En el centro de Nueva York se erigió a comienzos de los noventa un panel electrónico donde iban restallando los números. Le llamaron el Deathclock, el reloj de la muerte, y marcaba, mientras la gente esperaba en los semáforos o cenaba en un Friday’s, la cifra de asesinatos con armas de fuego que se estaban cometiendo en ese momento en el país. Uno cada 14 minutos aproximadamente, 64 al día, 22.000 al año.
El número de armas de fuego que se encuentran repartidas por la nación rebasa los 200 millones, y el 43% de ellas están cargadas; unos 67 millones de pistolas y armas cortas se encuentran en poder de familias y particulares. Según la organización que patrocinaba el reloj, la Gun Fighters of America, el gigantesco arsenal de armas de fuego en manos de la población es la causa primordial de la «guerra civil» en la que se encuentra comprometido el país. A punta de pistola son violadas diariamente 33 mujeres y unas 1.100 personas son asaltadas cada 24 horas. En todo el país se cometen al año treinta y cinco millones de actos criminales, 14 millones de los cuales son calificados por la policía como delitos importantes. La tasa de homicidios en Estados Unidos es de 21,9 por cada 100.000 habitantes y año, mientras la de Canadá es de 2,9 y la de Japón del 0,5.
La polémica sobre el control o no de las armas de fuego, la necesidad de mayor dotación policial, el incremento de violencia y muertes en la high school han sido puntos centrales en los años noventa. En 1993 el Gobierno propuso a las Cámaras un programa por un valor de 15.000 millones de dólares que se sumaría a otro del año anterior de 22.000 millones para sofrenar la extensión del crimen. En sus contenidos se hallaba, entre otros, un plan para construir más cárceles y la habilitación de 50.000 policías suplementarios en los siguientes cinco años. Esto sin contar con el Brady Bill, ley destinada a reducir la facilidad en la adquisición de armas de fuego y establecer el control sobre las armas semiautomáticas que usan, por ejemplo, los grandes dealers de la droga.
Estas disposiciones y otras más se han correspondido con un descenso de la criminalidad, pero nadie está seguro de que el fenómeno haya sido atacado en su raíz. Las cárceles están hacinadas pero apenas se captura a una parte relativamente baja de delincuentes. En 1992, de acuerdo con el FBI Unified Crime Report, la tasa de detención de asesinos era sólo del 66%. Y tomando el caso de las once ciudades mayores de Estados Unidos, los porcentajes de detención son del 55% para los homicidas, del 51% para los violadores y del 24% para los ladrones. Con todo, la tasa de presos por habitante en Estados Unidos es ya la mayor del mundo.
En las propuestas a las Cámaras, la Administración Clinton autorizó en 1994 otros 3.000 millones de dólares para espacios penitenciarios destinados a los presos más peligrosos, pero la cifra se estimó pronto escasa. De 1985 a 1993 se gastaron 32,9 mil millones de dólares en prisiones, lo que supuso aumentar en casi un 70% el espacio carcelario, y la ampliación se estimó todavía insuficiente. Ni mediante el recurso a las cárceles de gestión privada, que ya en agosto de 1995 albergaban a cerca de 65.000 residentes, se ha controlado el problema. A finales de los años ochenta el censo penitenciario era de 315.974, pero quince años más tarde la cifra se acercaba al millón cuatrocientos mil.
Los 50.000 nuevos policías son también una cura exigua para la magnitud del problema. Según Jonathan Rubinstein, autor de un libro titulado City Police, la necesidad de ampliación del cuerpo policial no ha dejado de acentuarse en los años noventa, pero las ampliaciones han sido ridículas en relación con las necesidades, y en algunos casos a más policías ha correspondido mayor número de trasgresiones. Mientras en 1961 el número de delitos anuales denunciados era igual al número de policías, ahora es cinco veces mayor que la nómina de guardianes. En consecuencia, policías agregados resultan poca cosa o incluso, vista la secuencia, puede ser una mala cosa.
Contando con que existen 25.000 departamentos en Estados Unidos, los 50.000 nuevos policías salen a dos por oficina, y añadiendo que, debido a los turnos, sólo se encuentran efectivamente en servicio la cuarta parte, la adición no rebasa el medio policía por departamento. Por añadidura, la formación de un policía no se consigue enseguida y más bien las experiencias previas para graduar policías con urgencia a base de suprimir pruebas han conducido, según Rubinstein, no sólo a la ineficacia sino al incremento de la corrupción. En 1989 en Washington, D.C., dice, se suprimieron los exámenes finales, en los que fracasaba el 49% de los alumnos. Tres años después, 36 distritos policiales de la ciudad fueron sometidos a investigación por delitos diversos cometidos por los propios oficiales.
¿Control de armas? La propuesta Brady fue retrasar en cinco días la entrega efectiva del arma. En California se exige que sean hasta 15 días y el problema tampoco se alivió. ¿Prohibir la tenencia de armas? Los norteamericanos aprueban en un 70% alguna forma de control, pero se oponen, en un 74%, a la ilegalización. Este derecho está inscrito en la Constitución y grabado en el entendimiento ciudadano que cree más en el principio de la defensa individual que en la protección del Estado, del que recela siempre. El llamado Bill of Rights de 1791, que forma parte de la Carta Magna, dice así: «Para su protección y con el propósito de contar con una milicia bien entrenada, las personas de los Estados pueden tener y llevar armas.» Y esta sentencia se ha sostenido con firmeza hasta la actualidad. En aquellos tiempos, las armas cumplían la función de defenderse o atacar a los indios, pero también la finalidad de amparar las propiedades frente a los cuatreros o los asaltadores de cercados. La propiedad y la defensa de la vida personal siguen básicamente en manos privadas.
Los europeos odian y aman al Estado. No pueden vivir sin él. Los norteamericanos abominan del Estado. Viven a regañadientes con él y se sienten más a cubierto procurándose su propia custodia. «Una nación de cobardes» fue el título de un artículo publicado a finales de 1993 en The Public Interest en el que el abogado Jeffrey Synder alegaba que la dignidad individual de los norteamericanos radica en saber defenderse por sí mismos y combatir directamente el crimen. Poseer una pistola y adiestrarse en su manejo se inscribe entre los deberes cívicos y en la idea del individuo apegada al origen de la nación. «Si nos prohíben tener armas a la gente normal, los delincuentes las comprarán en el mercado negro y nos encontraremos indefensos», se arguye repetidamente. No les falta razón. Cada vez que se airea la idea del control o de restricción en la venta de armas se dispara el número de las adquisiciones. En junio de 1993, a raíz de las revueltas de Los Ángeles, se habló en los periódicos de prohibición. Inmediatamente las ventas crecieron en un 45% respecto al año anterior. Con la psicosis anticrimen de los noventa y el ascenso conservador, la agrupación pro armas National Rifle Association registraba unas 1.500 nuevas adhesiones diarias: en enero de 1994 había llegado a los 3,5 millones de socios, frente a 2,5 millones en 1991. Paralelamente, el número de expendedores de armas ha alcanzado la cifra de 285.000, tres cuartas partes de los cuales realizan las ventas a domicilio.
Una de las mayores diferencias entre europeos y norteamericanos se pone de manifiesto en las concepciones de lo social. En Europa una amplia mayoría no tendría problemas en atribuir las causas del crimen a las circunstancias de marginación, pobreza, deterioro familiar, falta de escolarización y otros factores de este orden. En Estados Unidos la fe individualista es tan robusta que, sin faltar argumentos de contenido social, la evocación a la severidad de la ley y la dureza contra el relapso es el argumento más repetido para sanear la situación. Más cárceles y un régimen más estricto dentro de ellas. En Texas empezaron a no dejar fumar a los reclusos y la norma se ha propagado enseguida. En otros lugares han sustituido los televisores en color por aparatos en blanco y negro. En Florence, ejemplo de máxima seguridad, los presos permanecen encerrados 23 horas en un cubículo que sólo recibe la claridad por un pequeño lucernario. En todo ese tiempo no pueden ver a sus vecinos de celda pero tampoco al carcelero. La comida se sirve mediante una cinta sinfín que llega sincronizada hasta un ventanuco abierto en un portón doblemente blindado. No hay recreos, no hay conversaciones. Los únicos sesenta minutos que se les permite pasear es acarreando grilletes y esposas entre una escolta de tres vigilantes. La dirección federal se confiesa escarmentada de los repetidos asesinatos de funcionarios en los años sesenta y setenta, justificando así los controles extremos.
Más policías, más penas, más cárceles, más contundencia en la represión, antes que más escuelas o más ayudas sociales para facilitar la integración. Desde la forma de resolver el motín de la prisión de Attica en 1971 hasta el episodio de Waco en 1993, la Administración con sus soldados o su policía da pruebas de su disposición violenta, a veces salvaje, en consonancia con la agresividad que ha desarrollado la vida económica. Todo político que desee ser elegido en estos años promoverá, antes que programas preventivos, penas más largas, menos supuestos de libertad condicional, más cárceles seguras y duras. Treinta y ocho estados de los cincuenta que componen la Unión aplican ya la pena de muerte, y el 80% de los jóvenes norteamericanos se declara partidario de ella mientras crece la población opuesta a los indultos o las dilaciones en la ejecución.
La construcción de cárceles se ha convertido en uno de los negocios más lucrativos del país durante la década de los noventa. «La construcción de cárceles es actualmente una auténtica locura», declaraba a primeros de noviembre de 1994 en The New York Times Jim Hawthorne, director de proyectos de la Lott Constructor Inc. y contratista de una penitenciaría, la Coffeewood Medium Security, al sudoeste de Washington.
Si el punto favorito para los gastos de la Administración Reagan fue hasta 1988 la industria bélica, en los noventa la mayor atención recae sobre la industria carcelaria. Las grandes sumas que se destinan a recintos de nueva planta o ampliación de los existentes (más de 30.000 millones de dólares —4 billones de pesetas— sólo en 1993) han suscitado la aparición de publicaciones como la Correction Today, una revista con publicidad de mobiliario irrompible, sistemas de alarma, artefactos de defensa e identificación, protección para guardianes, ciberalambradas, etc.
Una media de 900 personas a la semana han sido recluidas a lo largo de los últimos 15 años, pero este promedio asciende a 1.600 en los seis primeros meses de 1995. El número de internos en las cárceles locales, estatales o federales se ha triplicado desde 1980 y aumenta ahora a un ritmo del 7,6% anual.
«Si la tendencia que satura la capacidad del sistema penitenciario se mantiene, el número de personas en situación penitenciaria superará en poco tiempo al número de estudiantes universitarios», afirmaba The Washington Post en agosto de 1995. «El futuro es fenomenal», ha confirmado Jerome G. Miller, presidente de una agrupación que construye prisiones desde hace tiempo para la Administración. En una época en que la Administración se ha marcado como objetivo primordial reducir el déficit público, el presupuesto de prisiones crece dos veces más que el resto de los renglones.
Las más socorridas razones para explicar el alto índice de criminalidad en Estados Unidos podrían reunirse en dos grupos. En un lote se hallan aquellas que cualquier sociólogo encontraría a mano (pobreza, paro, drogas, quiebra familiar, anomia urbana), y en el otro, las genuinamente americanas. Pero, incluso dentro del primer grupo convencional, un factor como la desigualdad económica y la anomia urbana toma caracteres particularmente americanos.
En primer lugar, la ciudad ha sido un ámbito que nunca ha sabido gestionar la historia estadounidense. De la vida de la casa de la pradera se ha pasado a la vida en las zonas residenciales, la ciudad de los suburbios o edge-city. La urbe en Estados Unidos fue políticamente desordenada: un lugar propicio para las bandas, la insalubridad, la estafa. Desde Nueva York a Chicago, desde Boston a Los Ángeles, las agrupaciones urbanas son en buena medida «ciudades sin ley» a pesar de las abundantes patrullas policiales y la dureza represiva. La aglomeración de inmigrantes, los guetos raciales, la exasperación ante la desigualdad social, la desarticulación de las familias especialmente negras, abundan en el problema.
El caso de los negros es elocuente. Los negros representan el 12% de la población de Estados Unidos, pero componen el 50% de la población penitenciaria. Uno de cada cuatro negros entre los 20 y los 29 años se encuentra en prisión, en libertad condicional o en procesamiento. Significativamente, el homicidio es en la actualidad la primera causa de muerte entre los jóvenes negros. Jesse Jackson dijo en febrero de 1994, hablando en el auditórium de la Phelp Career High School en Washington: «Perdemos más hombres negros tiroteados en nuestras ciudades durante un año que los que se perdieron linchados en toda la historia desde la Guerra Civil.» Con una particularidad. Entonces los blancos mataban a los negros, ahora los blancos matan sobre todo a los blancos. Y los negros matan a los negros. El 83% de los blancos asesinados lo fueron por blancos. El 94% de los negros asesinados lo fueron a cargo de negros.
En 1989 fue el primer año que la cifra de negros asesinados por armas de fuego (11.175) superó a la de blancos (10.657). Siendo tan sólo el 12% de la población, los negros suman más de la mitad de los acribillados.
Los que más levantan la voz contra la inseguridad ciudadana son los blancos, pero quienes están soportando el mayor peso del crimen son ante todo los negros. El retrato robot de ese nuevo muerto que contabiliza el Deathclock en Nueva York es un joven negro entre los doce y los quince años; y el 95% de las veces su asesino es otro adolescente negro.
Los hispanos están siguiendo ahora una trayectoria parecida, y la mayor inquietud norteamericana relacionada con el crimen a mediados de los noventa se centra en el espectacular aumento de la delincuencia juvenil que contrarresta las esperanzas de reducir el problema general.
La cifra de asesinatos por año permanece estable desde hace quince años y en consecuencia la tasa de muertes por cada 100.000 habitantes ha disminuido desde el 9,7 en 1979 al 9,3 en 1993. La implicación sin embargo infantil y adolescente ha ascendido mucho. El número de asesinatos a cargo de niños menores de 18 años superó los 2.000 en 1994, el doble que diez años antes. No en vano en numerosas escuelas de enseñanza media hay instalados detectores de metales.
Un estudio sobre la high school de 1992 referido a la zona sur de Chicago establecía que un 47% de aquellos estudiantes —entre 12 y 18 años— habían sido ya acuchillados, un 61% había presenciado un tiroteo, un 45% había sido testigo de un asesinato y el 25% poseía experiencia de las tres cosas a la vez.
En los noventa, la violencia entre adolescentes o a cargo de ellos, en general, ha venido a convertirse en el centro de atención. Desde Los Ángeles a Miami la policía ha creado unidades especiales de vigilancia para tratar con las pandillas de jóvenes delincuentes, y sólo en el norte de California fueron arrestados en 1995. Una causa inmediata de esta delincuencia juvenil es la situación en la que se encuentra la vida familiar: un 20% de los niños norteamericanos viven en condiciones de pobreza. Otra más se relaciona con la difusión de la violencia en los media.
La artillería y la seguridad electrónica guardan los muros del hogar mientras la televisión dentro, leal a la cultura de la tribu, ofrece sin cesar series de crímenes, reportajes sobre bandidos famosos, abusos infantiles y asesinatos múltiples, películas sobre prisiones, detectives, gángsters, comisarías, masacres en el metro, en la escuela o en el gimnasio. La oleada del crimen, convertido en el miedo más importante, ha promovido la creación de episodios especiales en las series de mayor audiencia, películas ad hoc para cable y reportajes en canales musicales como el MTV (Generation after guns). Una sentencia recurrente en las guías de televisión es que esa telepelícula, ese capítulo, ese drama, se encuentran basados en crímenes «reales».
Con el afán de diferenciarse, una emisora radiofónica de Nueva York se anuncia en los murales de la Penn Station con este eslogan: «More news, less crimes» («Más noticias, menos crímenes»)… Porque todas las emisoras de la competencia abarrotan los programas con información criminal, el tema más recurrente en la comunicación audiovisual norteamericana. La ficción hace, de hecho, bucle con lo real y en Estados Unidos nunca se acaba de saber dónde termina la calle y empieza el cine, dónde en verdad termina el tiroteo de película en la sala y empieza la matanza real a cargo de las armas, los virus misteriosos y la aventura del constante peligro en la escena nacional. El crimen es real, objetivable en datos, pero además un cultivo del miedo caracteriza la cotidianidad norteamericana.
Más allá de los datos objetivos, la sociedad produce miedo como una nutrición de primera necesidad. Miedo como atributo primigenio de un territorio nuevo y por conquistar. Miedo al crimen, miedo a la guerra exterior de la clase que sea, miedo a la contaminación, a contraer cualquier enfermedad, miedo a ser atacado por el vecino con un fusil o con el humo del cigarrillo, miedo al tornado, a los japoneses, al sol. El acecho se encuentra por todas partes y matiza una escena cuya base poblacional se compone de fugitivos, emigrantes que huyeron o siguen huyendo, de combatientes en un territorio de continua agitación.