EL CIBERCAPITALISMO

En 1980, William Gibson, un joven norteamericano, acuñó el término ciberespacio. Era un escritor de ciencia ficción que hablaba de una desconocida realidad planetaria más allá de la pantalla. Una realidad de propiedades no claramente enumerables pero de incuestionable poder. No sabía mucho Gibson de los computers por experiencia propia. Escribía sus libros a máquina y todo aquello que contaba en torno a ellos no era tanto un nuevo equilibrio sino una extremosidad. Todo lo referente al ciberespacio era fantasía, pero también una fantasía concreta que anidaba la utopía de América en su interior.

El ciberespacio, decía John Perry Barlow, un escritor dé letras para música rock convertido después en brioso activista informático, es «ese lugar impalpable donde se está cuando se habla por teléfono». Un transterritorio que actualmente no sólo define el teléfono sino los millones de ordenadores personales conectados por módems a las empresas de servicios on-line, así como las decenas de millones más unidos a las redes locales, los sistemas de correo electrónico y todas las interconexiones múltiples a través de Internet. Incluiría además este espacio sin lindes, las comunicaciones sin cable mediante satélites y torres de comunicaciones que transportan informaciones desde teléfonos celulares. Y abarcará pronto a gran escala los tendidos de fibra óptica o autopistas de la información.

En Estados Unidos la recién proyectada infraestructura de información nacional (NII) comunicará teléfonos, sistemas de cable y redes de datos de alta velocidad (la Enciclopedia Británica podría servirse entera en el lapso de un segundo desde Londres a Hong-Kong). La nueva red, de una eficiencia incomparablemente superior a Internet, unirá a las grandes empresas entre sí y a ellas con los pequeños vendedores al por menor, con todos los bancos financieros y de información mundiales, con todos los emisores de imágenes y vídeos. En 1956 el primer cable telefónico trasatlántico podía transportar 50 comunicaciones a la vez. En 1988 pudieron ser 3.000. Actualmente las fibras ópticas permiten 85.000 simultáneamente y pueden llegar a los 10 millones a la vez antes del año 2000. Gracias a estas autopistas de la información el mundo, ya traspasado por el hormiguero de Internet, será tan pronto como a la vuelta del siglo huroneado por decenas de millones de computers multimedia capaces de conectar hogares y los hogares con bibliotecas, museos, centros de entretenimiento, compañías que sirven videojuegos, argumentos de realidad virtual, servicios de ventas y catálogos y, consecuentemente, ayudas psiquiátricas para ciberadictos. De hecho ya existen, fuera y dentro del ordenador, terapias para la gente que sufre desequilibrios procedentes de la realidad real, pero también psicólogos especialistas para tratar a «ciberalcohólicos», pegados durante horas a la pantalla doméstica.

El mismo televisor doméstico pronto formará parte de ese ciberespacio trasformado en un nuevo artefacto interactivo que han bautizado con el nombre de «teleputers», una copulación entre la televisión y el computer.

No es preciso enfatizar el promiscuo bazar que se expande más allá de la frontera electrónica, en el Net, el Web o la Datasfera, para presumir su importancia. El empeño en descubrir la vida en otros planetas como un paso histórico de la experiencia está sustituido por este reflejo de la humanidad en el espejo electrónico. Allí, en ese cosmos, se encuentran accionando ya decenas de millones de habitantes que van creciendo a razón de un 15% mensual, más de 160 naciones, cientos de miles de empresas, actividades y emociones que reproducen mímicamente las peripecias pasionales y el comercio de los hombres a la velocidad de la luz.

La sensación de lo material ha sido reemplazada por el reino de lo inmaterial; el átomo que se mide y sopesa es desplazado por el bit, que es energía en cueros. La mercancía, el dinero en metálico, la conversación con desplazamiento de materia ha sido ocupada por la sensación de ingravidez. Esto de aquí es lo real y aquello lo hiperreal. O la nueva tierra es una especie de platonismo invertido. Un nuevo mundo que para unos es el principio de una comunicación igualitaria, integradora, liberadora, pacifista o el colmo del punk, mientras para otros será la causa de una simplificación de relaciones interpersonales, de desigualdades y marginaciones que alterarán el sentido de la vida.

Entre ambas visiones, apocalípticos o entusiastas de esta revolución que decidirá de todos modos la convivencia en el siglo XXI, discurren una gama de pronósticos intermedios. No se trata ya de la revolución industrial que todavía se desarrollaba dentro de este mundo sino de la eclosión de un mundo paralelo que se ha precipitado antes de que se agotaran los relatos de la ciencia ficción. El futuro de hace unos años está aquí, fuera o en las tripas de Internet y las autopistas de la información. Muy a la vista, explosionando en la primera piedra de Internet de la que comenzó a hablarse con entusiasmo en Estados Unidos en 1992 y sobre la que ahora no cesa de hablarse en las comidas, en las oficinas, en los media, en los centros de enseñanza. En Estados Unidos, parece que sin Internet no pueda vivirse al día o se viva decididamente a espaldas de la actualidad. La palabra «ciber», según un estudio del Instituto Nexis, se utilizó en diarios, revistas y televisión norteamericanos 1.205 veces en enero de 1995. Un año antes se había mencionado 464 veces y en 1993 sólo 167 veces.

Actualmente, aparte de las innumerables empresas que anuncian sus productos en la World Wide Web, un área visual de Internet, hay más de mil periódicos y revistas proyectados en la pantalla. Pero además quien, en 1995, no poseía un e-mail o correo electrónico en Estados Unidos daba pie a lucubraciones. O se trataba de un retrógrado o no pertenecía a la clase social que socialmente cuenta. No sólo los millones de usuarios crecen aceleradamente en Estados Unidos, el resto del mundo registra la misma tendencia. España es de los países desarrollados con menos usuarios de Internet, pero su ascenso ha sido del 1.650% en un par de años. En Japón, en Nueva Zelanda, en varias partes de Europa el incremento ronda el 1.000% en el mismo periodo. Una corriente migratoria hacia el nuevo continente cibernético ha desbordado las previsiones de viaje hacia cualquier otra tierra prometida.

¿Qué ofrece Internet y las autopistas de la información para desear pertenecer a ellas? ¿Qué oportunidades, nuevas cualidades de vida y prestaciones se encuentran en este paisaje a estrenar? En primer lugar el espacio a estrenar mismo. El cambio de residencia o el simulacro de viaje hacia lo desconocido ceba estos impulsos de traslado pero también una seductora mitología surgida en torno a esa nueva y patinadora oscuridad.

Internet es una infraestructura de comunicación mundial creada en 1969, en plena guerra fría, por el Departamento de Defensa de Estados Unidos para conectar el Pentágono con las investigaciones militares en universidades y grandes corporaciones. Su fundación es por tanto «vieja» y castrense, pero, en 1986, la National Science Foundation estimuló el uso no militar agregando una nueva red enlazada con otros cinco superordenadores de Estados Unidos y permitió el acceso a los estudiantes a través de sus universidades.

La novedad radica ahora en que, desde 1993, el acceso a la red no exige siquiera pertenecer a una universidad o una empresa, sino que se halla potencialmente disponible para cualquier ciudadano. Los obstáculos normativos y algunos técnicos han sido reducidos gracias al nacimiento de otras redes privadas como Prodigy, American Online, Genie o CompuServe en Estados Unidos y centenares de otras más a lo ancho del mundo. Los suscriptores de esas sociedades reciben instrucciones complementarias a través de windows para bucear en Internet y recrearse en la experiencia internáutica.

En Internet no hay centro, ni jerarquía. Cada cual es teóricamente igual a cualquier otro habitante de esa comunidad que se organiza espontáneamente mediante grupos civiles reproduciendo el patrón originario americano. Con leyes simples o sólo con las normas de una etiqueta que pretende no molestar a los otros individuos o asociaciones. Actualmente existen más de 10.000 grupos de discusión que hablan de sus cosas, desde sexo a parapsicología, desde matemáticas o ciclismo a enfermedades incurables.

La Net es atractiva porque apenas está controlada. Pero lo es todavía más porque el no control favorece un anonimato democrático de doble nivel. En Internet no hay aspectos físicos, ni gordos, ni feos, ni minusválidos. Y en teoría no hay pobres o ricos, reyes o vasallos, negros, hispanos o blancos. Todo el mundo puede decir lo que quiera y ser como quiera, mintiendo o no. La verdad total se conmuta por la mentira parcial en un ámbito donde parece posible reinventarse personalmente.

Más allá de ese mundo se prepara una realidad virtual pero ya, ahora mismo, esta clase de realidad parece virtuosa. En Santa Mónica, en Los Ángeles, se ensaya desde hace años un sistema de democracia directa a través del uso de la pantalla, y arúspices del futuro, como Toffler o Naisbitt, ven en esos brotes la base manifiesta de una nueva manera de practicar la política. Los partidos políticos, sus enredos y sus posibles desmanes se disuelven ante decisiones sin intermediarios.

Media docena de elementos pueden verse apuntados por la telemática. Dos son capitales: uno es esta sensación democrática global; el otro, a nivel político, es la emergencia de una relativa autonomía individual o de grupalidad civil ante los poderes centrales. El uso de la comunicación a través del ordenador y todas sus aplicaciones particulares contribuye al individualismo y posterga la implicación en lo colectivo. Se tiene sensación de globalidad pero no de una colectividad organizada o trabada por instituciones. La superficie parece libre de alguaciles y libre de regulaciones como tanto aman los norteamericanos, y dentro de esa escena, donde cada vez ocupan más lugar las transacciones y las acometidas mercantiles, se acentúa una competencia empresarial sin frenos y un individualismo al estilo del jinete solitario.

El incremento del individualismo y el reforzamiento del domicilio privado se coaligan con el desarrollo de la telemática. La presencia de ordenadores personales hasta en un tercio de los hogares norteamericanos está cambiando las líneas de producción de las compañías y con ellas la provisión de oportunidades para abroquelarse en casa. De hecho, ni los pronósticos más optimistas sobre la expansión del PC han alcanzado la dimensión del fenómeno. En 1994 se adquirieron siete millones de nuevos ordenadores personales en Estados Unidos y las ventas rondaron los 11 millones en 1995, un gasto que igualaba al de la compra de televisores con unos 8.500 millones de dólares al año.

Lo más nuevo y más trascendente, sin embargo, es que por primera vez la mayoría de los ordenadores vendidos son ahora de la clase que permiten actuar con programas multimedia —vídeo, sonidos, gráficos— y conectar con el exterior por mediación telefónica. La fiebre por conectarse a Internet se compara con la pasión que despertó en Estados Unidos la televisión en los cincuenta y que ya se dibujaba como un factor de reconfiguración en las relaciones sociales y domésticas.

Siguiendo la tendencia actual, para el año 1997 una mitad de las familias norteamericanas estarán provistas al menos de un ordenador y ya existe el medio para que dentro de la casa se establezca una minirred entre los diferentes ordenadores, sea para uso comercial o recreativo.

Compañías como las mencionadas —On Line, Prodigy o CompuServe— que procuran accesos y servicios para navegar por la red están progresando a ritmos extraordinarios. El recuento de la publicación The Information & Interactive Services Report establecía que los suscriptores de American Online habían crecido en un 38% durante 1994 hasta alcanzar los 6,3 millones de usuarios. En total un 6% de los hogares se encontraban conectados en 1994 con Internet y se estima que llegarán a ser un 25% antes de finalizar el siglo. Desde la firma de condones Comdom Country hasta las grandes compañías de automóviles o las jugueterías han lanzado su catálogo de uso electrónico. A medida que los servicios aumentan se incrementa el número de usuarios y de softwares que permiten disfrutar de una utilización sencilla. No sólo periódicos o revistas, cadenas de televisión generalistas o de cable —desde ABC a Discovery Channel o The Learning Channel— han introducido a sus figuras o programas estelares en un servicio interactivo.

No es necesario salir de casa para trabajar, para educarse, para comprar, para entretenerse, para cortejar. Incluso no es preciso desplazarse muy lejos para ser intervenido por el mejor doctor puesto que ya las operaciones se realizan a través de la pantalla de continente a continente. La capacidad de traslado iguala a la velocidad de la luz mientras el cuerpo se acomoda en un sofá. Incluso ir a votar en una urna deja de ser una necesidad irrenunciable. La relación con los demás se adelgaza con esta nueva idea de la residencia. Y la familia, o lo que sea hoy, recupera su centro de este extraño modo.

El retorno al hogar pregonado como una tendencia de los años noventa no es el retorno a la vida familiar con sus trinos dorados, pero se relaciona con las características de un nido. Nido de ametralladoras en países como Estados Unidos y otros donde los habitantes se cierran bien armados tras las cancelas, y nidos electrónicos relacionados a través de la foresta virtual.

Más de cuarenta millones de norteamericanos trabajan actualmente en sus viviendas y el número crece a razón de un 12% anual. Grandes empresas como AT&T celebran anualmente el «día del trabajo en casa» con proclamas que invitan a no gastar una gota de gasolina más.

El 20 de septiembre de 1994, la compañía de telecomunicaciones AT&T pidió a sus empleados que trabajaran en su hogar valiéndose del fax, del teléfono o del ordenador conectado al módem. La respuesta de sus 123.000 trabajadores alcanzó al 19%. Unos 23.000 de todos ellos, ejecutivos en su mayoría, cumplieron sus funciones desde su residencia y casi dos terceras partes declararon al día siguiente que habían sido más felices y productivos.

La multinacional pretendió demostrar con esta prueba que gracias a las nuevas tecnologías es posible incrementar los rendimientos y reducir, a la vez, el estrés de sus trabajadores. Pero también aliviar la densidad del tráfico, disminuir la contaminación y ahorrar alrededor de ocho litros de gasolina por persona junto a más de una hora de desplazamientos. Implícitamente se autodemostraba, en cuanto empresa dedicada a vender servicios y artefactos de la comunicación, que podía incrementar sustanciosamente sus ingresos.

De los 40 millones de norteamericanos que actualmente trabajan en casa, las pequeñas empresas son las que tienen, en algunos casos, hasta un 77% de sus empleados trabajando fuera, pero las grandes firmas como AT&T, IBM o American Express se están interesando ampliamente por reducir los empleados de cuerpo presente. Han descubierto en definitiva que pueden achicar hasta un 25% de espacio de oficinas permitiendo a los vendedores y agentes, entre otros, trabajar desde sus hogares. De esta manera, además, la firma se embolsa los beneficios del teléfono y los demás telemedios en rápido desarrollo. Según la compañía de investigación y consulting Link Resources, a principios de 1996 eran 9,2 millones de empleados norteamericanos los que trabajan desde el hogar, mientras dos años antes la cifra era de 7,6 millones.

En vista de que cada vez más gente usa el hogar como centro laboral, los arrendadores de Estados Unidos han empezado a revisar el monto y las condiciones de los alquileres, según los supuestos. Millones de empresas hogareñas, muchas de ellas regidas por mujeres, tienen su domicilio social y electrónico en el lugar donde se hace el amor, se cambian los pañales o se pone la lavadora.

En el 2000 no hay que salir virtualmente de casa. O no hay trabajo efectivo en las afueras o las afueras se han unido al útero doméstico a través de la fibra óptica. No hay que desplazarse de casa para cruzar el tráfico y hallar un aparcamiento junto al empleo, pero tampoco hace falta hacer cola en un museo si uno se conforma con los viajes al Metropolitan o a la Tate Gallery a través del computer. La educación especializada, los cursos de reciclaje, el disfrute de amigos con los mismos hobbies, no requieren transporte ni reunirse cara a cara. Los multimedia procuran todas estas asistencias y más. Incluso el tiempo que está haciendo al despertar se consulta antes en la ventana catódica que por la ventana del cuarto de baño. ¿Todo en casa? ¿Todo en el mundo de la decoración interior?

En los salones tecnológicos del siglo XX ha venido presentándose el año 2000 como el enclave del porvenir. Nunca antes en esta centuria se había tenido la oportunidad de vivir en pleno futuro pero, por fin, en unos momentos la vida pertenecerá, a esa quimera. La casa incluida.

Primero la casa lo fue todo y para toda la vida; después perdió cimientos y decayó como santuario. Ahora puede ser cualquier cosa: una morada, una oficina, un teatro multimedia, una escuela, un centro parroquial, una fonda o un andén. Vuelve el sentido de la casa redoblado de practicidad. No es el amor llamado tradicional el que regresa, pese a los movimientos americanos que glorifican la familia de los años cincuenta, sino una vinculación laxa y diversa bajo el mismo techo. Unas veces el grupo está formado por padres e hijos, otras por una pareja casada o no, un trío de amigos, abuelos con o sin parentesco, homosexuales, hermanos, una persona sola. La familia es un catálogo de afecciones psicológicas que desmiente la tipología doméstica de la superada revolución industrial.

En definitiva, la casa no puede seguir siendo lo que era. Puede ser el centro de un mayor número de actividades y despide menos aroma de hogar. Para el mundo occidental, arquitectos y diseñadores están proyectando un modelo de distribución que alterará la concepción de la vivienda. Una muestra de ello se pudo visitar en el otoño de 1993 en la exposición del hogar celebrada en el Moscone Center de San Francisco. La idea que resume la nueva filosofía coincide con la decadencia de las zonas comunitarias. El comedor y el salón se disuelven en otros espacios privados y específicos. La televisión dispone en el modelo de San Francisco de una estancia preparada como un pequeño teatro. Una gran pantalla ocupa el fondo de un ambiente acondicionado confortablemente donde puede escucharse entre paredes enguatadas un sonido de alta fidelidad. El cine pasa de la sala exterior y compartida con extraños al interior del espacio doméstico, con un ambiente ocupado en exclusiva. Los teatros de que disfrutaban los caudillos y la nobleza para escuchar música o asistir a representaciones se reciclan en la electrónica hogareña mediante la media room. Las películas no se estrenarán al fin en unos países antes que en otros, en unos cines del centro antes que en las barriadas. Se proyectarán simultáneamente en todo el mundo a través de satélite y las premières llegarán instantáneamente a una habitación del hogar.

O de otra manera, el ocio que durante tiempo se asoció al exterior cada vez se empotra más. No sólo se trata de la televisión. El pequeño gimnasio adosado, la bañera de jacuzzi, las metáforas del mar o del bosque se asocian materialmente a la creación del baño convertido en el epicentro de la relajación. En California además, al modelo de baño se añadía un modelo de solárium donde se instalaba la llamada sunday room o habitación de domingo inspirada en el deseo de sosiego y soledad para el día feriado.

Para descansar, navegando en el monitor o haciendo zapping, pero también para trabajar existe una habitación cuyo centro lo ocupa ya otra pantalla. Esta vez la del ordenador. Un nuevo cuarto del hogar que importa del exterior una parcela del mundo laboral o pequeña oficina incorporada que exime, cada vez en más supuestos, de acudir a otro lugar de trabajo. Se cocina y se come en la cocina, sin invitados o con ellos, mientras la sala destinada al comedor pasa a ser una energía sin destino. Ya los anglosajones llamaban a esta pieza dining room en señal de que no les servía más que para la cena. Ahora ni siquiera para cenar. Cada cual en la familia se sirve la cena a su hora y a su antojo. Los platos congelados y el microondas han procurado un dispositivo de elecciones individuales con más incidencia en la comunicación familiar que el televisor de tiempos pasados. La cocina es una sala de máquinas y un autoservicio abierto a cualquier hora. Nadie la rige para imponer las horas del menú porque tampoco hay menú. La comida la decide el microondas.

El modelo de vida y relaciones que se anuncia con la informática, las autopistas de la telecomunicación y el desarrollo de la telemática se aviene como un diseño a la medida de la cotidianidad norteamericana. Lo que se anuncia y ya está aquí tiene menos de un neutro fenómeno universal que de una universalización del modo de vida norteamericano. La preeminencia del hogar sobre la calle, de lo privado sobre lo público, la hegemonía del individualismo utilitario y la comunicación distante es genuinamente americana.

En el sueño del ciberespacio se encuentra la sustancia primitiva de la utopía que fundó Estados Unidos. Incluso en la masa de inmigrantes que afluyen diariamente como cibernautas hacia ese nuevo continente se reproduce la corriente de los peregrinos que abordaban las costas de Nueva Inglaterra hace casi cuatro siglos. Esa tierra a la que se arriba es un territorio de nuevas oportunidades y fronteras como lo fue y es América. En ese nuevo territorio, se dice, podrá edificarse una nueva colectividad democrática, libre, tolerante, igualitaria, en la que el individuo y la descentralización del poder sería la categoría por encima de todas las cosas.

El ciberespacio evoca los caracteres de esa Arcadia política pero enseguida la dialéctica de su propio establecimiento tiende a reproducir el proceso del modelo norteamericano y sus conflictos. Todos pueden decir lo que se les antoje, de acuerdo con la ley. Pero, a la vez, no todos pueden hablar o pueden hacerlo con la misma potencia. Si la historia de la sociedad norteamericana ha promovido más la desigualdad que la igualdad, el ciberespacio camina hacia una configuración semejante. Esta época antisocial, conservadora o de revolución de las elites se corresponde con un nuevo apartheid para aquellos que tienen escaso acceso al mundo informático o no lo tienen en absoluto.

La participación democrática, la retribución laboral, el éxito social se encuentran hoy directamente asociados al manejo de los ordenadores. La comunicación importante, la información privilegiada, la oportunidad de la transacción o el intercambio, las ocasiones de prosperar, se asocian al uso de los computers y así será más y más en los años que vienen. Muchos disponen de ordenador, pero muchos otros no saben siquiera de qué se habla cuando oyen mencionar la palabra ciberespacio. Para empezar, hay 7 millones de norteamericanos que no tienen teléfono. El abaratamiento de los aparatos, el desarrollo del mercado de segunda mano, ciertas facilidades institucionales en escuelas y centros públicos pueden contribuir a acrecentar el 32% de los hogares que actualmente poseen un ordenador, pero nunca llegarán a redimir las carencias de otros muchos millones. La telemática se convierte, junto a sus clarines de progreso, en una nueva ocasión de segregación social. Un cálculo realizado por la redacción de la revista Wired en mayo de 1994 establecía que el modelo de usuario actual es un hombre en torno a los 33 años y unos ingresos de unos 12 millones de pesetas anuales. Puede que el modelo tienda a ser menos selectivo en el futuro, pero ya una nueva elite del planeta, tal como ha descrito Christopher Lash en su obra póstuma The Revolte of the Elites, se ha establecido con redoblada fuerza.

El rechazo de los emigrantes en territorios como Estados Unidos, el abandono de los pobres a su destino, la extensión en general de los principios darwinianos en los presupuestos legislativos encuentran un correlato en las barreras del cibermundo. Miles de millones de habitantes quedarán inexorablemente fuera de ese cosmos productivo que comenzó como productor de libertades.

Supuesto mundo libre porque si el Estado no está muy presente todavía en Internet o en las autopistas de la información lo estará sin duda cada vez más. Los controles sobre Internet ya han aparecido buscando legitimarse contra la pornografía o el crimen que circula en su interior y su celebrada anarquía pronto dejará de ser tal.

Contra las trasgresiones morales o económicas posibles la Administración democrática de Clinton proyectó la instalación del Clipper Chip en cada computer, un dispositivo que identifica al emisor de mensajes dentro de la red y lo mantiene continuamente al alcance de los servicios de inteligencia. El ciberespacio como el espacio a secas será cada vez más controlado por el poder, y la intimidad, como sucede en Estados Unidos, dejará de pertenecer a los individuos. De hecho, no hay una sociedad más controlada mediante vídeos, grabaciones sonoras, fichas electrónicas que la sociedad norteamericana. Documentos en poder de la Administración, los comisarios, los detectives privados, las mafias, los chantajistas de oficio.

Por su parte, las grandes corporaciones imponen ya sus fuerzas y la competencia desigual es la ley en un ciberuniverso que reproduce las vilezas del mercado callejero. Las grandes empresas de telecomunicación que se han hecho cargo o dominarán las autopistas no proyectan establecer sus redes indiscriminadamente. No las instalan en las zonas atrasadas, en las áreas rurales o en los barrios bajos de las urbes. Aun teniendo un aparato en una zona subdesarrollada no habrá posibilidad de conexión para él. El mercado lo decide sin paliativos y en beneficio de los que son económicamente relevantes.

Individualismo, primacía de lo privado sobre lo público, superioridad del mercado sobre cualquier otra consideración son elementos de la ecoesfera norteamericana que en el ciberespacio imponen también con toda intensidad sus dogmas. Suenan a himnos inocentes muy americanos las nuevas oportunidades que se atribuyen a los medios electrónicos, pero los bendecidos pasarán al cielo ciberespacial mientras hay un infierno de escombros para los otros.

Lo que se está formando en el futuro social, en suma, no es un nuevo ámbito neutral o liberador sino un espacio americano, prolongación de un capitalismo sin contrapeso.

El ciberespacio permite la comunicación con alejados individuos del planeta, pero no para acercarlos sino para ir utilizándolos fragmentariamente. La complejidad del ser humano se disgrega en un contacto instrumental que rehúye la franquía del cara a cara. Un 30% de los norteamericanos viven solos y su número no deja de crecer. Un 80% de los que usan el Internet van buscando contactos humanos que tratan de suplir el riesgo de la presencia total. El Net cumple en Estados Unidos el simulacro del encuentro persona a persona en una sociedad donde rozarse en un supermercado o acariciar por la calle al niño de otro puede dar motivos respectivamente para disculparse o para ser sospechoso de desorden sexual.

El nuevo mundo del ciberespacio está hecho a la medida de esa relación dosificada y superficial. Los americanos resisten poco la intensidad de una convivencia y se divorcian o se mudan de residencia con facilidad. Paralelamente, los americanos rechazan la profundidad de un pensamiento, el juego del dilema intelectual, la complejidad de una cultura antigua.

El pensamiento americano es simple, pragmático, busca los resultados bien visibles. Precisamente, esa clase de comunicación y de informaciones que en la red se reproducen con iconos, de manera sintética, práctica y veloz, desnuda de peroraciones.

Hay elementos diversos en la dialéctica de los nuevos medios y en sus efectos, pero la inspiración del modelo norteamericano proverbial se proyecta con nitidez sobre la configuración de la ciber-red planetaria. No es una casualidad que el 90% de la información que circula en Internet sea en inglés, y que el software de manejo, con Microsoft o Mosaic, hayan sido creados por mentalidades y autores norteamericanos.

Hasta ahora Estados Unidos había colonizado el mundo con encantaciones musicales, con circunstanciales ocupaciones militares, por oleadas cinematográficas, por inversiones monetarias, por su astucia mercantil. Lo que se desarrolla en la actualidad no es la filtración del modelo americano poco a poco, forma a forma, sino la implantación de una totalidad con sustancia cerebral incluida. América fue el continente para una experiencia de organización social nueva en un territorio nuevo. El ciberespacio, con su talante individualista, competitivo, grupal, pragmático, liberal, mercantil, es la CiberAmérica. ¿Bueno, malo, regular, indiferente? Cada uno, según sus gustos, juzgará lo que viene a ser la definitiva conversión del planeta a la biblia norteamericana.

Nunca Estados Unidos podría haber soñado con una evangelización más amplia, acelerada y absoluta. De haber conquistado alguna galaxia los americanos habrían impuesto sus categorías. La galaxia Gutenberg no estuvo en sus manos. Pero la audiovisual en la era de la telemática es patrimonio suyo y el ciberespacio, ficción hace unos años, será pronto la realidad de una CiberAmérica.