—¿Qué demonios es eso?
—Es una broma, ¿o qué?
—¿Creéis que lo hizo Lori?
—Es una broma asquerosa.
Todos hablaban a la vez, y, sin embargo, Meg escuchaba cada uno de los comentarios con claridad. A su alrededor, el mundo se movía a cámara lenta. Y aunque ese mundo parecía haberse sumido en el caos, ella se sentía extrañamente calmada.
Dio un paso para acercarse más a la pintada. Resultaba obvio que la habían hecho con una brocha; podía distinguir pelos entre los chorretones que caían por la pared desde la espesa capa de pintura roja. La forma de la pintada le recordó la cuenta atrás que aparecía en el vídeo de la noche anterior, los números que iban tachándose con una barra roja. Excepto que ahora, realmente parecía…
—¿Sangre? —preguntó Nathan—. ¿Creéis que es sangre? —Estaba justo detrás de Meg, mirando la pintada por encima de su hombro como si la utilizase a ella de escudo. Una actitud realmente viril.
—Lo dudo —repuso ella, conteniendo el impulso de preguntarle si había sido criado por monos.
—¿Qué hace eso ahí? —Kenny estaba a mitad del último tramo de escaleras, reticente a acercarse más a la pared.
Meg no podía culparlo por ello.
T.J. se adelantó hasta ponerse delante de la pintada.
—Parece pintura anticorrosiva para metal. La que se emplea en los barcos.
Nathan no pareció muy convencido:
—A mí me sigue pareciendo sangre.
—Bueno, pues no lo es —le soltó Vivian. Luego se giró hacia Gunner, que estaba en la puerta del estudio—. ¿Has llamado a la Policía? ¿Qué han dicho? ¿Van a enviar un helicóptero? ¿Cuánto van a tardar? ¿Qué se supone que tenemos que hacer hasta que lleguen?
La chica estaba histérica, y Meg se preguntó si Minnie se vería obligada a compartir su Klonopin.
Gunner sacudió la cabeza lentamente.
—Los teléfonos no funcionan.
—¿Qué? —dijo Vivian. Su voz se quebró. Estaba a punto de sufrir un ataque de nervios.
—El teléfono —dijo Kumiko hablando despacio, como si se dirigiera a una niña retrasada— no funciona.
—Idiotas —gruñó Vivian, y apartó a Gunner de un empujón para entrar en el estudio.
Meg puso los ojos en blanco. Cuenta atrás para un ataque de ansiedad: tres… dos…
—Debe de haber sido la tormenta —dijo T.J., que estaba totalmente calmado.
Kumiko se pasó una mano por su melena color magenta.
—¿Alguien ha comprobado si los móviles tienen cobertura?
—Lo intenté anoche —dijo Meg—. Sin cobertura.
—La torre más cercana está en Roche Harbor —dijo T.J.—. Demasiado lejos.
Vivian salió del estudio, con el ánimo por los suelos.
—No funciona el teléfono.
Kumiko se giró hacia ella, desfiante.
—¿En serio? O sea, que el hecho de que nosotros hayamos comprobado el aparato, el cable, las baterías, otra vez el aparato, ¿nada de eso es suficiente para ti?
—Me gusta confirmar las cosas por mí misma —respondió Vivian, y se encogió de hombros.
—Alucinante. —Kumiko se plantó justo delante de ella—. Entonces, ¿por qué no confirmas la patada que te voy a soltar en el trasero?
—Eh, eh —intervino Gunner, tirando de Kumiko.
Vivian salió disparada escaleras arriba:
—Mantenla lejos de mí o la denunciaré.
—¿Ah, sí? —gritó Kumiko, mientras intentaba zafarse de Gunner—. Te va a resultar un poco difícil, porque no hay modo de que llames a la Policía.
La idea acabó por calar en el cerebro de todos. ¿Qué iban a hacer? Sin línea de teléfono, sin cobertura, sin Internet… A Meg le vino a la mente algo que había visto en la sala de estar. Un cable amarillo enrollado que se introducía por debajo de una estantería.
—¡Internet! —exclamó.
—¿Cómo? —inquirió T.J.—. Yo no he visto ningún ordenador.
Meg no se detuvo a dar explicaciones. Echó a correr escaleras arriba hacia la buhardilla, a buscar el portátil que tenía en la mochila. Al girar en el rellano del segundo piso, mantuvo la cabeza gacha y los ojos clavados en los peldaños de madera gastada y continuó su ascenso por la torre.
—Minnie —llamó al entrar en la habitación—. Necesito mi…
Se quedó paralizada. Parecía que una bomba hubiera estallado en el cuarto. Habían vaciado todos los cajones del aparador, su contenido —básicamente, el vestuario de Minnie para pasar el fin de semana— estaba tirado por todas partes. De la lámpara colgaba una prenda de ropa interior. Unos pantalones cortos estaban enganchados en el espejo. Pantalones vaqueros, camisetas sin mangas, vestidos y faldas, formaban una alfombra que cubría el suelo.
Las dos camas habían sido literalmente destrozadas. Las sábanas estaban hechas jirones, habían movido los colchones y arrancado la funda a las almohadas, que estaban tiradas por ahí.
Las maletas de Minnie estaban boca abajo, su ropa y sus pinturas, por el suelo. Ni siquiera la mochila de Meg se había librado del destrozo. Habían tirado su neceser y su diario sobre el sillón, y su preciado portátil estaba en suelo, contra el aparador.
Meg necesitó un momento para digerir la escena, y algo más de tiempo para localizar a Minnie. Estaba acurrucada en un rincón, con Ben en cuclillas a su lado. Tenía la cara roja y llena de lágrimas.
—¿Qué pasa? —preguntó. Había visto a Minnie en varios estados de confusión, depresión y autocompasión, pero ¿aquello? Era la primera vez que la veía así.
—Alguien ha robado mis pastillas —dijo Minnie. Pese a las señales de llanto, su voz poseía un matiz de pragmatismo y ausencia de emoción que sacó a Meg de sus casillas.
—¿Robado tus pastillas? —Meg alcanzó una de sus sudaderas con capucha del respaldo del sillón y se la puso encima del pijama—. Venga, nadie robaría tus pastillas.
Los ojos color avellana de Minnie emitieron un destello:
—Entonces, ¿cómo explicas el hecho de que no aparezcan, eh? ¿Un truco de magia?
Meg miró a Ben, permanecía callado, acariciándole la espalda a Minnie. Genial, pensó, no voy a recibir ayuda por su parte.
—Puede que te las hayas olvidado —dijo.
—No. Lo comprobé dos veces.
—¿Tal vez las has guardado en otro sitio? —Meg se dio cuenta de que la pregunta era estúpida en cuanto la oyó brotar de su boca.
—¿Estás de broma? —bufó Minnie, y levantó las manos en un gesto que pretendía abarcar toda la habitación—. ¿Crees que no hemos buscado por todas partes?
—¿Meg? —La voz de T.J. llegó desde la escalera—. ¿Qué haces?
Mierda.
—Vente, baja. Puede que alguien más tenga.
Minnie negó con la cabeza.
—Ni pensarlo.
—No va a bajar hasta que… —Ben hizo una pausa antes de terminar la frase—: Hasta que Lori no esté ahí.
—Oh, de acuerdo. —El cadáver. Meg se estremeció ante la idea de quitar el cuerpo de Lori de la escalera—. Los chicos van a bajarla de ahí en… en un momento. —No estaba segura de qué era peor: dejar a Lori donde estaba o descolgarla.
—¿Está la Policía de camino? —preguntó Minnie.
Doble mierda. ¿Debería decirle que los teléfonos estaban inoperativos a causa de la tormenta? Los ojos de Minnie iban de Meg a Ben y otra vez a Meg, en busca de consuelo. Sí, probablemente aquel no era el mejor momento para explicarle lo que ocurría con los teléfonos. Eso podría ser la gota que colmase el vaso.
En lugar de contestar, Meg le apretó la mano y le dedicó lo que esperaba que fuese una sonrisa confiada y reconfortante. Después recogió su ordenador y su diario, que se guardó en el bolsillo de la sudadera. No quería que estuviera por ahí tirado.
—¿Por qué te llevas el portátil? —preguntó Minnie, con la voz quebradiza—. ¿Qué está pasando?
—Ehh… Tengo que volver abajo —respondió Meg.
—¿Por qué? —insistió Minnie.
La mirada de Ben viajó desde el portátil hasta el rostro de Meg, que percibió su confusión inicial, pero enseguida Ben pareció comprender la situación y le hizo un gesto con la cabeza.
—¿Te quedarás tú con ella? —le preguntó Meg.
—Por supuesto.
—Bien. Gracias. Yo vuelvo en un momento. —Y antes de que Minnie pudiera hacer más preguntas, Meg desapareció escaleras abajo.
—No funcionará.
Kumiko soltó un suspiro.
—¿Por qué no?
—No hay corriente —continuó Vivian, la voz de la esperanza—. ¿Creéis que eso no incluye el router?
—A menos que haya Internet por satélite —dijo Meg, mientras enchufaba el cable en la parte trasera de su MacBook—. Si es así, puede que haya un sistema de almacenaje de energía solar.
—Y si el cable viene directamente de ahí, puede que todavía funcione —añadió T.J., y apretó con suavidad el hombro de Meg—. Brillante.
—Vaya —dijo Kumiko, y miró a Vivian—. Me alegro un montón de que Meg esté aquí.
—Lo que tú digas —bufó Vivian.
Meg se dio cuenta de que todos los demás se apretujaban detrás de ella para intentar ver la pantalla. Su portátil descansaba sobre la estrecha balda de una librería, apoyado contra su rodilla. El cable de red ya estaba conectado, así que contuvo la respiración al apretar el botón de encendido, rezando porque hubiera suficiente batería.
Vamos, maldita sea. Solo faltaba que la batería estuviese completamente vacía. Cuando estaba a punto de darse por vencida, la luz verde se encendió, indicando que le quedaba algo de vida. Gracias a Dios.
Notó un suspiro colectivo de alivio, incluyendo el aliento de alguien contra su mejilla. No alguien cualquiera. T.J. Tan cerca de ella que si giraba el cuello sus labios se tocarían…
Para. De todos los momentos inoportunos en los que podía pensar en besar a T.J., ese era sin duda el peor.
Se obligó a dirigir su atención de nuevo a la pantalla del ordenador. Se produjo un agónico instante durante el cual el maldito torbellino color arcoíris daba muestras de no querer desaparecer, y luego por fin se cargó la imagen del escritorio.
—¡Alucinante! —exclamó T.J.
—¡Date prisa! —la apremió Vivian. Estaba de los nervios—. Abre el navegador.
Meg se mordió el labio y pulsó el icono del navegador. Si aquello no funcionaba, ¿qué demonios iban a hacer?
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Kumiko—. ¡Mirad!
La ventana del navegador se abrió y mostró la página de inicio de Meg. ¡Funcionaba! ¡Su idea funcionaba!
—Déjame hacerlo a mí —dijo Vivian, abriéndose paso—. Entraré en mi bandeja de correo y…
Kumiko la empujó hacia atrás.
—Es el ordenador de Meg.
Exacto. Su ordenador. Rápidamente, Meg tecleó la página de su servidor de correo. Allí estaba, funcionaba. Los mensajes más recientes eran de aquella misma mañana, temprano: su madre con el asunto «¡Espero que te lo estés pasando bien!». Contuvo la respiración al hacer clic en «Redactar». Por alguna razón, ver el mensaje de su madre le dio ganas de llorar.
—¿A quién deberíamos escribir? —preguntó Gunner—. ¿A la Policía?
—Ehh… —dudó Meg, mientras miraba a su alrededor—. No tengo una dirección de correo para la Policía.
—Primero escribe a tus padres —sugirió T.J.—. Después podemos intentar encontrar una dirección de contacto para emergencias.
Meg asintió y escribió las direcciones de su padre y de su madre, y pasó al cuadro donde se escribía el cuerpo del mensaje.
«En casa de Jessica Lawrence, en Henry Island. Es una larga historia. Ha habido un accidente. Los teléfonos no funcionan. Necesitamos ayuda».
Sus padres iban a enfadarse de verdad cuando descubrieran que les había mentido, pero, por el momento, era más importante conseguir que la Policía se dirigiera a la isla. Ya se enfrentaría con su inevitable castigo.
Con mano temblorosa, pulsó «Enviar».
—Vamos —dijo T.J. entre dientes. Meg notó que todos se inclinaban hacia el portátil como si intentasen empujar el mensaje hacia el ciberespacio, desesperados por ver el mensaje de confirmación en la pantalla.
—Mierda.
La expresión brotó de siete bocas al unísono. La pantalla, que menos de un segundo antes había estado conectada a Internet, se quedó en blanco. NO HAY NINGUNA CONEXIÓN DISPONIBLE. Se acabó su suerte.