El cuerpo de Lori se balanceaba lentamente hacia delante y hacia atrás.
Meg quiso apartar la mirada, pero sus ojos permanecieron fijos en los de aquella chica muerta que estaba delante de ella. Dejó que la colcha con la que se cubría cayera al suelo y, aunque el aire estaba helado, su cuerpo ardía. Comenzó a tambalearse, imitando el balanceo del cadáver de Lori hasta el punto de que tuvo buscar el apoyo del pasamanos para mantenerse en pie y no caer por la barandilla.
Ni siquiera podía parpadear: los ojos marrones y ciegos de Lori se clavaban en los suyos. Había algo en ellos: ¿Miedo? ¿Confusión? ¿Había sentido Lori ambas cosas en sus últimos instantes de vida? ¿Se había arrepentido de su elección de quitarse la vida justo después de saltar por la barandilla? Sintió un escalofrío. La idea del suicidio, de estar tan llena de desesperación que no quieres seguir viviendo, la horrorizaba.
—¡Joder!
—¡Oh, Dios mío!
Un llanto. Un gemido.
Probablemente a los demás no les llevó más de veinte segundos salir de sus dormitorios, pero a Meg le pareció que habían pasado veinte minutos. Solo era vagamente consciente de los gritos y exclamaciones que se oían a su alrededor. Percibía la presencia cada vez más numerosa de gente, aunque apenas podía distinguir a nadie. No podía ver nada aparte de aquellos ojos carentes de vida que la miraban fijamente.
Hasta que sintió una mano en su hombro no pudo moverse y parpadear otra vez.
—¿Estás bien? —le preguntó T.J. Le pasó el brazo por la cintura y ella se dejó caer sobre él.
Buscó sus ojos, unos ojos que podían ver y sentir, y empezó a temblar.
—Sí.
—Mentirosa. —T.J. recogió la colcha y se la puso sobre los hombros.
—¿Qué ha pasado? —La voz de Kumiko se oyó altisonante y quebradiza—. ¿Qué coño ha pasado?
Vivian estaba de espaldas al cadáver, se negaba a mirarlo.
—Tú eras la que compartía habitación con ella. ¿Dijo algo? —le preguntó a Kumiko.
No quedaba ni rastro de su arrebato emocional de la noche anterior, la vieja y áspera Vivian había vuelto.
Kumiko sacudió la cabeza.
—Ya estaba en la cama cuando yo subí. Pensé que estaba dormida.
—¿No la oíste levantarse?
—Yo… —Kumiko dirigió una mirada a Gunner—. No he dormido en la habitación.
Vivian chasqueó la lengua.
—Bueno, pues perfecto.
—¡Eh! —bramó Kumiko, enfrentándose a Vivian—. No soy su madre. ¿Cómo iba yo a saber que estaba tan al límite?
—Tenemos que llamar a la Policía —dijo T.J.
—Hay un teléfono en mi habitación —dijo Vivian. Se dio la vuelta y desapareció en su dormitorio.
—¿De dónde sacó la cuerda? —preguntó Ben. Asomó la cabeza por el hueco de la escalera y levantó la vista hacia las vigas del techo de la torre—. ¿Y cómo pudo atarla ahí arriba?
—¿Por qué diablos estáis todos gritando? Estaba intentando dorm…
Meg distinguió la voz de Minnie y miró hacia arriba a tiempo de ver a su amiga bajando la escalera desde la buhardilla. Minnie se quedó inmóvil en el penúltimo escalón, con una mano se apartó el pelo rubio de la cara mientras que con la otra aferraba la sudadera con capucha de Meg contra su pecho. Meg vio cómo la escena calaba en el cerebro de su amiga a medida que sus ojos viajaban desde el cadáver hasta la cuerda y luego hasta las vigas de madera de la torre, y después hacían el mismo recorrido a la inversa.
Ben se abrió paso entre Meg y T.J. y corrió escalera arriba hacia Minnie. Ella abrió la boca para gritar, pero no llegó a escucharse ningún sonido, porque perdió el conocimiento y su cuerpo se desmoronó. Ben la alcanzó antes de que cayera al suelo.
—Está bien —dijo, y tumbó a Minnie sobre la escalera—. Solo se ha desmayado.
Meg quería ir junto a ella, pero no podía moverse por mucho que lo intentara. No mientras T.J. la estuviera rodeando con su brazo.
—Gunner —dijo T.J., y le hizo un gesto—. Mira a ver si hay una nota o algo.
A Gunner le llevó unos segundos asimilar lo que acababa de oír, tras lo cual se dirigió al dormitorio de Lori sin pronunciar palabra. Al pasar junto a Kumiko, le rozó el brazo. Ella tardó medio segundo en seguirlo hasta la habitación.
—Todavía estás temblando —susurró T.J., con su boca a escasos centímetros de la de Meg—. ¿Puedo hacer algo?
Meg contuvo la respiración. T.J. estaba muy cerca de ella, como si quisiera protegerla. Aquella era una sensación nueva para Meg, que se pasaba la mayor parte de su tiempo intentando proteger a su mejor amiga de cualquier cosa en el mundo que pudiera provocarle uno de sus ataques de ansiedad y sacar a la luz su desorden bipolar. Y, de pronto, allí estaba T.J. protegiéndola a ella por una vez.
—Bien —dijo, sin estar segura de si pretendía convencerlo a él o a sí misma—. Estoy bien.
—El teléfono no funciona —dijo Vivian. Parecía que le faltase el aire.
—Eso no es bueno. —Nathan cruzó los brazos y se apoyó contra la pared.
—¿Qué…, qué ha ocurrido? —preguntó Minnie, con voz débil.
Ben le ayudó a levantarse.
—Te has desmayado.
—¿De verdad? —Minnie se sentó y miró más allá del cadáver, localizando a Meg en el rellano inferior—. ¿Por qué?
Meg abrió la boca para responder, pero no encontró palabras para hacerlo. Afortunadamente, Minnie tendría de sobra, y Meg se encogió al ver cómo su amiga descubría el cuerpo colgado y el horror volvía a cubrir su semblante.
—¡Oh, Dios mío, oh, Dios mío, oh, Dios mío! —Su tono fue aumentando con cada nueva repetición, y señaló con mano temblorosa a Lori—: Está muerta. Es un cadáver. Oh, Dios mío. ¿Qué hacemos? ¿Cómo…? Quiero decir…
Meg percibió el pánico en la voz de Minnie y rezó porque se hubiera acordado de meter su medicación en el equipaje. Si no lo había hecho, aquello no iba a acabar bien.
—No mires —dijo Ben, mientras intentaba apartar a Minnie de la barandilla. Pero ya era demasiado tarde.
—¡Quitadlo de ahí! ¡Quitádmelo de delante! —gritó Minnie, mirando directamente a Meg, como si ella pudiera hacer que todo desapareciera.
—¡Lori no es una cosa! —rugió Kenny. Meg se giró y lo vio en el umbral de su habitación, con sus brazos del tamaño del tronco de un árbol cruzados sobre el pecho y el ceño fruncido. Había estado callado hasta entonces, pero al final había explotado. Su rostro estaba teñido de un rojo oscuro y temblaba de la cabeza a los pies.
—Por supuesto que no —dijo T.J., apaciguador—. No era eso lo que ella quería decir. Está superada por los acontecimientos.
Aquello era quedarse corto. Meg era capaz de reconocer un ataque de pánico cuando lo veía. Activó urgentemente el modo cuidadora, en un intento de mantener bajo control el arrebato:
—Minnie, todo va a estar bien. Tú estarás bien.
—No, de eso nada —sollozó Minnie—. De eso nada, de eso nada.
—¿Qué le pasa? —murmuró T.J. en el oído de Meg.
—Un ataque de pánico —respondió Meg entre dientes—. Necesita sus pastillas. —Comenzó a subir por la escalera—. Vamos. Te traeré tu Klonopin.
—De acuerdo, yo la llevo —dijo Ben, y le dio la mano a Minnie. La miró y le sonrió—. ¿Sabes dónde está?
Minnie asintió levemente y ambos desaparecieron en dirección a la buhardilla.
Meg se volvió hacia T.J. y descubrió una expresión de incertidumbre en su rostro.
—¿Esto le ocurre a menudo? —preguntó, en voz baja.
Meg se mordió el labio. Había guardado el secreto de Minnie durante tanto tiempo que ahora no sabía muy bien qué decir.
—Eh…
La salvó Kumiko, que salió lentamente de la habitación seguida por Gunner. Sostenía una hoja de papel en sus manos y, al hablar, resultaba obvio que estaba intentando en vano controlar que le temblara la voz:
—La hemos encontrado. Hemos encontrado su nota de suicidio.
—¿De verdad? —preguntó Nathan.
Kumiko levantó la nota y se la puso delante de la cara. Estaba escrita en una hoja extraña, con unas barras que lo cruzaban de un lado a otro. Meg tardó un momento en reconocer qué era: una partitura musical.
—No… no puedo soportarlo —leyó Kumiko en voz alta. Su mano temblaba—. Debería acabar con todo ahora. Esta voz nunca volverá a cantar.
Silencio. Meg fijó los ojos en la alfombra azul y dorada que cubría el pasillo de la segunda planta. No era algo particularmente interesante, pero no conseguía reunir ánimos suficientes para mirar a nadie. Quizá, si se esforzaba en intentar olvidar lo que había sucedido, simplemente todo desaparecería. ¿Se despertaría y descubriría que aquello no era más que una horrible pesadilla provocada por la cerveza?
Criiiiiiiij.
Involuntariamente, su mirada voló hacia el cadáver. No pudo evitarlo.
—No me lo creo. —La voz de Kenny retumbó fuerte y desafiante, y claramente más calmada que un momento antes. Pero tenía la cara descompuesta y la mandíbula firme, en una expresión de desafío.
—Kenny —empezó a decir T.J.—. Siento much…
—No me lo creo —repitió Kenny. Miraba directamente el cuerpo inerte de Lori, impávido, sin parpadear—. No se ha suicidado.
—Kenny —dijo Nathan, y puso una mano en el brazo de su amigo—. Me parece que está bastante claro…
—NO SE HA SUICIDADO —repitió Kenny. Luego giró sobre sus talones, pasó junto a Nathan y entró en su habitación, cerrando de un portazo.
—¡Kenny! —Nathan fue tras él—. Escucha, yo no pretendía…
Su voz dejó de oírse cuando cerró la puerta a sus espaldas. Pobre Kenny. Meg recordó haberlo visto antes de la cena susurrándole algo a Lori al oído y el rubor que se extendió por el rostro de la chica. Lo que había visto era a dos personas que se gustaban, y ahora Lori estaba muerta y Kenny en estado de schock. Parecía todo tan… carente de sentido.
Criiiiiij.
Aquel sonido empezaba a darle náuseas.
—Bien —dijo T.J. Apretó con suavidad el hombro de Meg y avanzó hasta el centro de la balconada, de espaldas al cadáver—. Necesitamos encontrar un teléfono que funcione y llamar a la Policía.
—Estoy en ello. —Gunner agarró a Kumiko de la mano y la arrastró escalera abajo.
—Hay uno en el estudio —dijo Vivian, mientras echaba a correr detrás de ellos.
T.J. y Meg se quedaron solos en el rellano de la segunda planta. Todos los demás parecían tener algo que hacer: Ben se ocupaba de Minnie, Nathan intentaba tranquilizar a Kenny, mientras Kumiko, Gunner y Vivian buscaban el modo de llamar a la Policía. Meg sentía que debía hacer algo. Ayudar. No simplemente quedarse allí como una idiota, anhelando de nuevo el abrazo de T.J. Fletcher.
La nota de suicidio de Lori voló de la mesa donde Kumiko la había dejado y cayó al suelo, como si fuera algo ligero y etéreo en lugar de un objeto producto de la tristeza y el dolor. Meg sintió el repentino impulso de verla y bajó a recogerla. Las palabras de la nota de Lori estaban escritas en el dorso de una partitura musical, en mayúsculas, pero la letra no parecía temblorosa o errática, como si Lori hubiera hallado la calma al decidir quitarse la vida. Le dio la vuelta y observó las notas musicales. Era una canción con acompañamiento de piano.
—Qué extraño —dijo.
—¿Qué? —T.J. se asomó por encima de su hombro para mirar la partitura.
Meg leyó en voz alta la letra de la canción:
—En esta noche brillante, lloro maravillada.
—Es bonito.
—Seguro, en esta noche brillante —repitió Meg. Ese verso le sonaba—. ¿No era esa la canción que se oía en el vídeo de anoche?
T.J. giró la cabeza para mirarla:
—Tienes razón. ¿Cómo te has dado cuenta?
—N… no lo sé.
¿Porque me paso el tiempo observando a la gente? ¿Porque me siento más cómoda observando que actuando? Sí, da escalofríos, pero es así.
—Escritora —sonrió T.J., mostrando sus profundos hoyuelos.
—No me extraña que se volviera loca —dijo Meg, recordando la cara de Lori cuando el vídeo terminó. Parecía asustada, casi presa del pánico. Y el modo en el que acusó a alguien de haber hecho aquel vídeo a propósito. Debía de ser una canción que ella estaba ensayando. Su reacción cobraba ahora sentido.
Volvió a concentrarse en la partitura. Había algo extraño en ello, en la música que Lori había escogido para su nota de despedida. No parecía una canción triste, ni una canción fruto de la depresión o el deseo, ni nada de eso. Parecía totalmente lo contrario. «Lloro maravillada» era más un llanto de felicidad y gozo. ¿Por qué la habría elegido? Meg sacudió la cabeza. Podría ser solo una coincidencia, el único trozo de papel que tuviera a mano. No obstante, según la interminable lista de películas y series de investigación que ocupaban toda la memoria de su disco duro, por lo general las notas de suicidio eran deliberadas. Así que ¿por qué habría elegido Lori aquella canción? ¿Cómo podía eso llevar al hecho de que su cuerpo estuviera colgando en el hueco de la escalera…?
Meg cerró los ojos con fuerza. Deseaba borrar de su memoria la imagen del rostro de Lori, pero no tuvo suerte.
—Tenemos que bajarla de ahí —dijo.
—Estaba pensando lo mismo. —T.J. subió hasta la mitad de la escalera y observó las vigas que sostenían el techo—. Llamaré a los chicos. Creo que entre todos podemos descolgarla.
—Bien.
T.J. esbozó una sonrisa forzada.
—Siento que la hayas encontrado tú, Meg.
Meg soltó una risa breve y lacónica:
—Mejor yo que Minnie.
—¿Siempre eres tan protectora con ella?
Meg se mordió el labio. Normalmente escondía su relación de dependencia con Minnie mejor de lo que lo había hecho en las últimas veinticuatro horas, y se avergonzaba de que T.J. fuera testigo de ello.
—Tengo que hacerlo.
T.J. bajó la escalera y se acercó a ella:
—¿Por qué? ¿Por qué tienes esa responsabilidad? ¿De verdad crees que ella haría lo mismo por ti?
Meg no pudo mirarle a los ojos. T.J. había dado en el clavo.
—Yo…
—Oh, Dios mío. ¡OH, DIOS MÍO! —exclamó Vivian desde la planta baja.
Sin pronunciar una sola palabra, T.J. y Meg corrieron escalera abajo y descubrieron a Vivian en la entrada, con los ojos clavados en la pared. Cualquier rastro de color había desaparecido de su cara. Señaló con un gesto la pared que tenía delante:
—Mirad.
Lentamente, Meg giró la cabeza en la dirección que señalaba Vivian. En la pared blanca, al lado del perchero, alguien había pintado una enorme barra roja que goteaba hacia el suelo.