pareció fijarse en lo que le costaba avanzar.
Miró hacia la derecha y Meg lo imitó. Al otro lado del bosque había una serie de plataformas de madera que formaban una pasarela para bajar desde la colina. Eran del mismo tipo que el puente que había desaparecido del istmo. Los travesaños estaban desgastados y dañados por el agua y el tiempo, y el color marrón había cedido ante el gris. T.J. puso un pie sobre la primera plataforma y comprobó su solidez. La pasarela se movió levemente, pero pareció recia y firme.
—Aguantará —gritó contra el viento. Le tendió la mano y tiró de ella.
Los tablones estaban inclinados y eran de tamaños dispares —para atravesar algunos de ellos se requerían diez pasos, mientras que para otros sobraba con tres—, y a Meg le costaba avanzar, incluso con las botas con suela de goma, por la excesiva acumulación de agua. Intentó no mirar hacia la ladera de la colina, donde la pendiente terminaba con una abrupta caída sobre un grupo de rocas dentadas.
Quizá aquella excursión a la caseta no fuese una buena idea. ¿Una pasarela de madera podrida? Jaque. ¿La mayor tormenta del siglo? Jaque. ¿La muerte a manos de las rocas de la playa? Jaque mate. Justo como aquella broma racista de Nathan de la noche anterior: así era el comienzo de las películas de terror.
Delante de ellos, las pasarelas giraban bruscamente. El sendero se inclinaba en un peligroso ángulo y Meg vio cómo T.J. resbalaba casi un metro antes de recuperar el equilibrio.
—¡Cuidado! —gritó T.J.—. Es un poco…
Demasiado tarde. En cuanto sus botas de agua pisaron el primero de aquellos travesaños, vio que no tenía donde agarrarse. Meg se deslizó, totalmente fuera de control, y salió despedida hacia la barandilla. Vio cómo su cuerpo se acercaba peligrosamente al precipicio y se imaginó a sí misma cayendo al abismo. Extendió los brazos para intentar sujetarse a la barandilla, y rezó porque la madera sirviese para detenerla. Pero no hubo suerte. La barandilla de madera cedió y Meg cerró los ojos. Era el fin.
Pero, en lugar de caer, Meg sintió que un brazo la sujetaba por la cintura. Con un gruñido de esfuerzo, T.J. tiró de ella, la apartó del borde y giró sobre sí mismo para ponerse los dos a salvo. Cayeron contra el enorme árbol que sostenía la pasarela en la ladera de la colina y Meg se hundió entre los brazos de T.J. mientras ambos trataban de recuperar el aliento.
—¿Estás bien? —preguntó T.J., que seguía rodeándola con sus brazos.
—Sí —respondió. El corazón le latía desbocado, aunque era incapaz de decir si se debía a que había estado a punto de morir o a la sensación de tener el cuerpo de T.J. pegado al suyo.
—Ha faltado poco —dijo él. Dirigió la mirada hacia la inclinación de la pasarela y resopló—. Alguien debería arreglarla.
Meg no quiso ni pensar en lo que habría sucedido si T.J. no hubiese estado allí.
Protegiéndola todavía con el brazo, T.J. le ayudó a llegar hasta el siguiente tramo, que giraba pegado a la ladera. Despacio y con cuidado, continuaron su camino hacia la caseta, hasta que, de pronto, T.J. se paró en seco.
—Mierda —masculló.
Meg lo miró, sin comprender.
—¿Qué?
—Había unas linternas al lado de la puerta del patio —dijo—. Me las he olvidado. —Miró hacia la caseta y luego hacia atrás, a la casa, más allá de la peligrosa curva de la pasarela, como si sopesase las dos opciones—. Mierda —repitió—. Las vamos a necesitar. ¿Me esperas aquí?
¿Quedarse allí sola en mitad de ninguna parte? ¿Después de haber estado a punto de despeñarse y morir? Oh, no. Empezó a protestar, pero T.J. no le dio alternativa. Antes de que ella pudiera reaccionar, se inclinó y le plantó un rápido beso en la mejilla, dio media vuelta y volvió sobre sus pasos.
Meg se sintió mareada. ¿Acababa de darle un beso? ¿Acababa T.J. Fletcher de darle un beso a ella?
Toda una serie de pensamientos de todo tipo le inundaron la cabeza.
Número uno: había muchas posibilidades de que se desmayase de pura alegría.
Número dos: ¿realmente había sido su intención besarla? ¿Había sido un error? No, eso era una tontería. ¿Cómo podía tratarse de un accidente, a no ser que lo que hubiera querido hacer fuera lamer algo que ella tenía en la cara?
Número tres: ¿había alguna posibilidad de que Minnie los hubiera visto?
Esto último era lo más inquietante. Meg parpadeó contra la embestida de las gotas de lluvia y estiró el cuello para intentar ver la casa. Solo podía distinguir la hilera de ventanas del jardín vallado, pero no era más que un destello blanco a través de los árboles. No, estaba a salvo. A menos que Minnie los hubiera seguido. Meg pasó a la plataforma anterior de la pasarela e intentó ver el camino hasta la casa, pero la inclinación de la ladera y el espesor del bosque hacían imposible ver nada más allá de treinta metros.
Bien. Si ella no podía ver la casa, Minnie no podía verla a ella.
Se apoyó contra el tronco de un árbol. La lluvia caía como un torrente inagotable, con una rapidez y una intensidad que no parecía que cayeran gotas de agua sino otra cosa. Cada pocos segundos, una ráfaga de viento impactaba de lleno en su cara. La tormenta se mostraba tan feroz, tan implacable, que Meg apenas podía mantener los ojos abiertos ante su violencia.
Echó un vistazo a las rocas que había abajo. El oleaje chocaba contra ellas con tal ímpetu que Meg podía sentir el golpe, aunque, extrañamente, casi no lo oía. En realidad, no podía distinguir unos sonidos de otros. El viento y la lluvia creaban una especie de ruido que ahogaba todo lo demás. Abrió la boca y gritó con todas sus fuerzas, pero apenas pudo oír su propia voz.
De pronto se le ocurrió que era divertido, pero enseguida comprendió que no tenía nada de gracioso. Nadie podría oírla gritar. Esa era la verdad. Cuando se incorporó, bajo el azote de la lluvia, luchando por soportar el empuje del viento, la isla adquirió un toque aún más siniestro.
Sintió un escalofrío. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que T.J. se había ido? Seguramente lo bastante para llegar a la casa y regresar junto a ella. No obstante, Meg no quería que T.J. corriera demasiado. Un paso en falso en aquellos travesaños de madera resbaladiza y caería de cabeza a las rocas. ¿Por qué habrían construido una pasarela tan peligrosa? Era casi como si…
Una mano la agarró del hombro. Gritó y sintió que el corazón le subía por la garganta, se giró y vio a T.J.
—¿Todo bien? —le gritó él a través de la cortina de lluvia. De cada uno de los bolsillos de su impermeable sobresalía una linterna de mango naranja. No sonreía.
Meg asintió.
—Te castañetean los dientes.
—¿Ah, sí? —Meg repasó mentalmente su estado. Estaba empapada de la cabeza a los pies y sí, realmente sus dientes castañeteaban. Estaba tan ensimismada por el beso de T.J. y la extraña atmósfera que envolvía la isla que ni siquiera se había percatado.
—Vamos —dijo T.J.
A ciegas, Meg fue dando traspiés detrás de él. Justo encima de la playa rocosa, la pasarela terminaba en una empinada escalinata de peldaños de madera. La barandilla estaba suelta, así que T.J. bajó los escalones uno a uno, despacio y con cuidado. Después, los dos juntos empujaron la desvencijada puerta de la caseta del embarcadero de los Lawrence.