EL PLANETA AMERICANO

Cuando a un americano se le pregunta qué plato considera más típico de su país no demuestra tener dudas: la hamburguesa. Más que un sabor, un cosmos gira en torno a esta porción de carne picada, trufada de grasas y condimentos que sirven tantos empleados como funcionarios del Estado central español y cuyos solares sumados componen la mayor propiedad inmobiliaria privada de todo el mundo.

La hamburguesa es un producto bondadoso e inocente como muchos otros que exporta Estados Unidos y como son, en sustancia, los ciudadanos americanos. Un producto sin grandes complicaciones; ni profundo, ni secreto. Más aún: la hamburguesa en principio no hace nada. Se deja comer. Les sienta mejor a unos que a otros, se ingiere y se olvida. Lo peculiar de ella, sin embargo, es que no se elimina del todo. Las comidas chinas, las pizzerías, se han extendido por todo el mundo y cada vez abundan más entre los menús que se sirven por teléfono o entre los envases que se introducen en el microondas. Los chop-suey, los espaguetis, se comen, se metabolizan y acaban. No dejan residuo cultural ni transportan a ningún paradigma de modernidad. La hamburguesa es algo más. Aparte de comportarse como alimento se comporta como documento.

Con la hamburguesa se llega no sólo a los intersticios de la carne sino al cuerpo de una cultura de referencia. Lo diferencial de McDonald’s es que exporta fragmentos reales del sueño americano con sus materiales orgánicos verdaderos. Ni siquiera el cine, que es siempre ficción, logra este efecto de verdad patente. Cualquier información sobre Estados Unidos o desde Estados Unidos es incomparablemente lejana frente al efecto de contar con una palmaria pieza americana, orgánica, alimenticia, caliente, oliendo como América, con camareras y camareros vestidos de americanos, con vasos y cubiertos de plástico integrados en la junk-food, con carteles en inglés sobre fondo amarillo que reproducen la visión que otros jóvenes en Estados Unidos contemplan simultáneamente en esas horas.

Más allá de un simple negocio, McDonald’s se ha desarrollado como un doble patriótico de Estados Unidos. Cada vez que la empresa se instala en un pueblo de Ucrania o de Portugal la ciudad deja de ser lo que fue hasta ese instante y la película con los colores norteamericanos empieza a rodarse sobre las aceras.

Los niños aman los chinos; comen y se van. Pero los niños aman las hamburguesas y se arremolinan en torno a su órbita como en un nuevo hogar portátil junto a padres divorciados, al genuino modo americano. Alrededor compran y escuchan discos americanos, aplauden películas americanas, coleccionan videojuegos y superhéroes norteamericanos, se calzan una gorra de visera, ponen los pies en la mesa, pueden acribillar a la concurrencia para hacer carne picada como en los telefilmes con gángsters y decoración de McDonald’s. Una hamburguesa americana actúa como signo de un sistema cultural y cada local opera como un centro de propaganda incomparablemente más eficaz que los institutos oficiales.

El ideal americano no busca conquistar el mundo en sentido duro, prefiere la dominación mediante la mimesis blanda de la hamburguesa. No busca avasallar con las armas, le basta ir estableciendo señas. Los chinos, los restaurantes latinoamericanos o japoneses son meros invitados en la amenidad de las ciudades europeas. Los McDonald’s son mucho más. Se quedarán para siempre y en un futuro habrá tantos McDonald’s fuera de Estados Unidos como dentro del país, tantos Burger King, tantos Kentucky Fried Chicken, tantos Hard Rock Café o tantos Planet Hollywood por el planeta que no habrá necesidad de preguntarse a quién pertenece el espacio. En Europa y en otras partes del mundo se asumen estas cosas como parte de la marcha histórica. Un McDonald’s se instaló en Madrid, en plena red de San Luis, en el local que durante un siglo fue la joyería de más empaque. Primero hubo una conmoción, poco después se fue olvidando. En otras partes ha venido a asentarse sobre la memoria de los cafés o los comercios de más solera; al principio se oyen voces de queja, luego los adolescentes se apilan bajo sus luces y el recuerdo se desvanece sin consecuencias. ¿Cómo negar a una empresa el derecho a adquirir un local o ubicarse donde le plazca? La empresa hace lo que le place en un mercado libre. Algunos sociólogos americanos han calificado a los McDonald’s como «el cénit de la mediocridad nacional», y la revista Fortune criticó hace unos años los arcos amarillos de sus restaurantes como «una polución visual de América». Frente a ello June Martino, un ejecutivo de la compañía, replicó que los McDonald’s «son una forma de combatir la monotonía de las autopistas y de humanizar el opresivo paisaje natural de América». Puede ser. El señor Kroc, máximo responsable del negocio, declaró hace unos años que, gracias a McDonald’s, «estamos enseñando a la gente cómo triunfar en los pequeños negocios». Porque su firma, añadió, encarna «la representación de los auténticos valores americanos».

Allá ellos. Pero no sólo ellos.

Aceptar que el «Modelo América» es el designio de nuestro futuro cultural equivale a suicidarse en las mismas simplezas de su presente. Cualquier americano con experiencia europea envidia la vida de los pueblos mediterráneos, la capacidad de conservar una vida social y ciudadana, la virtud de compatibilizar el ocio con el trabajo. Los americanos apenas se reúnen en un café, apenas comparten unas copas en un bar, llevan una pobre vida de vecindario que sólo mejora la pertenencia a algún club o los breves contactos en las sacristías de las parroquias y los parties cronometrados. Han ido poco a poco apagando el potencial disfrute de las relaciones familiares y la facilidad de los contactos amistosos. Su vida está ocupada por la necesidad de prosperar, ganar dinero, vencer al rival, pagar al terapeuta.

Los modos de vida americanos pueden ser buenos para los americanos —-que tampoco lo son ni mucho menos para todos ellos—, pero no han de serlo para los europeos o para el resto del mundo. Sin embargo, el mundo parece correr compulsivamente en busca de resultados con el modelo laboral y productivo de Estados Unidos. Bruselas ha maquillado las copias de allá bajo la utopía de una nueva Europa unida, pero pocos trasuntos más fieles a la orientación norteamericana de los últimos años que las directrices del primer Maastricht.

Si el comunismo ha mostrado su fracaso real, el capitalismo que se reinstaló con Reagan ha enseñado de sobra sus propósitos. América regresa ahora, en los noventa, ante un mercado planetario con una capacidad de influencia que recuerda —aunque doblada de eficacia— la fantasía de los años cincuenta. América se desacreditó con la crisis económica y vietnamita de los setenta, pero veinte años después vuelve con una determinación mayor. Ahora no se trata sólo del cine, la música, los vaqueros o la séptima flota, sino de una presencia cada vez más obsesiva en los modelos de información y decisión. Con una consecuencia cultural de primer grado: la extensión del concepto americano de la vida conlleva la perturbación de más de media humanidad y el empobrecimiento cultural de casi cualquier mundo. Para ellos, no hay en ese contagio dramatismo alguno; dan lo que tienen de sí en su espontánea visión de convertir el planeta en el planeta americano. De esa manera —pueden pensar— se habrá liberado la humanidad de su pretérito y, como Estados Unidos, renacerá ex novo. Para el espíritu americano todo el mundo es un mercado único predestinado a un pensamiento único, no importa si en la heterogeneidad de los parajes aparecen en unos gentes con aspecto de hindúes y en otros gentes con rostro de filipinos, suenan voces de almuecines o tradiciones milenarias. Su propio país es un área exenta y sin raíces afianzadas. No sienten que avasallan a nadie extendiendo sus dogmas mercantiles, sus malls, su religión laboral o sus hamburguesas, puesto que la velocidad de la transacción exige un suelo aplanado y continuo. Si las ciudades desaparecen, si la cultura diferencial se allana, si el sentido de la vida se adelgaza, es efecto de la velocidad del mismo desarrollo mercantil. Y el mercado es inocente: o más que inocente: el mercado es Dios; el único Dios.

El resto del mundo, sin embargo, ha gozado, sufrido y batallado con muchos dioses, ha distinguido el negocio de las fiestas, la fe en una buena vida no asociada necesariamente a la mayor ganancia económica.

La idílica Revolución norteamericana se encuentra a estas alturas tan humanamente fracasada como la de la URSS. El aura de las utopías inaugurales se ha apagado en América con las desigualdades sociales, las corrupciones políticas, los controles policiales de la intimidad, las operetas judiciales al estilo de O. J. Simpson, los más que tolerados abusos de las corporaciones, las discriminaciones sociales y raciales… En cuanto a la proclamada libertad de sus tierras, el dinero es soberano desde la elección de un presidente a la elección de un emigrante legal, y los derechos humanos por los que se dice combatir universalmente se subordinan a los dictámenes de un buen contrato sea con Pekín o con Santiago de Chile. Las decisiones sobre la promoción de la cultura, los programas educativos, la sanidad, la ayuda social se someten cada vez más a la ley contable y el país aparece netamente hoy como una agregación de corporaciones y propietarios guiados por las leyes del beneficio máximo. No hay grandeza ideológica que autorice a América para arrogarse el liderazgo de la Humanidad. Más bien su deriva actual desdeña la complejidad de la condición humana en provecho del estricto balance material.

Día tras día la diversidad del globo convertido en mercado global tiende a transformarse en un remedo de Estados Unidos. No importa si se trata de la civilización europea o la oriental, la americanización va deglutiendo los estilos de vida, los valores, los mitos, la manera de vestir o de cenar.

Se presenta Norteamérica como el anticipo del futuro del mundo. Un melting-pot ya en proceso de ser servido como el menú del porvenir. Pero ¿cuál es en realidad el valor de ese guiso si se compara con el que se ha venido cocinando en la historia de Europa? ¿Qué modelo de tolerancia puede ser América con pena de muerte, censura, persecuciones fanáticas, ante el conglomerado de los innumerables conflictos y narraciones que ha vivido y superado Europa?

Los americanos son una selecta especie de empresarios. Pero ¿es ésa la especie superior? ¿Es ése el anhelado modelo de la especie? Todos pueden ser vendedores en Estados Unidos, pero a la vez ellos mismos recelan de ellos mismos en cuanto vendedores porque el vendedor es un personaje que sólo tiene en cuenta las mercancías, no discierne sobre el valor moral, las circunstancias de las personas o el contenido de las cosas. Puede vender cosas útiles como inútiles, drogas o coches, su afán es cumplir la operación de intercambio. No atiende a conceptos morales sino a la rentabilidad de la transacción.

Los americanos son vendedores excelentes. Han alcanzado a vender su sistema hasta hacerlo creer la encarnación del futuro, pero, de hecho, Estados Unidos carece de proyecto humano para el porvenir.

Abatido el comunismo, concluida la época de las dictaduras, extendida la democracia por el mundo, nació un tiempo en el que no parecía existir una meta por la que pugnar. Pero ahora, en el avance totalizador americano, se dibuja una amenaza a la que Europa en primer lugar ha de encontrar el modo de oponerse. El deseo de contrarrestar esta orientación empieza ya a ser audible dentro y fuera de Estados Unidos. En apoyo de un modelo alternativo (en contra del absolutismo del mercado, el culto al dinero, el cultivo del miedo, el miedo al otro) se encuentran no sólo otras zonas y ciudadanos del mundo, sino millones de americanos infelices dentro de una máquina que podría hacerlos picadillo a la sombra de un McDonald’s y bajo la flameante bandera del mercado libre.