Los norteamericanos son recatados en las cuestiones del sexo, pero son obscenos en casi todo lo demás. Comparados con los ciudadanos europeos, los americanos apenas se besuquean en la calle o por los andenes, hay censura en la televisión para las escenas escabrosas y policía alrededor de los cines para detener y multar a menores que pretendan colarse en películas no autorizadas para su edad. Los americanos son pudorosos en relación con estas cuestiones, pero no sienten empacho en disfrutar abiertamente otras clases de obscenidad.
Su burocracia es profusamente obscena, sus policías son obscenamente duros, sus modos espontáneos rozan la procacidad. Su manera de comer y su abuso engullendo en casi cualquier sitio y a todas horas se paga con una notoria población de obesos. En centros públicos y locales de comercio puede leerse la prohibición de comer o de beber en su interior, pero ni aun con ello se contiene la plaga de comensales que atribulan por los entornos. La gente come en las esquinas, en los cines, en las colas administrativas, en las aulas, sentados en la mesa del despacho, en los aparcamientos, asesinando a otro. Una investigación en mayo de 1995 sobre la seguridad vial demostraba que hasta un 65% come o bebe algo mientras conduce. Los coches van provistos de un reposavasos de fábrica para tomar café o refrescos, y he visto a un cojo con el reposavasos instalado en el apoyo de su muleta. No consiguen dejar de ingerir. Comer y beber refrescos en público es un hábito social en un país donde, en general, el aparato digestivo trabaja mucho. De hecho, 2 millones y medio de norteamericanos padecen acidez todos los días, afrontan trastornos de digestión y problemas de gases. Además de la intensa publicidad de laxantes, antipépticos y carminativos, cada uno de estos productos con versiones y sabores múltiples pueden encontrarse en los supermercados al lado de los intrincados alimentos semipreparados que explican su razón de ser. En la televisión, un antiácido con la consistencia de un engrudo y el nombre de Mylanta es altamente popular. En una imagen publicitaria se ve a una señora con el estómago inflado ante una mesa de comer y enseguida se recupera del flato tragando un sorbo del jarabe. Eructan por tanto con frecuencia alentada por la considerable ingestión de bebidas gaseosas, la cerveza incluida. Este espasmo sobre el esófago que irrita las paredes y desarrolla hernias de hiato afecta al estado de humor. Los policías comiendo productos de fast-food dentro de sus coches patrulla sufren el mal humor gastrítico, y sus estómagos prominentes, sus arneses enfardando su prominente cintura, redondean uno de los modelos de obesos a la americana. Aunque no sea el más conspicuo.
Según el Center for Disease Control (CDC), más del 35% de los norteamericanos se encuentra actualmente en situación de sobrepeso; este porcentaje era diez puntos inferior en 1980. La nación más rica del mundo es también la más gorda y la que con más velocidad sigue engordando. Un plan de 1990 para mejorar el estado sanitario de la población incluía severas directrices para disminuir el peso nacional, pero, con todo, cuatro años después la población no sólo pesaba mucho sino que pesaba más, tomaba más pizzas cubiertas con dos centímetros de queso, engullía kilos de helados, no respetaba las prescripciones para abstenerse de platos grasos o muy endulzados.
Entre 1987 y 1994, la media de peso entre los jóvenes creció en casi 5 kilos, y un 70% de la población mayor de 25 años se encontraba por encima del nivel normal. Y no sólo los adultos, entre los adolescentes un 22% merecían la calificación de gordos.
De acuerdo con el National Institute of Health, una persona con un 40% de sobrepeso multiplica por dos las probabilidades de morir prematuramente y corre un riesgo tres veces mayor de sufrir un ataque al corazón. Estos y otros riesgos se han divulgado en numerosas campañas públicas, pero el efecto ha sido prácticamente nulo. Sólo a finales de 1995 se constató una leve mejoría. Muchas campañas han elevado el grado de temor, la ansiedad, el estrés y finalmente el beneficio de la industria alimentaria.
Aunque la mayoría de la comunidad médica sigue recomendando dietas, cada vez mayor número de doctores empieza a destacar los efectos negativos de los dictámenes severos. «El mejor modo para ganar peso es tratar de perder peso», ha llegado a decir el investigador David Garner, de la Universidad de Pensilvania.
Contra el sobrepeso existen los conocidos grupos de weight-watchers y programas diversos de apoyo psíquico, pero en progresión creciente se registran descaradas rebeliones de gordos. En un programa de televisión en mayo de 1995 desfilaban gordas de 200 kilos luciendo trajes de noche ajustados, de grandes escotes, mallas o minifaldas de cuero en reivindicación de su cuerpo orondo. Un año antes las autoridades sanitarias habían vuelto a la carga con una campaña en favor de la pérdida nacional de peso, requiriendo al mismo presidente y a su esposa para que divulgaran las consignas. El primer mandatario y Hillary Clinton atendieron la petición y comparecieron en los primeros anuncios televisados. Días después ante la Casa Blanca hubo una manifestación de unos 200 miembros de la National Association to Advance Fat Acceptance (NAAFA) defendiendo su derecho a pesar mucho. Estos gordos repartían unos panfletos amarillos donde se denunciaba a las compañías aseguradoras que les cobraban primas más altas por su obesidad. «¡Derechos civiles iguales para todos los pesos!», «¡Libertad para la grasa!», gritaban. Y el mes de octubre de ese año fue declarado «Size acceptance month» (Mes de aceptación de la talla).
La NAAFA, que cuenta con 5.000 socios y dice representar a unos 50 millones de norteamericanos, celebró una convención de cuatro días en Crystal City, Virginia, por aquellas fechas. El tema central de la conferencia era «fortalecer el poder de la gente gorda para olvidar sus complejos y vivir felizmente».
Cada americano consume como media 60 hot dogs al año, pero los niños pueden doblar esta dosis. La ciudadanía en conjunto ingiere unas 3.500 trozos de pizza al día y se come tantos hot dogs anuales como para formar una cuerda capaz de llegar y volver tres veces a la Luna. Los norteamericanos temen no comer bien, pero se hinchan a comer mal. Al contrario de la tendencia en los países desarrollados de Europa, el consumo de carne roja se ha incrementado en un 3% en los tres últimos años, aunque de otro lado haya muchos vegetarianos de hierro.
Existe entre los supergordos un problema genético de mayor incidencia sobre los negros y las mujeres, pero en cualquier parte, desde las gasolineras a los porteros de hotel, pueden encontrarse casos de hombres o mujeres blancos y gigantescos. Aunque siempre obreros.
En la portada del 2 de mayo de 1995 del sensacionalista Weekly World News aparecía la foto del niño más gordo de todo el mundo. Con dos años, «Rocky» Carrone, nacido en Honolulu, pesaba 135 kilos. El niño era obviamente norteamericano porque lo más ampuloso, desde una zanahoria a un alcotán, si es grande, tiene enorme probabilidad de ser norteamericano. También, probablemente, el ser más delgado del planeta será un americano. La americanidad se complace en la extremosidad. En Boston un grupo de señoras formó en 1993 una asociación contra la promoción de la delgadez debido a los demoledores efectos que estaban notando en sus hijas. El grupo se dirigía, entre otros objetivos, contra la publicidad de Calvin Klein o contra la de Diet Sprite de Coca-Cola con la modelo Kristin McMenamy, apodada «Skeleton», que inducía a las adolescentes a quedarse en los huesos.
Si la salud es una constante obsesión de la sociedad norteamericana, el ejercicio y la dieta son sus mayores guardianes. Hay que estar sano y manifiestamente sano de manera que, efectivamente, cualquier empleado norteamericano que no está ni gordo ni flaco denota un semblante y un vigor rozagantes que acaba pareciendo una impúdica manifestación del estar bien. Nada igual ocurre en España.
Como norma, cuando a un americano se le interroga sobre cómo se encuentra, la respuesta es great, terrific o alguna exultación por el estilo. En Estados Unidos es poco conveniente hacer ver que se atraviesa un mal momento, se padece una patología o se es pasto de una duda. El americano es claro, sano y optimista por principio. El optimismo empieza cada mañana en varias y animosas emisoras con hombres y mujeres sonrientes que hacen gimnasia. La salud se hace obscena en los sudorosos individuos haciendo ostentación por los alrededores o musculándose en los centros de fitness, donde no es fácil distinguir la línea que separa la voluntad de estar en forma de la forma voluptuosa de ponerse en forma. The New York Times consideró oportuno publicar un artículo a comienzos de mayo de 1995 señalando algunas reglas sobre los comportamientos correctos y los incorrectos cuando se trabaja con máquinas de musculación en los gimnasios. El periódico atendía al fenómeno de algunos grupos o practicantes solitarios, hombres y mujeres, que acostumbran a emitir jadeos de tinte erótico al compás del esfuerzo. El diario sugería unas reglas de conducta para evitar que lo que era la salud y el ejercicio físico no se convirtiera en un asunto de obscenidad. Cosa de todos modos inevitable.
No sólo la buena salud es obscena, la enfermedad también lo es. Estados Unidos es el promotor de días destinados a las enfermedades de la mama, a los leucémicos, los enfermos de sida o los necesitados de diálisis. En la radio, en los periódicos o en la televisión se anuncian con clamor hospitales y cirujanos para enfermos de cáncer, spots promoviendo cremas para curar las infecciones de la vagina, sea en animales domésticos o en mujeres.
El individualismo norteamericano, recatado en el hogar, se contrapone con el exhibicionismo en la televisión, donde los reality shows (45 programas diarios) refieren sin reparos los asuntos más íntimos. Ya hay ejemplos de estos espectáculos en toda Europa, típicamente americanos y descaradamente plagiados tanto en la disposición de los actores como en el escenario y en el mismo atrezzo.
La vida de amistad norteamericana apenas se intercambia en parties regulados para no durar más de dos horas, de cinco a siete o de seis a ocho. Las sobremesas en las cenas no se prolongan demasiado, y cada cual recata los pormenores de su cotidianidad cara a cara, pero las emisiones radiofónicas o televisadas explotan el filón de privacidad como una mina muy rentable. Los americanos son los grandes inventores de la pornografía sentimental, la pornografía de la violencia y los mejores explotadores de toda esta sustancia en los media.
La sutileza es poco americana y sus perfumes también se oponen a la mera insinuación. Los caros perfumes europeos son discretas fragancias en relación con la tufarada que desprenden las marcas favoritas de las mujeres americanas, como Opium y Obsession. No hay forma de encontrar aguas de colonia frescas en los supermercados o en los drugstores, demasiado livianas para su gusto. Lo que huele debe oler con intensidad, como lo que sabe debe saber abigarrado. En la comida casi todo paladeo potencialmente neto está acompañado por un arsenal de salsas que abarrotan las pupilas y explotan las papilas. Cuanto más se acumulan los destellos, los colores y sabores, más importante parece el plato. El gusto de las ostras por ejemplo parece insuficiente para considerarse proporcionado a su valor. Para ayudarlas, las ostras se sirven con cazuelitas de ketchup o de otros aderezos, y he probado sandwiches de ostras fritas con tomate frito en un restaurante de Georgetown, en Washington.
El adobo de los Kentucky Fried Chicken está compuesto por 23 hierbas distintas, y los 10.000 millones de hamburguesas empapando la atmósfera se ceban con media docena de agregados. La oferta se hincha con la superposición, el gigantismo de la ración, la profusión de guarniciones con los que se busca redondear la entrega espléndida.
Es ya insólito que un chicle o una bebida refrescante cuente con menos de tres sabores: de piña, de kiwi y de plátano o de algunas berrys unidas. Mezclar, sofisticar, agregar es una característica de los fast-food, donde sobre un perrito caliente, de por sí promiscuo, el comprador apila media docena de otros elementos más entre chiles, mostaza, cebolla, pepinillos, queso americano, relish, tomate. Imposible que el empleado entienda a la primera o a la segunda que se quiere un bocadillo de queso o de jamón por las buenas. Para preparar un hoagie o un subway, que son en definitiva bocadillos, el encargado dispone de una batería de recipientes con lechuga, cebolla, pimientos dulces o picantes, tomate fresco, mayonesa, mostaza, etc., como si fuera a componer un cuadro. Un principio ideológico que sostendría esta variedad de elementos es que así cada cual personaliza su consumo. Pero otra razón de peso teórico es que de este modo se ratifica el goce de la abundancia.
Las raciones de la fast-food son más grandes y más cargadas que en otras partes, pero incluso pueden serlo más a través de las luchas promocionales entre las marcas. La Coca-Cola o la Pepsi se puede consumir sin tasa en muchos locales una vez que se paga el primer vaso. Basta acudir al grifo. Nada es muy caro en estos centros sino, por el contrario, exorbitado. Son populares en relación a la popularidad del exceso que brindan. El término medio es antiamericano.
O muy caliente o muy frío. En cualquier lugar resulta un calvario conseguir un vaso (siempre enorme) de Coca-Cola sin medio kilo de hielo dentro, pero a la vez es necesario dejar pasar muchos minutos antes de poder dar un sorbo al café. Una señora de Albuquerque obtuvo una indemnización de 1,2 millones de dólares en 1994 por haber sido víctima de quemaduras de segundo grado provocadas por una taza de café en un McDonald’s. El café estaba a 180° Farenheit (75°C), y la compañía trató de defenderse alegando que todas las cadenas servían esa bebida a igual temperatura. Apenas unos meses más tarde se vio el caso también de un paciente del Hospital Veterans Affairs de Los Ángeles, Thomas A. O’Neil, de 45 años, a quien le escaldaron el cerebro en un baño administrado con fines relajantes.
Esto en cuanto al calor. En cuanto al frío también los consumidores están expuestos a la radicalidad, ya sea con las bebidas «refrescantes» o con los helados dispuestos a helar más que los demás. Exactamente Baskin Robbins promociona su producto como «The coldest ice cream drink ever» (El helado más frío que se ha tomado nunca). «Lo más» es lo más americano.
La calefacción quema, la refrigeración congela. No es fácil un punto centrado en un país que incluso geográficamente carece de centralidad y en donde la convivencia de culturas, credos y razas constituye una promiscuidad tan desequilibrada como su naturaleza y sus estaciones.
Las explosiones vegetales de primavera son en efecto como apoteosis barrocas. Sólo cabe someterse a esa exuberancia y acoplar la vista a una botánica de titanes. Son obscenas las hojas, los frutos, los tamaños de las flores y sus ramos. Pero también son desmesurados los peces, los pájaros, los bosques. Son obscenos los pavos del Thanksgiving, los periódicos de los domingos, los escarabajos, los pasteles del birthday. Descomunales hoteles de hasta 5.050 habitaciones como el Gran Hotel de Las Vegas, aeropuertos inabarcables, limusinas de seis metros con tres ejes de ruedas. Es obscena la medida del galón para la gasolina, los loopies de las autopistas o los centros comerciales.
Al sur de la ciudad de Sacramento, en California, hay un mall destinado exclusivamente a la venta de automóviles con más de quince mil unidades a la venta. Los compradores acuden desde doscientos cincuenta kilómetros de distancia atraídos por la fascinación de su escala. En Minneapolis, el Mall of America cuenta con más de cuatrocientos locales, 3.500 áreas cubiertas por una cúpula, aparcamiento para 12.750 vehículos, cuatro kilómetros y medio de avenidas interiores, 44 escaleras mecánicas y 109 videocámaras de seguridad sobre una superficie que supera la extensión de 100 campos de fútbol. Podrían hacer las cosas más pequeñas pero no les salen.
En Navidades los habitantes de las casas unifamiliares acostumbran a prender bombillas siguiendo los perfiles de la fachada. Un vecino de Pittsburgh, Pensilvania, instaló en las fiestas de 1994 no miles o decenas de miles de bombillas sino dos millones ochocientas mil. La gente se apilaba en los entornos para contemplar aquel derroche hasta que los vecinos presentaron una denuncia hartos del alboroto. El juez dictó sentencia pero no hizo apagar enteramente aquello: rebajó la suma de luces en 500.000. Fundir más luces era desvirtuar el espíritu de entusiasmo a la americana.
El mayor centro comercial del mundo, la mayor librería del mundo, el mayor estadio cubierto del mundo, el mayor hotel del mundo, el mayor palacio de convenciones del mundo, la película de mayor presupuesto del planeta. Todo esto se encuentra en Minneapolis, en Nueva York, en Detroit, en Las Vegas, en Chicago, en Hollywood, siempre en Estados Unidos. Lo que se hace tiene la ambición del desafuero y el aura de la obscenidad. Ser norteamericano es habitar en un entorno magno, abundoso y sensacional.
Así son las tiendas de juguetes, los hipermercados informáticos o las cadenas de material de oficina. Es difícil comprarse un bolígrafo en la popular Staples. Lo mínimo que dispensan es, por ejemplo, una docena. Una docena de bolígrafos, media docena de rollos de fax, acaso un paquete con dos mil grapas. La venta masiva se corresponde con la escala de la masa compradora y en homotecia con las corporaciones insomnes que se hacinan detrás de la producción. Tiendas abiertas las veinticuatro horas, los trescientos sesenta días del año. Open, open. Yes, we are open. Ningún recato en el afán de vender y absorber a la clientela. No sólo los 7-Eleven, la cadena Sharp, los comercios de alfombras, las ferreterías, las sucursales de los bancos abren también los domingos. Come in, we are open.
¿Devoción o prostitución? Las empresas no conocen la continencia, ignoran el cierre en su apetito por vender. Por vender, dilatarse y ganar peso en una pasión que conduce a las grandes copulaciones de macroempresas. Sociedades colosales que incrementan o doblan su volumen sodomizando a otros mastodontes de la banca, de la aeronáutica, del armamento o de la comunicación. A finales del siglo XIX, con la explosión del capitalismo americano, Huntington, Harriman, Vanderbilt dominaban el ferrocarril. John D. Rockefeller monopolizó la industria del petróleo, Andrew Carnegie dominó la producción de acero, Cyrus McCormick y John Deere se hicieron los amos de las máquinas agrícolas y Jay Cooke o J. P. Morgan fueron los gigantes en la banca. Sus ejemplos se repiten en la nueva tendencia a la aglomeración. Walt Disney absorbió a Capital Cities en julio de 1995 por más de dos billones de pesetas. Semanas más tarde, Time Warner y el imperio de Ted Turner constituyeron la mayor empresa multimedia del planeta con un volumen de negocio próximo a los 2,5 billones. No fueron las mayores fusiones de los últimos años. En 1989 RJR Nabisco y Kohlberg Kravis Roberts se habían juntado en una masa de 3 billones de pesetas y en el mismo agosto de 1995 el Chase Manhattan Bank se unía al Chemical hasta formar un activo de 37 billones de pesetas, la mitad del PIB español.
El Dios calvinista más rico que el Dios católico demuestra día tras día cuáles son sus hijos predilectos. Hijos señalados con sus nombres y apellidos tal como ama, en cualquier campo, el altivo individualismo norteamericano. La lista de agradecimientos al comienzo de cada libro de ensayo reconocerá con sus nombres y apellidos y hasta con detalles familiares a todos los que acompañaron el trabajo del autor; los inacabables títulos de crédito en las películas no ahorran caracteres en su afán de revelar el nombre del último cooperante. El nombre es sagrado en Estados Unidos, el más sacro impudor en la vida o después de ella. El monumento a los muertos de Vietnam no está basado en una alegoría donde queden resumidos los combatientes sino en una cadena de nombres uno a uno que enseñan el sentido personalizado de la emoción para cada cual.
En muchas reuniones sociales sucede que los asistentes ostentan su nombre en la solapa y una de las normas de educación muy afianzada en los encuentros es la de retener con claridad la identidad del recién conocido. Hay que estar muy atento a ello porque los olvidos o los errores en este asunto despiertan un enojo descalificador.
El primer campeonato del mundo de fútbol que se celebró en Estados Unidos abrió una expresiva novedad en este deporte tan poco americano. Los jugadores por primera vez portaron sus nombres escritos sobre las camisetas y esta innovación se convirtió pronto en regla aquí. Los precedentes del baloncesto, el béisbol o el hockey norteamericano, han inspirado el camino de este reconocimiento a la identidad bien definida y expuesta.
Hasta ahora en el fútbol se llevaba sólo números en las camisolas, una abstracción que habiendo perdido su primitiva alusión al puesto se intercambiaba según los encuentros y la elección de titulares por el entrenador. Tal indeterminación grupal predominando sobre la singularidad individual está concluyendo por influencia americana. En mayo de 1995 Alan Gubernat mató a su hijo de tres años y se pegó un tiro con una Magnum 357 porque el tribunal supremo de New Jersey le negó el derecho a que el niño llevara su nombre. Prefirió morir enseguida antes que perder su nombre más adelante.
A la obscenidad del Estado absoluto en los países comunistas los norteamericanos oponen la impudicia individual. «We believe in the supreme worth of individual», se lee en la placa central del Rockefeller Center de Nueva York. A la mística de los absolutos filosóficos los americanos oponen la tactilidad de las narraciones en primera persona. Cada autor por intelectual que sea procurará personalizarse en la redacción de un libro, dar cuenta de su situación personal en algún aspecto, decir acaso cómo se llama su mujer y los hijos que tiene. Si vive o no con la familia en un pueblo de Oregón, si se ha divorciado dos o tres veces y si ha superado un cáncer.
Los ensayos norteamericanos, como los reportajes periodísticos, están cuajados de pormenores porque, más que especular, los intelectuales norteamericanos prefieren piezas concretas. El pudor de la generalización se convalida con la obscenidad de la concreción. Ningún pensamiento tan pragmático como ése, tan directo y expedito. Nada menos intelectual, menos secreto, que el intelectualismo americano. O nada más explícito que su antiintelectualismo proverbial.