Estados Unidos espera la mayor oleada de adolescentes de toda su historia para el 2005. Desde 1992, en que se invirtió la tendencia decreciente, la población de los teenagers no deja de superar cifras cada año. Fueron 70.000 más en 1973, 200.000 más en 1994: 24,3 millones en total al comenzar 1995. Unos años más y alcanzarán el récord de los 31 millones, un millón por encima de los que compusieron el alud de los baby-boomers, nacidos entre 1945 y 1965, líderes en las ideas, en la moralidad y las tendencias.
En Estados Unidos llaman a esta marea Generación Y como secuencia siguiente a la Generación X que bautizó Douglas Copland en 1989. Si los «X» tienen hoy entre 22 y 32 años, los de la «Y» se encuentran entre los trece y los diecinueve. Si aquéllos representan una vibración quejumbrosa, son apáticos en el consumo y en sus apreciaciones del porvenir, los de la Generación Y son más activos, menos provistos de bagaje moral y más independientes familiarmente.
Los de la Generación X se conocen como escépticos o ensimismados mientras los «Y» tienden a la acción. Entre la Generación X se escucha una melancolía que induce a la pasividad, pero en los segundos se detecta un inconformismo que rechaza las disciplinas «correctas», se refieran al trabajo o al tabaco, al sexo o a las drogas, y son, a la vez, más agresivos que sus antecesores.
Estados Unidos es un caso extremo de la violencia adolescente que cunde también por otras partes del mundo occidental: en 1992 fueron arrestados 104.137 delincuentes juveniles, un 57% más que diez años antes. Mientras el número de delitos con violencia ha decrecido en cifras generales, los hechos delictivos en los que aparecieron implicados adolescentes han crecido en más del 55% en los años noventa. En las zonas residenciales de clase media, uno de cada ocho jóvenes lleva un arma encima «por protección». Pero en los barrios más degradados la proporción es de dos jóvenes con armas de cada cinco, según un sondeo de enero de 1996. La existencia de partidarios del toque de queda, que en el verano de 1995 se imponía en un centenar de grandes ciudades y prohibía a los menores de 16 años salir pasadas las 11 de la noche, está directamente relacionada con el ascenso de los conflictos.
Los de la Generación Y han ido trabándose en una cultura propia, edificada con materiales nuevos obtenidos del televisor, los vídeos, el hard, y el software. No están contra la familia al modo en que sus padres del 68 combatían las ideas de sus progenitores. Más bien su actitud familiar es de inhibición, ignoran el compromiso familiar y discurren con relativo desapego. La institución empieza a dejar de ser centro de querellas paterno-filiales pero también de grandes entrañamientos. En realidad, si los enfrentamientos generacionales son menos noticia es porque se ha llegado a un transitar paralelo y no menos silencioso: la media de conversación entre padres e hijos en Estados Unidos es de 7 minutos diarios en los días laborables y de 20 en cada uno de los días del fin de semana. Significativamente, los chicos de 13 a 19 años se lavan la ropa y cocinan para sí en una proporción insólita hace quince años: un 36% se prepara su propia cena habitualmente.
El aumento de los trabajos caseros a través del ordenador y la extensión de los supercomputers, con acceso a fuentes de comunicación y entretenimiento, más los videojuegos y los vídeos, han multiplicado las ocasiones para estar en casa pero no para estar más vinculados. La familia está más tiempo junta pero encuentra pocas cosas que decirse y menos oportunidades para conversar sobre intereses comunes.
En una convivencia menguada, los chicos se emborrachan o no duermen en casa los fines de semana mientras los padres se debaten entre ser más severos, comprensivos o consultar con un terapeuta. En Estados Unidos, un 80% de los alumnos senior de la high school, 17 o 18 años, cuentan con un trabajo a tiempo parcial y deciden en un porcentaje muy alto sus consumos, pagan sus gustos y no dan cuenta a nadie. Las zapatillas, las ropas, los aparatos estereofónicos, los CD, pero también los snacks, las vacaciones y hasta la gasolina y los plazos de los coches —que en Estados Unidos pueden conducir desde los 16 años— se los costean ellos. En la vida familiar o no, cerca de dos entre cada tres teenagers visitan el supermercado una o más veces a la semana y uno de cada tres se cree capaz de hacer las compras mayores de la casa y de manejar notables cantidades de dinero en sus presupuestos. Finalmente, uno de cada nueve estudiantes de la high school dispone de una tarjeta de crédito. La revista Business Week calculó en 1994 que de las decisiones de jóvenes depende una venta anual valorada en unos 28 billones de pesetas y, en consecuencia, las marcas han vuelto los ojos hacia esta nueva potencia mercantil.
El fin de siglo concluirá con un gran sector de la población reposando en los andenes de la tercera edad. Una población formada en la revolución sexual primero y en la liposucción después convivirá con un enjambre de jóvenes bizarros que saben de violencia y electrónica, conducen por las superautopistas de la información y han tenido que asumir la complejidad creciente en la sociedad del fin de siglo. Estos jóvenes atienden acaso mal sus deberes escolares pero son los primeros de la clase en comprender otras cuestiones de la existencia. En su pubertad ha brotado el sida, mientras la droga y la violencia urbana se han instalado como parte de la nueva cultura. También una nueva consideración de la muerte, las razas y el establecimiento familiar forman parte de su bagaje. Son chicos todavía pero en muchos casos han debido comportarse como mayores. En su vida han asistido a la separación de sus padres y a los dramas anteriores y consecuentes a ese suceso que ha trastornado su convivencia en casa.
En estos años se ha añadido además la experiencia de la crisis económica, con la posible pérdida de empleo en alguno de los padres o la situación desesperada de una madre sola haciendo frente a las necesidades. De hecho, uno de cada cuatro hogares norteamericanos cuenta con un único progenitor, pero de ellos un 90% está regido sólo por la madre. «A estos chicos no se les puede vender un refresco con un jingle con imágenes de alborozo y felicidad. Son otra cosa», comentaba Sergio S. Zyman, un jefe de marketing en Coca-Cola. De hecho, han desaparecido radicalmente en tres años los anuncios para adolescentes que respondían a ese estilo festivo. La vida no les es fácil. «En sus cabezas de muchachos se encuentra la mentalidad de un adulto», ha declarado sobre ellos Caroline Miller, la directora de la popular revista Seventeen.
Los padres de estos teenagers, con edades entre los cuarenta y los cincuenta, muestran una actitud tolerante cuando no huidiza ante los comportamientos de hijos que no comprenden ni controlan. Tampoco los profesores encuentran la clave para prestarles una orientación: en las escuelas predican por enésima vez los peligros del alcohol, el tabaco o la droga, pero cada vez más esa cantinela está produciendo efectos contrarios o nulos.
Después de 25 años de airear los riesgos del tabaco y registrar con ello un descenso de consumidores, la tendencia ha empezado a debilitarse y a finales de 1995 se registraba en Estados Unidos el más alto nivel de fumadores desde 1983. En un informe del Surgeon General del Estado dirigido al Congreso en 1994 se dice que 1 de cada tres chicos o chicas entre los 12 y los 18 años ha probado el tabaco. Un total de 3,1 millones de adolescentes, 1 de cada 8, se consideran actualmente fumadores. Las compañías de tabaco en conjunto estaban perdiendo dos millones de fumadores entre los que mueren y los que abandonan la adicción, pero ahora además de los tres millones y pico de fumadores jóvenes existe otro millón de jóvenes agregados que mascan tabaco.
La reiteración de las predicaciones represivas ha embotado su receptividad y la marihuana ha rebrotado en las escuelas. Un estudio de la Universidad de Michigan publicado en enero de 1994 mostraba que los chicos de la high school (50.000 investigados) se declaran ahora menos preocupados por los efectos dañinos de las drogas blandas o las drogas duras que hace unos años. El consumo de marihuana ha crecido especialmente, siendo hoy, con los nuevos métodos de cultivo y procesamiento, 20 veces más potente que la de los años sesenta o setenta. En 1993 la marihuana creció el doble en octavo curso (13 o 14 años), y entre los de 18 años una tercera parte confesaba haber probado alguna sustancia como la cocaína, la heroína o el LSD.
Del mismo modo que con la droga, en las escuelas norteamericanas se insiste machaconamente sobre los peligros del sida, se pasan vídeos sobre cómo utilizar el condón, se predica la castidad, se invita a enfermos seropositivos para que den charlas en las aulas y cuenten sus vidas. Pese a todo y tras unos años de descenso en el número de embarazos entre adolescentes, desde la mitad de los noventa una de cada 16 niñas de la high school tiene un niño. En 1986 era una de cada 20.
El porcentaje de niñas que quedan embarazadas en torno a los 15 años es actualmente tan alto o más que en países del Tercer Mundo. Por cada 1.000 teenagers hay 62 nacimientos al año en Estados Unidos, 55 en Arabia Saudita, 43 en Argelia, 9 en Francia. Efectivamente, la edad en que las niñas norteamericanas practican el primer coito se ha ido adelantando en las dos últimas décadas, pero no en todos los grupos en proporción igual y con las mismas consecuencias.
El mayor porcentaje de embarazos de adolescentes corresponde a los de niñas negras e hispanas. Mientras entre las adolescentes de color y las hispanas se produce un embarazo por cada nueve o diez niñas, respectivamente, es una de cada veinticuatro la niña blanca que se queda embarazada. «En el este de Los Ángeles no es raro encontrar a una niña de 14 años que lleva a su bebé en el cochecito», declaraba a mediados de 1994 Melissa Martínez, que dirigía entonces un programa de anticoncepción en esa ciudad.
Las razones de este cambio radican, según los analistas, en la superabundancia de sexo en televisión, en las letras de las canciones pop, en la menor censura social del hijo ilegítimo, en la desesperanza ante el porvenir en las clases humildes y, definitivamente, en la falta de atención de los padres.
Ciertamente los progenitores no tienen satisfechos a sus hijos. Un 71% de los adolescentes declara que los padres debían esforzarse más para no divorciarse tanto. Las separaciones, los divorcios, el incremento de madres solteras y las segundas familias han apartado a más del 37% de los niños norteamericanos de sus padres naturales y hasta una mitad de los menores de 18 años viven actualmente buena parte de su etapa infantil o adolescente sin la figura paterna. El registro de estas cifras y sus consecuencias sociales forman el contenido de un estudio de David Blankenhorn, Fatherless America (América sin padre), que causó conmoción en 1995.
Para Blankenhorn la figura del padre viene sufriendo un proceso de deterioro que pone en cuestión no sólo su presencia en casa sino el mismo concepto de paternidad. En su opinión, los hombres en general y los padres en particular son considerados como relativamente prescindibles en la vida familiar, y esto en el caso de que no se les atribuya la causa de los desarreglos. De hecho, las informaciones sobre violencia doméstica que se divulgan estos años acusan principalmente a los padres de ser responsables y, en los casos de separación, los jueces entregan en abrumadora proporción la custodia de los hijos a las madres.
En opinión del autor de Fatherless America, la feminización de la sociedad que ha supuesto muchos costes a las mujeres no ha acarreado menos para la vida familiar. Las dos precondiciones para la efectiva paternidad son la alianza con la pareja y la co-residencia con la madre y los hijos, pero ambas están muriendo. El padre es cada vez más un individuo apegado a la sociedad familiar donde por unas y otras razones ha ido perdiendo presencia y crédito.
De todas las clases de familia, entre las monoparentales un 23% están presididas por una madre; sólo el 4% por el padre. Una razón son los embarazos de adolescentes, la otra es el desprestigio de lo masculino y el menoscabo de la función paterna. El resultado es que mientras en 1960 más de un 82% de los hijos contaba con su padre en casa, ahora no llegan al 60%.
Blankenhorn relaciona esta carencia con la pérdida de autoridad y cree que el aumento de la criminalidad y, en general, el deterioro de las pautas morales tienen que ver con esta mutilación. Su texto de alarma se complementó en unos meses con la publicación casi simultánea de otras dos obras: Creciendo con un solo padre, de Sara McLanahan, y Lazos que aprietan, de Douglas Besharov. En ambos se subrayan los males del fenómeno divorcista y la formación de hogares fragmentarios que están desarticulando el mapa familiar y provocando el desvanecimiento de la institución de familia llamada tradicional.
Por su parte, la institución escolar también se debilita, y los profesores se sienten desalentados. En los últimos cursos la media de días que los alumnos faltan a clase en algunas zonas es de 78 sobre un total de 180 jornadas lectivas. La explicación global es que los jóvenes de la Generación Y se ven más atraídos que otros por trasgredir la normativa social, a la vez que el control ha disminuido mucho con la desaparición de la convivencia urbana. A la high school norteamericana acuden niños desde lugares distantes y en los suburbs o periferias se relacionan sobre espacios abiertos sin vigilancia alguna. No existen adultos que observen sus vidas, ni un entorno que les imponga una disciplina. El único control es el que se imponen ellos mismos a través de sus sistemas de agrupamiento.
Dentro de la high school se forman espontáneamente varias clases de asociaciones estancas. Un grupo de estimación superior está compuesto por los athletics, aquellos que destacan en las actividades deportivas. Otro segundo lo integran los smarts, los listos y aplicados que aparecen con frecuencia en el cuadro de honor de la institución. Entre ambos existen buenas relaciones porque no es extraño en USA que el smart sea también un destacado deportista. Las chicas salen gustosamente con los integrantes de uno o de otro, pero más abajo en la consideración se encuentran los que cursan preferentemente arts, aficionados a las artes plásticas o las representaciones teatrales, más aislados y con mayor endogamia en sus relaciones. En el escalón siguiente están los druggies, calificados así por su consumo de marihuana y otras drogas que les acarrean problemas con la dirección y que, en general, mantienen débiles relaciones con los otros. Tan débiles como las de los llamados nerds, un prototipo de empollones y de interesados por los computers. Los atuendos, la clase de música que se prefiere, los vehículos que utilizan distinguen la pertenencia a una u otra comunidad. En el interior de cada una rige su normativa particular que se establece a sí misma sin relación con las pocas directrices de los padres y los educadores, cada vez más distantes y a menudo ajenos.
El 19 de abril de 1994 el presidente Clinton acudió a los estudios del canal musical MTV cumpliendo una promesa de su campaña electoral para dirigirse a los jóvenes. El canal, dirigido a gente joven, había preparado un estudio con teenagers dispuestos a hacer preguntas al presidente. Le preguntaron de todo. Qué clase de marca de zapatillas era su favorita y si prefería los calzoncillos de pantalón a los slips, por ejemplo. Dijo que él usaba slips y prefería New Balance. Pero también preguntó una chica de 17 años llamada Dahila Schweitzer, de Bethesda, Maryland, su opinión sobre el reciente suicidio de Kurt Cobain. Le dijo ella al presidente: «Me parece a mí que el reciente suicidio de Kurt Cobain ejemplifica el vacío que sienten muchos componentes de mi generación, la poca importancia que le concedemos a la vida. ¿Cuál es su propuesta para cambiar esta mentalidad?» Y el presidente respondió que no disponía de ninguna solución de tipo legislativo pero opinaba que acentuar la autoestima podría ayudar a mejorar la situación. Los jóvenes estaban interesados en el suicidio no sólo por Kurt Cobain. A estas alturas, uno de cada siete adolescentes ha intentado suicidarse alguna vez.
Las drogas, el alcohol, la depresión, el aislamiento, la facilidad para conseguir armas de fuego, las familias rotas, las dificultades económicas, los suicidios, la cadena de violencia, se hallan vinculados. A la altura de 1995 se estima que unos 150.000 alumnos acuden diariamente a clase con armas de fuego.
Los baby boomers tenían miedo a la bomba atómica y la guerra, los de la Generación X temían al desempleo y al fin de todas las cosas, los de la Generación Y pueden temer a la desorientación ética y la violencia en que se desenvuelven. Una reforma que llene de contenido moral a la enseñanza la exigen liberales y conservadores pero por el momento no se otea una firme decisión de reordenar las cosas. Haciendo cálculos, al modo americano, revistas como Time argüían, en apoyo de una política de prevención contra el delito, que si un puesto escolar bien atendido cuesta 5.600 dólares al año, un preso resulta casi cuatro veces más caro. Además de sociólogos y educadores aireando tesis diversas, los urbanistas han intervenido para hacer ver que el modelo de ciudad norteamericano y la clase de vida a la que induce habrían de ser revisados si se desea un siglo XXI mejor avenido socialmente. Su análisis pone ahora en cuestión el supuesto paraíso de las ciudades extensivas nacidas en los años cincuenta, las llamadas edge cities o ciudad de los bordes, donde se representa sobre el espacio la ilusión individual americana.