En las ciudades norteamericanas cuesta mucho encontrar un café donde sentarse. No se diga ya de una cafetería americana. Por toda España hay cafeterías que se llaman Nebraska, Nevada, California, Kentucky o Rio Grande, pero la cafetería no existe en Estados Unidos. Hay cafés en Nueva York, San Francisco o Chicago con capuccinos y expresos pero no es fácil encontrar estos locales europeizados, con aire italiano o francés, en las representativas ciudades de América. Los cafés o los cafés con leche se toman en los McDonald’s o en los Wendy’s y no existe un entorno para consumirlo despaciosamente. En general ni se come ni se bebe perdiendo el tiempo. Durante el día la gente está ocupada en la oficina y en sus trabajos. Almuerza sumariamente de pie o apoyada en un saliente de la fachada, a la puerta de un deli, en la acera de un Wawa donde ha comprado un hoagie, en un Boston Chicken donde desde el momento del servicio hasta el instante de volcar la bandeja en el basurero no trascurren más de veinte minutos. Se almuerza lo poco y malo que se almuerza sin ceremonia ni sobremesas.
Después del trabajo tampoco es mucha la oportunidad para compartir una charla en un pub. Unos salen raudos hacia las estaciones de cercanías, otros hacia el coche que les conducirá por las redes de autopistas hasta el driveway de una vivienda unifamiliar emplazada en la periferia. El trato con los demás se limita al horario de trabajo y apenas se presenta otra ocasión en los días de la semana. No hay tiempo o espacios favorables para ello, pero tampoco disponibilidad psicológica ni hábitos establecidos para compartir el ocio escaso. No se piense en Nueva York, donde hay ambientes para todos los deseos, desde restaurantes donde los camareros sirven cantando ópera hasta cafés donde se puede comprar todo, incluido el mobiliario, los manteles o las cucharillas. Nueva York o San Francisco son ciudades excepcionales y poco indicadoras de la clase de vida que desarrolla la inmensa mayoría de los habitantes. Los norteamericanos apenas cuentan con más entretenimiento diario que el que obtienen de la radio del coche y de la televisión en casa.
El hogar es muy importante y no tanto porque haya mucha vida familiar sino porque hay escasa vida exterior y el interior es el recinto del disfrute, y cada vez más del trabajo, ya sea secundario o prevalente. Las relaciones vecinales frecuentes, el cultivo de amistades fuera del week-end está prácticamente excluido de la vida de un americano medio que habite en un lugar convencional y lleve un tipo de vida estándar. Los americanos gastan poco en restaurantes, en las cafeterías que no existen, en ropa para presentarse en sociedad o en consumos de calle, pero invierten lo que pueden en la conservación y mejora de la vivienda.
La diferencia entre la ciudad europea y la ciudad norteamericana, entre la multivivienda europea y la unifamiliar norteamericana, marca la dinámica relacional y el sentido de la cotidianidad. Los europeos tienen clara la referencia a un centro. En Europa hay una capital hegemónica y con ella un centro prominente en el corazón de su mapa. En cualquier ciudad europea hay una plaza y un ayuntamiento con escudo, una iglesia y un mercado central, una avenida o una calle mayor donde se celebran los desfiles, pasan las manifestaciones y se agrupan los comercios. Para los americanos su realidad urbanística desde hace años es cada vez más una extensión sin jerarquías, un territorio abierto que conserva el talante de una tierra para saborear solitariamente.
Cuando se vuela sobre Estados Unidos se obtiene la visión de ese mundo vecinal en forma de archipiélago. Las viviendas se despliegan sobre un plano que podría no acabar nunca ni referirse a ningún eje que no sean los contornos de las highways. Viven sobre una América difusa y exterior sin otras referencias que los luminosos de sus marcas a lo largo de las vías donde se alinean los vendedores de automóviles, los moteles o los establecimientos de fast-food.
No siempre las ciudades norteamericanas fueron así o lo fueron en el grado decisivo con que se presentan actualmente. Al margen de los poblados al estilo del Far West, los conjuntos urbanos del Este reproducían los ejemplos de la era victoriana, y Boston, Filadelfia, Nueva York conservan las edificaciones de ladrillo alistadas en calles empedradas con la herencia de los estilos georgianos o federales. Ahora esos barrios, cuando se conservan bien, han reducido su amplitud y se concretan en bastiones salvaguardados del pretérito. Lugares curiosos a visitar, como reminiscencias de época, provistos de servicios especiales de vigilancia para proteger a sus acomodados vecinos de la población marginal que se aproxima gradualmente a sus contornos. En torno a la Ritterhouse Place o la Pine Street de Filadelfia se ven carteles con un ojo y el letrero de Watch Town Comunity en señal de que los vecinos han acordado entre sí denunciar a los delincuentes que merodean.
La actual ciudad americana —a despecho de las voces de quienes defienden la cultura de la urbe y vindican su revitalización— no se encuentra ya ahí, en esos disminuidos reductos, sino en la disipación sobre miles de millas cuadradas a lo ancho del extrarradio. El territorio metropolitano es principalmente «suburbano»: zonas residenciales, amplias congregaciones de viviendas envueltas en mares de asfalto, vegetación y césped. Esta formación extensiva que ha recibido el nombre de edge city o también de superburbias, disrubs, suburban dowtowns, urban villages, urban cores o pepperoni-pizza cities, es la consecuente marea de una dilatación que continúa su avance en todas direcciones. A la altura de 1995, la ciudad de Phoenix, en Arizona, una de las que más se mueven en estos años, está creciendo hasta invadir el desierto de Sonora a razón de un acre (40,47 áreas) a la hora. Fotografías aéreas tomadas en marzo de 1995 en esa zona mostraban un incremento de 5.000 casas sobre enero de ese mismo año.
Phoenix es una capital que ha prosperado mucho económicamente y esto explicaría su ampliación; pero el factor económico no es siempre el determinante ciudad a ciudad ni lo es en el conjunto nacional. La mayoría de los suburbs se agrandan sin directa correspondencia con el crecimiento de la renta ni con el aumento de la población. En las dos últimas décadas el número de habitantes de California ha aumentado en un 40%, pero el área que ocupan ahora es más del doble que entonces. O más aún: el área metropolitana de Cleveland, por ejemplo, se ha expandido en un 30% desde 1970 a 1990 incluso cuando su población ha decrecido. Los suburbios de Nueva York se han extendido tanto que desde hace tiempo han cruzado el estado de New Jersey y pisan ahora el este del estado de Pensilvania, de manera que hay neoyorquinos residiendo a más de 150 kilómetros de Times Square. En conjunto, casi un 95% de los neoyorquinos no viven desde luego en Manhattan y el gran Nueva York es una urbe de 35 millones de habitantes. La tierra se ocupa a grandes zancos con residencias unifamiliares rebozadas de parcelas. La clase media y alta que posee recursos para desplazarse, se separa de la agrupación y escoge un entorno despejado más favorable para el sosiego y la elusión de la delincuencia.
Ni siquiera en los centros de las ciudades emergentes de Estados Unidos los edificios de oficinas se apegan unos a otros sino que se distancian entre sí con intervalos de aparcamientos y jardines. Atlanta, Huston, Phoenix pueden ser algunos de estos casos paradigmáticos pero así van creciendo otras muchas ciudades que pueden elegir sus configuraciones al compás de su desarrollo. El modelo de Manhattan o el del loop de Chicago, con acumulación de edificios paredaños, se considera un testimonio que ya no se repite en las ciudades de crecimiento moderno donde el centro virtual de altas edificaciones se desmadeja en torres distanciadas desde las que se alejan en fuga las desperdigadas residencias unifamiliares. La edge city, o como quiera llamarse a esta constelación, boga sobre una superficie de arboledas, pequeños lagos, marismas y cemento o, incluso, como en el caso del sudoeste, abriéndose paso entre cactus y pedregales.
La edge city es un fenómeno gestado en los años cincuenta, impulsado por la huida de los blancos ante la inmigración de negros o hispanos, la ayuda pública a la vivienda y la construcción de unos 65.000 kilómetros de autopistas en provecho del coche.
En una primera fase los americanos con recursos abandonaron la ciudad buscando una vida más plácida en las afueras, pero todavía en esos años se conservaban los centros para hacer compras y disfrutar del ocio. A mitad de los noventa, sin embargo, es ya difícil comprarse un mueble o un coche en el corazón urbano y sólo los fast-foods, las tiendas de ropa agrupadas en centros comerciales, los teatros y los museos permanecen en las zonas tradicionales. Los nuevos lugares de ocio, los cines o los night clubs, las boleras o los comercios boyantes se sitúan en los malls a millas de distancia de la antigua calle mayor.
Como emblema de esta tendencia, los almacenes Sears abandonaron su emplazamiento en el centro de Chicago a mitad de los años ochenta y abrieron sus nuevos departamentos a millas de distancia. Su gran torre, el edificio más alto del mundo hasta hace poco, está vacío de comercio y todavía en 1995 tropezaba con dificultades para alquilar sus espacios para oficinas que, a su vez, están trasladándose al extrarradio.
En los ochenta algunas empresas como AT&T seguían levantando edificios heráldicos en el centro de las ciudades principales, pero AT&T ha vendido el rascacielos de granito rosado que diseñó Philip Johnson en la Madison Avenue de Nueva York, el primer rascacielos posmodernista, y ha instalado buena parte de sus divisiones en las afueras. Las comunicaciones modernas se lo permiten y los menores costes se lo aconsejan. En las afueras se gana seguridad frente a ladrones y terroristas, no hay problemas para aparcar, no hay dificultades para comunicarse gracias a la electrónica. Los cuarteles generales se presentan en el alveolo World Wide Web de Internet, donde converge el comercio de las empresas y sus imágenes de marca. Ya no se considera necesario magnificarse a través de las imponentes construcciones en la downtown porque el centro ha perdido valor funcional y con ello los rascacielos empresariales que se alzaban como monumentos. Si esto sucede en Manhattan y a una empresa como AT&T, con más razón la corriente arrastra a otras firmas. En el gran Nueva York más de las dos terceras parte de las oficinas se encuentran en la edge city derramada hacia el otro lado del río Hudson y, en el conjunto nacional, existen actualmente más oficinas en el extrarradio que en su perímetro urbano. Paralelamente, el 80% de los nuevos empleos para white-collars creados en los últimos veinte años están localizados en las afueras.
Uno de los varios motivos que las empresas y los particulares arguyen para ir radicándose de esta manera se relaciona repetidamente con la economía y la seguridad. Para las familias además cuenta el disfrute de un entorno menos contaminado y más silencioso, la oferta de escuelas menos cargadas de negros o hispanos y mejor dotadas de instalaciones. Pero también otros impulsos profundos, aunados al modo de ser nacional, contribuyen a explicar la adhesión a esta forma de asentamiento.
Frank Lloyd Wright, el mayor arquitecto norteamericano de todos los tiempos, vislumbraba el tipo de ciudad extensiva como el más leal a los principios fundacionales de la patria. En la tesis de Wright los conceptos de individualismo, libertad y democracia se lograrían plásticamente con esta manera de ocupar el espacio. Tanto el individualismo positivo como el ideal igualitario de este orden urbano mejoraría el canon de la ciudad europea donde la plaza mayor con sus sedes de poder —la iglesia, el ayuntamiento, la comisaría— enfatiza la organización jerárquica.
Los americanos, aseguraba Wright, prefieren una morfología donde no se dibuje la centralidad y donde en cambio se realce un plano democrático inserto en la naturaleza. «Hay que tratar de vivir en la profundidad de la naturaleza —decía—. Ser como los árboles lo son respecto a su madera, como la hierba lo es respecto al suelo de los valles. Sólo entonces el espíritu democrático del hombre, del individuo, puede crecer fuera de la perturbación y crear una civilización vinculada a la tierra.» Este mismo pensamiento, rastreable en los discursos de Jefferson o de Walt Whitman, puede reencontrarse en muchos de los escritores contemporáneos. En la visión de Wright, un acre de tierra por persona sería la base mínima para cumplir el deseo de independencia y libertad individuales. Si esta dispersión presentaba un cierto riesgo de aislamiento personal, el futuro se encargaría —según Wright— de resolverlo con el desarrollo de las comunicaciones. En su prospectiva la ciudad va allá donde el individuo va y las desbandadas hacia la naturaleza acabarían reportando beneficios sustanciosos. Al contrario de lo que produciría una urbe separada del paisaje natural y apartada así de las mejores guías para la buena relación entre las gentes.
Los americanos siempre han desconfiado de la urbe. En sus ciudades se guarecen las mafias, se acomodan las modas extranjeras, se desbaratan los valores tradicionales, se dañan las costumbres honradas. América es religiosamente rural y los americanos son colonos, aun vestidos de ejecutivos y manejando artefactos de high-tech. La máquina, por compleja que sea, no se opone en Estados Unidos a la naturaleza, ni el progreso deniega la cultura del campo. Existe un famoso libro de Leo Marx, La máquina en el jardín, donde se da cuenta de esta coalición que desde el inicio de la nación ha marcado el alma americana y que no ha disuelto el tiempo. El avance económico, unido al maquinismo y su desarrollo, no ha suplantado la veneración por las formas naturales de vida sino que los dos elementos cohabitan bien avenidos en el remedo de casas campestres que hoy son las viviendas de los suburbs.
El distanciamiento del mal urbano, la búsqueda de aire limpio y espacios para que jueguen los niños, el amor al horizonte, fueron los refuerzos eficaces que empujaron masivamente a los americanos hacia el extrarradio en los años cincuenta. El Edén igualitario que describía Sir Walter Raleigh en 1584 tendría que ver con este disfrute del suelo. La realidad final no es, sin embargo, tan gratificadora. Efectivamente, los niños tienen donde jugar pero no tienen con quien jugar. Hay ámbitos inmensos para desahogar la vista pero ni hay parques públicos ni aceras por donde encontrarse con otro. Hay terreno abundante para pasear o montar en bicicleta pero una mayoría pedalea o corre en la bicicleta estática o en la cinta de los gimnasios. Wright creía que la consolidación productiva de estas ciudades desarrollaría la convivencia, pero el resultado hasta ahora es que la interconexión escasea. Cada cual vive encerrado en su hábitat y sólo las luces tras las ventanas o los fulgores de la televisión 54 horas a la semana enseñan la vida del prójimo.
La parcela privada se opone al parque comunal y el jardín particular no es igual a la naturaleza. Más que una idílica estampa de concordia colectiva, las edge cities reproducen un censo cuarteado donde cada familia aparece desguazada de las otras. Apenas hay zonas comunitarias, ninguna plaza para las fiestas o un lugar donde celebrar un pasacalle, no hay avenidas por donde pasear o bancos donde sentarse las madres, los amantes o los ancianos. Las fiestas son parties privados, breves actos de las parroquias o reuniones de los colegios con sus tiempos acotados. Los jóvenes deben desplazarse decenas de millas con el coche para encontrar amigos mientras los niños, los disminuidos físicos y los mayores padecen las consecuencias del aislamiento.
Los más optimistas de los observadores esperan, como Wright, que esta clase de ciudad acabe superando sus deficiencias, pero no pocos departamentos de estudios urbanos publican artículos y airean proyectos dirigidos a promover el regreso a la vieja ciudad. Una inquietud que no solamente se advierte ya en los seminarios: en mayo de 1995 Newsweek dedicó su portada al problema de la suburban city con una lista de quince reformas inspiradas en el valor de la urbe de hace cien años. «Bye-Bye American Dream» era el título de la cover que publicó la revista refiriéndose a los costes sociales y psicológicos que está acarreando este modo de vida y que Joel Garreau (Edge City: Life on the New Frontier, 1987) definía como «el intento más poderoso que los americanos han realizado para desarrollarse como americanos. Y en el que siguen insistiendo».
Con seguridad, el alma actual americana no reside en las urbes compactas sino en las desahogadas periferias donde vive más de la mitad de la población. A mediados de los años noventa apenas hay un 2% de la población trabajando en el campo, pero pese a ello el 70% de los norteamericanos habitan un entorno agrario o seudoagrario, una mitad de ellos ocupando casas de los suburbs y otro 20% residiendo en áreas rurales.
Una lista de una docena de capitales como Búfalo, Chicago, Filadelfia o Detroit se consideran víctimas de un deterioro irreversible contando con que los ingresos municipales a partir de las pocas familias acomodadas que las ocupan son insuficientes para contener su degradación. Los blancos o no blancos que pueden mudarse abandonan esos centros que van ocupando los negros, hispanos y otros grupos marginales. El fenómeno demográfico de mayor importancia en los noventa se está produciendo precisamente con la fuga de profesionales desde las zonas costeras con mayor inmigración de minorías étnicas hacia los ocho estados del oeste de las montañas Rocosas: Colorado, Wyoming, Utah, Idaho, Montana, Nevada, Arizona y Nuevo México, algunas de cuyas áreas no habían cambiado su aspecto en los últimos doscientos años.
Los blancos llegan desde California, Texas, Illinois, Nueva York, New Jersey y Massachusetts que se han adensado de hispanos, asiáticos o negros. Mientras la población agrícola decrece, la población en áreas rurales creció en cerca de un millón de personas desde abril de 1990 hasta julio de 1992. La posibilidad de trabajar alejados de las oficinas mediante la telecomunicación, el aumento de empleos autónomos, la huida de los inconvenientes urbanos son factores que se potencian para explicar el auge de algunas zonas rurales. El campo está en el centro de la utopía norteamericana y retorna siempre.
El americano medio odia Nueva York y todo lo que se le parece como representación del extranjerismo y la degeneración. Los americanos han sido malos gestores de la gran ciudad que no desean pero son extraordinarios habitantes agropecuarios y campesinos afectuosos. Gente de pueblo con sus oficios religiosos, sus aperos, su habilidad manual, su rifle y su camioneta. A los minifundios españoles se puede acaso ir andando, pero las propiedades agrícolas americanas se midieron pronto por decenas de hectáreas. De ahí la importancia del coche y significativamente la reciente explosión de los trucks (monovolúmenes, jeeps, tracciones en las cuatro ruedas) que redondea hoy el revival conservador del sueño rústico.
En Europa el coche es una cosa y en América otra muy distinta. Si la edge city es la forma elegida para vivir, el coche es la manera de hacer posible esa vida. Una pieza que encaja en el organismo social con una coherencia física y animista tan fuerte como para producir el caso de conductores que en sus testamentos piden ser enterrados en la misma fosa con su automóvil.
El transporte colectivo en metro o en autobús es una opción que nunca ha prendido bien en Estados Unidos. Incluso en los tiempos de emergencia, tal como demostró el caso del terremoto de Los Ángeles en 1994, el tren o el metro sólo sirvió a los pobres; los menos americanos de todos.
El autobús es el transporte colectivo en el Tercer Mundo, el metro es el transporte de las capitales europeas, el coche privado es el vehículo proverbial en Estados Unidos. En el último terremoto de California y a pesar de la destrucción de vías que obligaban a enormes rodeos, sólo un 2% de los conductores abandonó el coche.
La figura del coche se aúna a las figuras del caballo y la carreta, apegado a la residencia suburbial como antes se cohesionaba con la vida de la hacienda. El establo de ayer se copia en el garaje adosado que sirve como habitáculo del coche y también como almacén para las herramientas y los útiles de la jardinería que recrean imaginariamente la labor del campesinado. A su vez, las casas de las edge cities demandan tareas de mantenimiento que permiten a la unidad familiar autorrepresentarse como granjeros afanados en rituales estacionales (el cuidado del césped, la poda de árboles, la retirada de las hojas o la nieve, la pintura y reparación del tejado) que hacen tan tradicionales y entrañables, por momentos, a los norteamericanos.
Los norteamericanos son así en buena medida como campesinos sencillos y necesitan el coche grande o la furgoneta para divertirse o para hacer sus provisiones. Sin el coche quedaría aislada la mayoría de la población y ni a los adolescentes ni a los adultos les importa tragarse cientos de kilómetros para disfrutar del ocio, para ver unas horas el mar o hacer sus compras en los malls que hoy hacen las veces de los colmados en las aldeas del cine.
Si Truffaut repetía que hablar de «cine americano» era un pleonasmo, decir «coche americano» es también otro tanto. Las épocas de mayor optimismo nacional se asocian estrechamente al esplendor del automóvil. Los jubilosos modelos de los años cincuenta y sesenta son testimonio de cómo se inscribía en su carrocería el estado de ánimo del país. Coches amplios, espectaculares, hiperdiseñados, meticulosamente copiados de la belleza de la prosperidad. El emblema optimista del coche como correlato del bienestar puede explicar que el presidente de la nación, Bill Clinton, asistiera en abril de 1994 a la fiesta del trigésimo aniversario del Ford Mustang en Concorde, Carolina del Norte, y se paseara montado ante una muchedumbre de miles de propietarios de Mustang sobre uno suyo en azul turquesa que hizo traer expresamente desde Arkansas. El Ford Mustang o el Thunderbird, el Chevrolet Corvette o Bel Air, el Oldsmobile 98, el Studebaker, el Cadillac Coupe De Ville, son insignias en la historia civil norteamericana. De una parte están unidos a su progreso, de otra son iconos de connotaciones míticas. El coche permitió a los norteamericanos mantener o recobrar los grandes espacios, sostuvo la independencia individual y el modo inestable de acampar, de amar o de reunirse.
El motel fue inventado en 1925 por un empresario de San Luis Obispo, California, con el propósito de atraer a la gente que tenía coche y pasaba mucho tiempo en él. Paralelamente, las cadenas de moteles se hicieron importantes a finales de los cincuenta cuando los automóviles pudieron disfrutar de las autopistas y estar en el coche se convertía en una manera de disfrutar la inmensidad de la nación. En 1952 empezaron a funcionar los Holiday Inn como una novedad que se extendió en cadena desde la ciudad de Memphis, en Tennessee, y se amplió pronto con los Days-Inn o los Ramada que hoy se cuentan por miles.
Con el coche, sin apearse del coche, se ha podido hacer casi todo. A lo largo de los años cuarenta y cincuenta el gusto por permanecer unido al coche impulsó un surtido de negocios que servían al cliente sin que necesitara abandonar su asiento. Los drive-in permitieron comer o beber, ver teatro o películas, hacer operaciones bancarias, entregar y recoger la ropa de la tintorería, asistir a los oficios religiosos o incluso recibir las vacunaciones que recomendaban las campañas de sanidad. Algunos de estos servicios decayeron con la crisis del petróleo a comienzos de los años setenta, pero otros se han perfeccionado posteriormente. A finales de esa década un negociante emprendedor llamado Alvin Verrette abrió un tanatorio en New Roads, Louisiana, que permitía cumplimentar el duelo sin tener que andar. Desde el coche y a través de una ventana se podía contemplar al finado y los coches circulaban deteniéndose un momento ante el cristal para firmar en un libro de visitas. Hace pocos años, el sistema mejoró en Chicago con un invento de la Gatling’s Funeral Home titulado Drive Thru Visitation que resolvía la limitación de exponer un solo cadáver ante los deudos. Con el nuevo procedimiento es posible elegir a través de un micrófono a uno o varios muertos de los que se encuentran en la morgue y el elegido aparece en una pantalla de televisión durante tres segundos. Si el conductor desea contemplarlo un intervalo más pulsa un botón y obtiene otra dosis siempre que la longitud de la cola no desaconseje estas demoras.
El mall mismo que ahora se extiende deprisa por toda Europa está hecho a la medida del espacio residencial de Estados Unidos y su correlación con el coche. En los años ochenta se construyeron en la nación 16.000 nuevos malls, tres veces más que en los años sesenta. Muchos de ellos rebasaron entonces la superficie de 300.000 metros cuadrados que se consideraba gigantesca. Nada sin embargo como lo que sucede desde hace unos años cuando ya parece que el doble de esa medida es una cifra común.
El mall es la tienda de todos los desertores urbanos. Nada parecido a lo que todavía sucede aquí aunque Europa vaya rindiendo día tras día sus señas a los modelos de América. La moda de los trucks (4 × 4, etc.), que conviene al gusto rural americano, es un ejemplo más. Como otros productos, el truck se inscribe con naturalidad en la cultura rural americana. Mientras en Europa es sólo una moda, en Estados Unidos significa además una forma de vindicación asociada a la corriente conservadora. Si el coche era el caballo, el truck es el caballo, el tractor y la camioneta a un tiempo. André Agassi, Kevin Kostner, Michael Jordan y Arnold Schwarzenegger como símbolos americanos tienen una cosa en común en los noventa: su coche habitual es un jeep. Los trucks se han expandido en esta década casi con el carácter de un movimiento ideológico que recupera sus rastros autóctonos tal como en otras regiones se recupera el folklore. Por primera vez en la historia del automóvil, en la última semana de octubre de 1994 se vendieron en Estados Unidos más vehículos de estas características que berlinas, y ello en paralelo con un resurgir de corrientes políticas que animaban al rescate de la «verdadera» América. En Europa, la venta de los trucks se ha doblado desde 1989 hasta 1996, pero el contagio es, como en otros consumos y comportamientos, una parodia de lo que allí ampara su razón histórica. Un contagio, con todo, de poca monta si se compara con la trascendencia de otros mimetismos o colonizaciones que se preparan en gran batida no sobre vehículos sino sobre caminos. Sendas trazadas no ya sobre este espacio real y conocido sino como autopistas de la información en la hiperrealidad del ciberespacio.