EL AMOR AL MIEDO

Los telediarios locales norteamericanos ofrecen tres secciones principales. Una dedicada a los crímenes y catástrofes, otra destinada a los deportes y una tercera concentrada en el tiempo. Los cuatro presentadores que aparecen se dividen así: dos para lo general, en cuya generalidad el crimen junto al siniestro de temporada ocupa el minutaje más largo. Luego, un presentador —no una presentadora— desenfadado habla de la marcha deportiva en el béisbol, el baloncesto o el hockey. Después le toca al turno al hombre o la mujer del tiempo. Ocasionalmente se ofrecen algunas noticias políticas y algún reportaje curioso, pero no son tan distinguibles y asiduos como aquel trinomio fundamental.

La primera parte es, por su énfasis, la más determinante para el espectador. Estados Unidos aparece en esa primera sección como un país amenazado por individuos o fuerzas naturales, que acechan a la población, modifican el territorio y conmueven las expectativas inmediatas. La narración deportiva de la segunda entrega alivia este efecto de inquietud pero mantiene no obstante el espíritu excitado. Finalmente el porvenir climatológico restablece una cotidianidad relativamente predecible. Hay pocas informaciones de instituciones excepto si se refieren a departamentos de sanidad desde donde se notifican nuevos peligros dietéticos o medioambientales a tener en cuenta. Puede ser que algunos telediarios se aderecen con reportajes sobre animales o niños a los que suceden por lo general hechos positivos, pero incluso esas alusiones más benévolas podrían estar aliñadas con los peligros que siempre merodean.

El tiempo suele ser lo más rutinario comparativamente hablando, pero las alergias son una plaga en primavera y enseguida se redoblan los incendios forestales en verano, la temporada de huracanes, la formación de tornados en la zona, los movimientos de tierra en la Costa Oeste o las riadas en la mitad del país. Como dicen algunos carteles urbanos, Disaster never rests (El desastre no descansa nunca): cada diez minutos ocurre un desastre. La Cruz Roja ha adaptado el lenguaje de sus paneles a la sensibilidad popular tanto con el fin de disminuir el efecto de las devastaciones como para contribuir a cultivar la vecindad del cataclismo.

En julio de 1994 se anunciaba una colección de vídeos titulada Eyewitness of Disaster (Testigos Oculares del Desastre) con escenas aterradoras para la degustación privada. El terremoto de Los Ángeles, las inundaciones del Mississippi, el resultado de los vientos y los hielos…, tomas directas de gentes en circunstancias que les llevaban a perecer angustiosamente. Todo esto para pasar el rato en casa. De hecho, las devastaciones podrían formar parte del programa televisivo estacional, y los incendios en la barriada provocados o no, a pesar de las múltiples prevenciones y sistemas de alarma, son parte de las noticias diarias. Cada seis segundos hay una llamada a los bomberos: se queman 40 veces más casas per cápita en Estados Unidos que en Japón pese a que en Japón se construyen buena parte de ellas en madera y papel. El fuego arrasador aparece en los informativos de la tarde o de la noche, pero su presencia se vive sin necesidad de mediación desde las ventanas, en directo, sobresaltado por la estridente carrera de los camiones cisterna. De igual modo, el crimen o los accidentes todavía sin nombre no sólo se escuchan en las emisoras, se presienten en la luminotecnia y los alaridos de las sirenas que sortean el tráfico a cualquier hora. La sensación de amenaza parece indespegable de América. Una atmósfera de miedo directo y cinematográfico, oral, visual y estereofónico es parte de la cotidianidad real. Contemplados en Europa, las películas y telefilmes de violencia pueden parecer cosa de la ficción, pero los norteamericanos identifican entre los personajes de la cinta aquellos prototipos fisiognómicos del barrio con los que se cruzan y que acaso esconden a violadores, ladrones, pirómanos o asesinos psicópatas.

El miedo circunda a la población, y los demás medios lo recogen y multiplican en sus planos, sus argumentos, sus efectos especiales. El crimen es excitación y espectáculo. La sociedad norteamericana es espectáculo y excitación. Los dos cabos se alían potenciando el sensacionalismo de la vida. ¿Aman esto los norteamericanos? No faltan políticos que acusan a los media de contribuir a la desmoralización y perjudicar la base de la sociedad civil, pero la corriente se mantiene y no es improbable, conociendo el marketing norteamericano, que se corresponda con una efectiva demanda nacional de adrenalina.

Desde hace años han terminado los miedos de la guerra fría y el pánico a ser invadidos por divisiones comunistas, se ha aliviado el pavor nuclear y se ha olvidado la eventualidad de los marcianos, pero, en su lugar, hay otras fuerzas de terror (divinas o terrenales) que supuestamente acostumbran a tener como principal objetivo a Estados Unidos. Con cierta regularidad, los tabloides y las revistas que regalan en los supermercados pueden explotar la religiosidad con diversos diseños del fin del mundo basados en escalofriantes predicciones bíblicas para la próxima temporada. Una vez es una cadena de hecatombes que van a estallar en unos meses, otra es la inminente propagación de plagas que asolarán el país de costa a costa. Basta cualquier indicio metereológico o una nueva idea médica de perfil funesto para que se encienda la luz roja. Un grado mayor de fusión en los polos o una cadena de descensos (o ascensos) en las temperaturas mueve pronósticos consternadores, pero, más recientemente, los poderes de enfermedades secretas, al estilo del sida, son un tópico de gran efecto en una sociedad medicalizada.

Mientras en Zaire el misterioso virus Ébola mataba a un centenar de personas y continuaba su avance en la región, la cadena NBC emitía a las nueve de la noche del 8 de mayo de ese año 1995 El virus de Robin Cook, una ficción sobre los poderes letales de la enfermedad para estremecimiento doméstico. Simultáneamente, NBC reproducía, con guión propio, la zozobra que había sembrado en los cines el éxito de Outbreak.

Si los norteamericanos han disminuido en grandes dosis su obsesión de hace unos años por los extraterrestres, los «virus emergentes» se han convertido en la renovada acometida de criaturas monstruosas. El libro de Richard Preston Zona Caliente, que se publicó en 1994, se mantuvo durante meses a la cabeza de los best sellers con cientos de miles de ejemplares y su éxito impulsó a producir la película Crisis en la Zona Caliente. La aparición de Outbreak desbarató este proyecto para aterrorizar, pero se pusieron enseguida otros en marcha, bien referidos al Ébola o a los otros virus que se describen en los libros de Robin Marantz Henig La matriz danzante: Viajes a lo largo de la frontera viral o de Laurie Garrett La plaga que viene: Nuevas enfermedades emergentes en un mundo desequilibrado, donde se advierte sobre la incompetencia de los conocimientos médicos y la falta de vigilancia apropiada. La distancia geográfica de cualquier clase de plaga mortal, según se dice en Zona Caliente, no puede tranquilizar al ciudadano. Cualquier cosa que infecte puede poner en peligro a un país que ha tenido a gala defenderse de las contaminaciones externas y hacer de la salud un motivo más de sus devociones.

The New York Times decidió a mitad de 1995 ampliar sus páginas de medicina tal como han venido haciendo el resto de publicaciones sensibles a la inquietud popular. Prácticamente no hay día en que los medios no destaquen un asunto de orden médico, el descubrimiento de un remedio, el descubrimiento de una contrainvestigación o la aparición de un peligro añadido que no había sido detectado o que acaba de emerger. Los remedios pueden proceder de nuevos fármacos o de una cirugía perfeccionada, de ensayos con vacunas y localizaciones genéticas, pero los peligros surgen desde cualquier sitio, se esconden en los alimentos, flotan en el aire de la oficina, en la proximidad de una fábrica, en el contacto con los animales, con la calefacción, con los materiales inorgánicos o con los viandantes. Hay que cuidar los cerrojos, las especias, el ejercicio físico si no se quiere perecer antes de hora o a causa de desoír los consejos que se van dando. Un día son los asbestos, otro la exposición a cables eléctricos, que como los teléfonos celulares pueden provocar el riesgo de cáncer, otro es la composición de una pintura o un envase lo que puede atentar contra la salud. Los mismos pollos del Kentucky o del Boston Chicken puede contener pesticidas de los que se ha descubierto una influencia fatal. Y no se diga ya de los hot dogs. Según un estudio publicado en 1994, los niños que comen más de doce hot dogs al mes tienen nueve veces más probabilidades de tener leucemia que los que no llegan a esta cantidad. El director de la investigación en la Universidad de Southern California, John Peters, advertía que no podía establecerse una relación absolutamente estrecha entre la ingestión y su efecto nocivo, pero la inquietud es lo que cuenta. Las conclusiones habían sido publicadas en el Journal Cancer Causes and Control, donde aparecieron otros trabajos sobre hot dogs. Por ejemplo, dos de ellos establecían que los niños nacidos de madres que comen al menos un hot dog por semana durante su embarazo corren un riesgo dos veces superior de padecer tumores cerebrales, lo mismo que los niños cuyos padres comen esta misma cantidad antes de la concepción.

Estando las cosas así, la Food and Drug Administration promovió el modelo de una nueva etiqueta que ahora llevan los productos alimenticios y donde no sólo se enumeran ingredientes y proporciones sino la relación de su aporte dietético con un patrón de seguridad. El mismo Ministerio de Agricultura se ocupó de distribuir 2 millones de postales entre los alumnos de la high school para enseñarles a inspeccionar sanitariamente las hamburguesas.

El crimen es la preocupación número uno en estos años, pero las zozobras sobre el peligro de morir violentamente se prolongan con los peligros de enfermar. No se trata sólo del tabaco, definitivamente proscrito. La grasa está registrada como gran enemiga en todas las detalladas descripciones que aportan los envases de alimentos. Se puede enfermar a manos de la nata o de la mantequilla, en un cine comiendo pop corns, descuidándose con los helados o con los cremosos purés de patatas. La fat está demonizada desde hace unos años y agregada a la lista del colesterol, la insuficiencia en la ingestión de frutas y vegetales, el defecto de alimentos con fibras, el uso irresponsable de la canela.

Hay que estar muy atento en Estados Unidos sobre lo que se come si no se quiere entrar en la duda de estar suicidándose. Existen asociaciones que organizan excursiones a los supermercados para ilustrar a las amas de casa sobre las virtudes y defectos de los productos que se expenden. Conocimientos que sin duda no será conveniente ignorar si se quiere vivir más años.

Incluso las más inocentes medicinas pueden matar. No en vano el Tylenol —sólo paracetamol— fue envenenado hace años con arsénico y se hizo asesino. Desde entonces todos los envases se expenden sellados y provistos de una tapadera que se desenrosca leyendo unas instrucciones. Los analfabetos quedan excluidos de la posibilidad de abrir el frasco. Las instrucciones dicen, en los de más fácil acceso: «To open line-up arrows on cap and bottle push cap up with thumb» (Para abrir, alinear las flechas de la tapa y del frasco. Presione la tapa con el pulgar). Y en los de más intrincada apertura: «Close tightly while pushing down turn» (Apriete hacia abajo con fuerza mientras gira). Los niños podrían envenenarse, se supone, a poco que se descuiden estas medidas de protección. Para encender los mecheros comunes hay que accionar un sistema de seguridad que no serán capaces de entender los niños ni incontables adultos sin adiestramiento previo.

No se descansa en la amenaza ni en el reposo de beber un café. En los sobres rosa de sacarina llamados Sweet’n Low, muy comunes en los restaurantes, se advierte con letras rojas lo siguiente: «Use of this product may be hazardous to your health. The product contains saccharin which has been determined to cause cancer in laboratory animals» (El uso de este producto puede ser peligroso para su salud. El producto contiene sacarina que ha producido cáncer en animales de laboratorio). Pronto todos los sobrecitos de los cafés y restaurantes del mundo se escribirán así.

Se puede enfermar o morir de cualquier cosa en cualquier momento. En 1993 se registró un millón de nuevos casos de cáncer de piel a causa de los rayos solares, lo que significaba el cien por cien más que en los años setenta. ¿Cómo no sentirse alarmado? La muerte acecha como un estímulo que acentúa el interés por sobrevivir.

Algo en apariencia tan inocente como la cocina familiar o sus sucedáneos populares está bajo sospecha, y la casa misma puede ser el perfecto sitio del terror. No en vano en Estados Unidos los hogares, según los últimos recuentos, registran el grado mayor de violencia entre seres humanos. Un 20% de todos los homicidios nacionales se producen entre miembros de una misma familia y a menudo dentro de la casa, en el salón, en el cuarto de baño, junto al fregadero. Hay cada vez más hijos asesinos y, según las estadísticas, mayor número de mujeres apaleadas. Una mujer es golpeada cada 15 segundos. Diez mujeres mueren diariamente en Estados Unidos como consecuencia de la violencia doméstica. Los hombres también son degollados o apaleados, cuando no emasculados, pero el número de víctimas masculinas registradas oficialmente es menor debido, en parte, al menor número de denuncias. Con todo, ellos también son víctimas y han comenzado a agruparse en patéticas asociaciones que airean sus calvarios.

En los riesgos hay que distinguir por sectores, pero, en conjunto, pocos quedan a salvo. Los jóvenes negros mueren en mayor proporción que los blancos por causas violentas, pero los blancos tienden a suicidarse dos veces más. Concretamente, la tasa de suicidios entre los menores de 24 años se ha triplicado desde 1965. Entre los teenagers el suicidio se ha convertido en la segunda causa de muerte, tras los accidentes.

Irónicamente, según se ha constatado últimamente, ciertos métodos aplicados para prevenir el suicidio entre los jóvenes pueden estar promoviéndolo. Mientras más del 40% de los escolares de Estados Unidos escuchan charlas sobre la filosofía de la muerte o el horror del suicidio, la mortalidad sigue creciendo. A estas alturas, uno de cada siete adolescentes ha intentado suicidarse alguna vez. «Esas charlas con su carga crítica confieren al suicidio un poder dramático que algunos llegan a encontrar atractivo», comentaba Shervert Frazier, antiguo profesor de psiquiatría en Harvard.

Probablemente ésta es también la opinión de los media. Según el doctor Sherwin B. Nuland en su libro How We Die (Cómo morimos), la muerte con su bien escondido secreto reproduce el valor de la atracción erótica y desarrolla una excitación que induce a flirtear con ella.

¿Es así, realmente? Entre los 30 libros más vendidos en 1994 en Estados Unidos, doce tenían como motivo la muerte o las muertes. Algunos de ellos se refieren a casos de asesinatos, descuartizamientos y crímenes familiares, pero otros son ensayos concentrados en la secreta observación del fin. Una obra titulada Embraced By The Light (Abrazada por la luz), donde su autora, Betty J. Eadie, relataba la experiencia de su agonía a los 31 años, ocupó la cabecera de las ventas a lo largo de más de cien semanas. En How We Die, su autor enumera los estilos de muerte de acuerdo con la clase de mal que se padece, desde un accidente de coche al sida. Uno de los propósitos del libro, según se indica, es desmitificar el terror a morir, otro es seguir flirteando con el miedo.

El miedo y su explotación forman parte del surtido genuinamente americano. La atención a Wall Street se corresponde con el miedo a Wall Street, donde la Gran Depresión fue la superescenificación del pánico económico y la continua sombra del parquet. La autoridad monetaria, por su parte, vive desvelada con las tasas de inflación, y se emplean índices que sondean la salud económica como si auscultaran un paciente de enorme fragilidad aun en los tiempos en que la economía se declara robusta. Nada está asegurado y la inseguridad redobla el negocio basado en el terror. Las películas de monstruos y vampiros, desde Freddy hasta los exorcistas, los nuevos frankenstein o dráculas llenan las salas. Para los norteamericanos sentir el filo de la navaja se corresponde con la excitación de una incierta frontera que prestigia o mata.

Hace años, en la continua alerta de la guerra fría, los norteamericanos construían refugios bajo sus casas unifamiliares para protegerse de un ataque total que a todas horas parecía posible. En 1994 un libro llamado Vanishing America (Chronicle Books, San Francisco) presentaba un surtido de objetos, costumbres y aromas que han desaparecido ya de la vida americana. No ha desaparecido sin embargo el olor del miedo. «Evil’s back», «El mal ha vuelto», fue el título que aparecía en portada de The New York Times Magazine el 4 de junio de 1994. Ron Rosenbaum firmaba un largo artículo donde juntaba un puñado de acontecimientos recientes (una madre que ahoga a sus dos hijos en un lago, los Menéndez que matan a sus padres, el éxito de la película Pulp Fiction, la bomba de Oklahoma City) para suscitar la idea de un retorno de lo maldito a la vida nacional.

Ahora no se construyen refugios caseros para protegerse de la bomba atómica, pero a mediados de 1995 la cadena de televisión ABC dedicó un programa especial a presentar varios fenómenos de la nueva edición del temor. La pérdida de acecho bélico se ha sustituido por el miedo interno al crimen y al inmigrante. El pavor a la catástrofe mundial y masiva se ha reemplazado por el temor a la pérdida de la vida individual y del empleo en un entorno cargado de añagazas.

El 11 de mayo de 1994 The New York Times hablaba del peligro cancerígeno de la dioxina para los fetos y acaso para ciertos adultos. La particularidad de la dioxina es que no se puede decir que se encuentre en un lugar fijo ni en un producto concreto. La dioxina es la molécula perfecta del peligro moderno. La inseguridad medioambiental paralela a la envolvente inseguridad ciudadana. Todo es indeterminable y lo único cierto es el peligro sin cesar.

Cerca de Las Vegas, según mostró el reportaje de la cadena ABC, vive actualmente una comunidad encastillada, completamente aislada del exterior y de sus cosas, guarecida en todos los aspectos sanitarios y físicos, reproduciendo el resguardo de una placenta artificial. ¿Son efectivamente los americanos como niños y su temor es asociable a su breve historia? ¿Es esto falso y sólo se trata de una exageración suya como otra forma más de su gusto por lo obsceno?