Ni el actual «capitalismo salvaje» ni la competitividad devastadora que acaba permitiendo sólo la supervivencia de los más grandes era el ideal de los padres fundadores de la nación. Más ajustadamente, la república fue concebida para estimular la emulación individual y elevar los niveles materiales y morales de toda la ciudadanía de manera igualitaria. Tanto Adam Smith como Hamilton o Jefferson creyeron en un providencial designio de la naturaleza humana y en las potencias de una economía autorregulada que incluía no sólo el mercado sino también una activa vida pública en la que participaría la población democráticamente.
En el principio de la independencia nacional de hace dos siglos, los fundadores del país creyeron en el establecimiento de una sociedad que borraría las jerarquías del viejo mundo y que, en consecuencia, ofrecería a cada cual oportunidades como no habían hallado nunca. No vislumbraron entonces que en el desarrollo de este planteamiento de libertades irrestrictas se presentaran conflictos graves y que el igualitarismo se iría desmintiendo crecientemente con la dinámica de la acumulación del capital.
En 1985 Robert Dahl, en un libro titulado A preface to Economic Democracy, escribía: «Nosotros los americanos hemos vivido siempre entre dos visiones conflictivas de lo que la sociedad americana es y debe ser. Una es la visión de nuestra nación como el lugar donde se realiza el mayor proyecto de democracia, de igualdad política, de mayor libertad política a escala continental. La otra visión es la idea de una nación donde la libertad sin restricciones y la protección de la propiedad privada conducen a adquirir una riqueza sin límites a cualquiera.»
En la primera visión, los objetivos americanos se lograrían con el establecimiento del sistema democrático, la igualdad política y la adquisición de los derechos fundamentales. En la segunda visión, los ideales americanos se realizarían mediante la protección de la propiedad y las oportunidades para prosperar materialmente.
De hecho es posible interpretar el compromiso contenido en la Declaración de Independencia —«Todos los hombres han sido creados iguales; han sido dotados por el Creador con el derecho a la vida, a la libertad y a la búsqueda de la felicidad»— en ambos sentidos. La resultante sin embargo ha venido siendo el predominio del individualismo y el poder de la razón económica sobre las demás opciones.
Actualmente, la llamada rational choice theory ha invadido prácticamente todas las ciencias sociales, y, de hecho, la Escuela de Economistas de Chicago ha sido más que una oleada circunstancial de los años ochenta. Su influencia dentro (y fuera) de Estados Unidos se ha convertido en una suerte de filosofía moral, y los expertos de Chicago, con Milton Friedman a la cabeza, han cumplido un papel de visionarios en vísperas del siglo XXI, cuando el Estado del bienestar se posterga y registra quiebras por todas partes.
Para los teóricos de la escuela de Chicago los instrumentos de análisis económico no son sólo útiles en las decisiones sobre la producción o el nivel de los salarios, sino en cualquier otra clase de decisiones. El matrimonio por ejemplo no sería un asunto en el que se tuviera en consideración primordial el amor sino una formación interpretable a través del intercambio de bienes materiales y psicológicos entre los esposos. Para la escuela de Chicago hasta el suicidio halla su apropiada explicación economicista: alguien decidiría suicidarse, según sus términos, «cuando la utilidad marginal de la vida llega a cero».
No hay prácticamente conducta humana que no pueda ser interpretada mediante parámetros económicos, no importa lo altruistas, emocionales, desinteresados o compasivos que parezcan los actos. El mercado de bebés podría solucionar los problemas de los embarazos indeseados, los deseos de adopción, las dificultades de padres insolventes, etc., y el mercado libre —desde órganos para trasplante a prisiones privadas— podría atenuar el déficit. Prédicas que se acomodan muy bien dentro del espíritu de la sociedad americana. Incluso la religión a través de sus diferentes sectas y para-churches compone un conjunto que no tiene empacho en manifestarse en un lenguaje económico más allá de las insinuaciones del alma: «Los miembros de la St. John’s Lutheran Church de San Francisco tienen garantizada la devolución de su dinero —dice un folleto—. Los feligreses —se agrega— pueden entregar a la iglesia su donativo por un período de 90 días, y si piensan que en ese tiempo no han recibido los favores que han solicitado o se reconocen decepcionados con las predicaciones y los oficios, pueden recuperar sus entregas.» El programa se llama «God’s Guarantee» y el pastor arguye que su confianza en Dios es tan profunda que no ve peligros financieros en esta política de reintegros. El planteamiento es, de otra parte, similar al que antes había establecido la Skyline Weesleyan Church en San Diego y otras más, calcado de las políticas comerciales de las empresas.
El mercado libre recibe de este modo la bendición de hace dos centurias y sobre un fin de siglo donde, dentro de un capitalismo sin contrapeso, el Estado reduce su participación, encoge sus ayudas sociales, retira fondos para la enseñanza o la atención a los pobres y ancianos.
La corriente se ha acentuado en los últimos quince años respecto a los precedentes, pero ciertamente los americanos han aceptado desde sus principios una menor provisión de servicios sociales a cambio de pagar menos impuestos. Los americanos aportan menos dinero a Hacienda que los suecos, los ingleses o los españoles, y día tras día los políticos conservadores prometen una reducción mayor. La sociedad se dibuja como un panorama compuesto por una gran riqueza privada acumulada en algunas manos y una creciente ruina en las atenciones públicas.
La diferencia entre el 5% de la población más rica y el 5% de la población más pobre es un múltiplo de seis en Gran Bretaña, de tres en Suecia. En Estados Unidos el múltiplo es de quince. Un 46% de la riqueza nacional está en manos del 1% de los americanos y la concentración no se detiene. Los ricos son ricos como emperadores, los pobres lo son como parias de Calcuta. No será raro que bajo este sistema se produzca el contraste entre grandes mansiones en el extrarradio y barrios miserables a pocas millas. Anchas autopistas y puentes de peaje para los vehículos privados y deficiencia de autobuses; majestuosos hospitales de pago junto a deficientes hospitales y clínicas públicos.
Recordando censos de Colombia o Brasil, alrededor de medio millón de niños venden cualquier cosa por las calles para procurarse comida o alojamiento, docenas de recién nacidos mueren en los hospitales públicos de Nueva York por falta de una asistencia debida. El gasto público representa el 34% del PIB en Estados Unidos mientras que es más del 40% en España. Un 46% de los niños negros se consideran pobres según el Bureau Centre (1995), y los 27 millones de analfabetos y los 35 millones de desamparados son parte de lo que echa fuera como residuos naturales el mercado libre.
En una nación católica los indigentes son como una muestra de la predicación evangélica. Se encuentran ahí como testimonios de la injusticia de este mundo y a la espera de un más allá donde sobrevendrá la aplazada recompensa. Conforman en conjunto ese suministro coherente con la esperanzadora sentencia de que los desheredados son hijos queridos de Dios. En el calvinismo esta posible esperanza se hunde sin embargo en sus fundamentos y acaso los pobres sean sólo una especie de ganga irremediable.
En la actual producción social norteamericana los ciudadanos pobres se corresponderían con los montones de residuos que las fábricas vierten en sus entornos creando tasas de contaminación. Los pobres son detritus, se abandonan como stocks improductivos en las aceras, quedan quietos en las esquinas de las barriadas negras, se alcoholizan en las reservas indias, forman parte del aire tóxico en los tugurios de las urbes. Están ahí como parte del sistema competitivo. El número de ricos parece gestarse a partir del número de pobres. Materialmente son un efecto de la producción, moralmente son una consecuencia que el escrutinio del mercado aplica sobre la heterogeneidad de los seres humanos. La idea de que el pobre es pobre porque es perezoso o incompetente está instalada entre muchos norteamericanos, republicanos o no, y el libro citado The Bell Curve de Herrstein y Murray —con la tesis de que existe una correlación entre razas y niveles de riqueza, una ecuación natural entre ser negro, menos listo y menos apto para ascender— llegó como un guante en 1994 (tras una serie de obras similares a lo largo del siglo) para la legitimación del pensamiento republicano mayoritario. El desigual panorama social es un acto de justicia del mercado que discierne entre los unos y los otros, aunque también hay elementos de fortuna que se viven como justificados en una sociedad vertiginosa. El sistema evoca así junto a las leyes darwinistas las leyes del azar al estilo de los casinos de Las Vegas. Un reluciente Cadillac Fleetwood espera en una plataforma junto a las máquinas tragaperras a que alguien acierte con la combinación. Tan cerca como para rozarlo con la mano, tan alejado como una aparición irreal.
En Estados Unidos efectivamente se puede morir de pobre o alternativamente acertar con una idea y convertirse en multimillonario joven al estilo de Bill Gates. La historia de Estados Unidos está cuajada de ganadores de este estilo, oportunistas, audaces, agresivos.
El alto grado de competitividad en el deporte, en las escuelas, en las universidades, en el consumo, se corresponde con la agresividad de talante empresarial. Y viceversa: la atmósfera de tensión económica se dobla con los killers deportivos, la violencia en la televisión, la delincuencia real.
Es ocho veces más probable ser atracado en Nueva York que en Barcelona, el índice de asesinatos por habitante es diez veces mayor en Chicago que en París. La clase de educación que se imparte, el tipo de religión individual que se inculca, la compulsión por zanjar los conflictos de forma rápida y «pragmática», la defensa individual con armas de fuego, son factores que hacen entender la alta tasa de criminalidad en la primera nación del mundo. Pero también la fuerte tensión psicológica a que lleva la diferencia entre ser un ganador o un perdedor. «En las escuelas hay que enfatizar la figura de los números uno», repetía Gingrich en 1995. «Es peor morir que vivir derrotado», les decía el presidente Ford a los componentes del equipo olímpico.
Quien trabajando en Estados Unidos no pasa de pobre es un fracasado de más tamaño porque se supone doblemente incapaz. Incapaz de hacerse mejor a sí mismo e incapaz de explotar las privilegiadas ocasiones de una nación potencialmente muy dotada de recompensas. No ser triunfador en Estados Unidos es comparativamente más duro de soportar y al cabo una frustración que ayuda a explicar su alto índice de robos, suicidios y crímenes.