EL AMOR AL DINERO

Una vez, cuando residía en Filadelfia, tres escolares buscaban reunir fondos para una fiesta vendiendo sandwiches de puerta en puerta. En una de las casas la señora les entregó un billete de cinco dólares para pagar el precio de cuatro dólares, pero viendo que los chicos no tenían cambio se fue a por un lápiz y les hizo firmar un papel reconociéndole la deuda de un dólar. Esta señora, Florence, es una mujer afable que de vez en cuando nos traía un pastel: nada, por tanto, parecido a una persona avara. Pero un dólar es un dólar. Algo más allá de lo que efectivamente se puede comprar con él. Los americanos respetan mucho el dinero, quizás porque el dinero, a su vez, les respeta a ellos. No han sufrido como otras naciones las estafas de las grandes o sucesivas devaluaciones y su divisa tiene la categoría de emblema. Mientras en España se cambian a menudo los diseños de monedas y billetes, se pasan de papel a metal o cohabitan varios ejemplos de un mismo valor, en Estados Unidos el dólar impone una faz segura.

En 1994 y comienzos de 1995 se habló de alterar el billete de cien y la gente se removía ante ese atrevimiento al que no hallaban legitimación. Poco después, en su afán de reducir el déficit público, los republicanos plantearon cambiar el billete de un dólar por una moneda metálica más duradera, que llevaría a ahorrar altísimas cifras, pero la población se opuso categóricamente en los sondeos.

Más que una moneda, el dólar es una enseña heráldica, alta cultura financiera y cultura pop. Una estampa unida a la seguridad de estar acreditados dentro de la tierra americana, donde más que en ninguna otra parte el dinero es una categoría trascendental. El dinero se relaciona no sólo con un valor material sino también, por ejemplo, con el valor de la belleza, de la salud o de cualquier otra bondad. «Me siento como un millón de dólares», «Es tan bonita como un millón de dólares» son dichos populares que avalan la elocuencia de sus billetes para expresar sueños.

En Estados Unidos, absolutamente cualquier asunto encuentra su traducción en dólares. Se sopesa si conviene invertir 1.400 millones al año para salvar a algunos de los 50.000 enfermos de sida o sería mejor no gastar esos 30.000 dólares por enfermo en función de la rentabilidad; se decide el diseño de las cárceles sopesando lo que vale un preso en relación a lo que cuesta un puesto escolar y los gastos que acarrearían las políticas de prevención de la delincuencia. Las campañas contra el tabaco basan sus más implacables argumentos en el coste de las enfermedades derivadas de esa adicción. Las recomendaciones sobre la importancia del ejercicio físico con pesas se relacionan con los costes que representan para la comunidad las fracturas de caderas a causa de la osteoporosis, y así sucesivamente.

La economía es la regla de juicio suprema, más allá por supuesto que la política, desprovista allí del culto, la relativa autonomía y la retórica de los países europeos. Los dictámenes de la rentabilidad junto a las sentencias que libra el mercado libre son la norma hegemónica, no importa si a veces les parece cruel.

Pocos de los americanos que han conocido la Europa mediterránea dudan en afirmar que aquí la calidad de vida es superior a la de su país. De hecho, ésta fue la respuesta que dieron los americanos residentes en este continente durante el verano de 1995. Cuando se les interrogó sobre diferentes características de las naciones, mencionaron a España en el primer lugar si se trataba de escoger un país para vivir bien, pero la emplazaron en el último puesto al calibrar si era apropiada para los negocios. En el Mediterráneo la esperanza de vida es más alta que en América, las comidas más apetitosas, el clima más benigno, las gentes más altruistas. Pero, en el otro extremo, Estados Unidos es el territorio para crear empresas y la plataforma potencial más excitante para amasar una fortuna. Unos países son, en el propio sentir de los ejecutivos norteamericanos, mejores para disfrutar del ocio y las relaciones humanas, pero Estados Unidos es superior para el afán de logro.

Los americanos son trabajadores acérrimos en busca de su prosperidad individual. Cuentan apenas con 10 o 15 días de vacaciones anuales, pero, además, el 38% confesaba en una encuesta de julio de 1995 (Strategic Consulting Research) no haberse tomado un solo día de descanso en 1994. Dos años antes el porcentaje de estos supertrabajadores era del 26%; 12 puntos porcentuales más bajo. No sólo no trabajan menos a medida que crece su renta, sino que cada vez trabajan más. Los republicanos, por mediación de Newt Gingrich, propusieron en noviembre de 1994 reducir el número de las pocas fiestas anuales a cambio de bajar unas décimas la presión fiscal: una mayoría de los contribuyentes respondió afirmativamente a esta iniciativa.

Hay pocas fiestas a lo largo del año, pero parecen sobrarles todavía algunas o todas. Cuando en una encuesta de mayo de 1995 el diario USA Today preguntó a la población qué períodos del año les resultaban más estresantes, el 32% respondió que los holidays, Easter, Thanksgiving, Navidad. El otro tiempo en que existía una coincidencia mayor en cuanto a tensión eran las fechas de las reuniones familiares (25%). El tercer tiempo peor sería el período de la declaración de la renta, y en eso coincidía el 20%. Cualquier español habría colocado probablemente en primer lugar lo que para los americanos es el tercero y habría vuelto la espalda a la opción de eliminar vacaciones. Trabajar, ser un triunfador, ganar dinero define la atmósfera de tensión social norteamericana, que no ve en la divagación o el ocio la voluptuosidad latina.

Por varias razones, los norteamericanos son los grandes empresarios del mundo. No sólo venden todo, venden lo más importante de todo. Han vendido al mundo su lote político, económico y cultural a través de un adiestramiento comercial que no cesa de perfeccionarse. La cultura de la compraventa moviliza a los niños de las escuelas, que pronto empiezan a vender cualquier cosa. Entusiasma a las familias con los yard-sales o los garage-sales en otoño o primavera, liquidando los artículos que ya no desean en los entornos de sus casas. Nadie se avergüenza de ello porque ganar dinero vendiendo o comprando es una costumbre general y la transacción una forma natural de habitar.

De esa manera los norteamericanos saben vender bien a una y otra escala, desde las grandes corporaciones a los comercios pequeños, basados, unos y otros, en un principio casi religioso: la confianza entre el que da y el que paga, la rigurosidad del compromiso cuando el dólar está por medio.

En ningún país como en Estados Unidos se producen tantas llamadas masivas para revisar artículos que se detectaron como defectuosos. Los recalls se suceden cada vez que algún fabricante, desde Philip Morris con las boquillas de los cigarrillos hasta Ford con defectos en la tracción, advierte algún error que pueda perjudicar el funcionamiento de su mercancía y dañe, por tanto, la adhesión de la clientela. No importa lo inadvertido que el defecto haya sido para el usuario o si las protestas no han alcanzado un nivel alto. Los fabricantes protegen su honradez gastando millones de dólares en reintegrar el dinero de lo vendido o aprestándose a corregir gratuitamente las deficiencias que unas veces señalan las autoridades y, otras, ellos mismos. Ocho mil millones de cigarrillos, ocho millones de vehículos… los gastos adicionales deben salvaguardar la confianza en las empresas. Tanto de las grandes como de las pequeñas. No sólo se trata de que el cinturón de seguridad no cierre bien o que el cerrojo de la puerta trasera pueda abrirse por un impacto, los pequeños negocios de lavados automáticos lavan de nuevo el vehículo si el cliente presenta alguna queja al comprobar el resultado. En todas partes aceptan la devolución del artículo sin oponer reparos.

Un americano sabe bien que para vender debe hacer parroquia al estilo de la antigua aldea. Sears and Roebuck, la primera firma que empezó hace un siglo enviando artículos por correo, fundó su éxito en la probidad. Sears ofrecía a las poblaciones diseminadas por el campo cualquier cosa, desde un vestido de boda a una estilográfica, todo lo que no se encontraba en el almacén local o se vendía a precios más altos. Los americanos confiaron en sus ofertas porque Richard Sears era un genio en el arte de la publicidad, pero, ante todo, porque remitía anticipadamente el artículo y después, si el cliente estaba satisfecho, lo cobraba.

Ser consumidor en Estados Unidos es disfrutar de un universo de ofertas, rebajas, saldos, y disponer de un afinado sistema contra el fraude en la calidad. Además de las asociaciones de consumidores, en los periódicos o en la televisión abundan los bufetes dedicados a querellarse contra el menor abuso con la promesa añadida de no pasar la minuta si el pleito no se gana. La tierra de las oportunidades para ganar es también la de las oportunidades para comprar entre una constelación de avezados vendedores. Los consumidores pueden ser tomados por maníacos de la compra, pero los vendedores serían los correlativos ejemplares de la misma compulsión. Traficantes sin desmayo o voraces detectores del previsible bocado que contiene la venta. Los periódicos, las revistas, los boletines gratuitos, los impresos de los comercios, el correo diario, aportan decenas de páginas de cupones para rebajar los precios de unos y otros artículos por oleadas y no importa lo selectos que parezcan. Un lote de cremas Estée Lauder que hoy vale 150 dólares se convierte en 50 dólares una semana más tarde, pero una semana después puede volver a su antiguo coste. Hay clínicas dentales que ofrecen revisar la boca con radiografía completa por menos de 1.000 pesetas. De ahí puede suscitarse el descubrimiento de unas caries y convertir al cliente ocasional en un paciente prolongado. Pero hay, que estar alerta también ante las clínicas porque la oferta no dura siempre, no se emplaza en el mismo lugar o es mejorada inmediatamente por otra. Sprint, AT&T y MCI, las tres grandes compañías telefónicas en pugna, rebajan precios y ofrecen servicios adicionales para atraerse a un público portátil. Los usuarios pueden trasmigrar de una a otra cada pocos días en función de las ventajas. McDonald’s frente a Burger King, Marlboro frente a Winston, Coca-Cola frente a Pepsi, Ford contra General Motors.

El mundo de la compraventa es una sesión de alerta ininterrumpida. Siempre se puede y se empuja a estar de caza. En los artículos de vestir, en la alimentación, en los muebles, en los coches, en los electrodomésticos, en los cigarrillos. El precio no es un dato fijo ni muy perdurable. La novedad aparece y la obsolescencia llega enseguida, acelerada por la dinámica del mercado, la velocidad de las nuevas ideas prácticas y las comunicaciones nuevas. El desarrollo actual de Internet y sus secciones de compraventa hace aún más rauda la compraventa, y siempre habrá un servicio para satisfacer una necesidad, no importa lo extraña que parezca o lo intempestivo que se juzgue el momento.

Es indiferente que sea martes o domingo y también, en muchos casos, la hora que sea. A disposición, preparado para asistir la compra, habrá un puesto de guardia. En la terminal de llegadas internacionales de TWA en el aeropuerto Kennedy hay instalada desde hace años una máquina rotatoria donde se exhiben ramos de rosas y osos de peluche por si alguien desea agasajar al pasajero con un regalo de bienvenida que olvidó comprar. Este ejército de empresarios alertas a la ocasión de vender ha ido, en su previsión, más allá que la cabeza del ciudadano común.

Las nuevas modalidades de venta y sus ingentes cifras ocupan el ambiente con un espesor que hace tangible la sensibilidad de un mercado ceñido a los surtidos del deseo. Las compañías de alimentación lanzaron 12.893 productos nuevos en 1993. Entre ellos, crearon agua mineral para perros y dietas especiales para gatos que hayan cumplido los 10 años y sufran los problemas del envejecimiento. Hay galletas especiales para adultos con suplementos de antioxidantes, huevos sin colesterol, cigarrillos sin humo. En las habitaciones del Hilton Millennium de Nueva York se encuentra un catálogo para poder comprar cualquier clase de prendas o enseres que uno haya olvidado en casa, desde una camisa o unos calzoncillos a una radio, un reloj, un paraguas o una calculadora.

En los aviones, a su vez, se pueden comprar collares electrónicos para animales domésticos que matan las pulgas y ahuyentan las moscas, o las mantas Omniblanket programables para calentar con diversos grados las diferentes partes del cuerpo. Gadgets, novedades, artilugios producen un espectro de sorpresas en un mercado que inventa sin cesar. Anuncios varios en las emisoras de radio y la televisión invitan a llamar a teléfonos gratuitos para aportar sugerencias que mejoren artículos existentes o los sustituyan. Algunos de los productos en venta llevan con ellos una nota animando al consumidor a opinar sobre posibles cambios que superen la presentación o el funcionamiento del artículo a cambio de recompensas.

Hasta a los alumnos, en febrero de 1994, se les reconoció legalmente la propiedad intelectual de sus apuntes, sus proyectos, los caminos de resolución de los problemas, sus redacciones literarias, su inventiva general, porque en Estados Unidos una idea puede ser el principio de un negocio multimillonario, como lo fue el de la cremallera, el chicle, el mando a distancia, la tarjeta de crédito, el microondas o los post-it. A ser empresarios vivaces, astutos conquistadores del mercado y amantes del dinero se aprende en Estados Unidos como una base de la cultura. Basta darse un paseo por las librerías y comprobar la alta proporción de obras en el departamento de empresas, economía o business, dividido a su vez en secciones particularizadas. Basta contemplar la televisión para constatar cómo la publicidad de las marcas domina en las cadenas generalistas sobre el programa, se trate de un show, un telefilme o una película.

Nada de las regulaciones para reducir o acumular la publicidad, como se hace en Europa en defensa del espectador y la cultura cinematográfica. En Estados Unidos una película se somete a cortes para adaptarla a su mejor comercialización en la pantalla, y su trascurso se trufa con un 35 o un 40% de tiempo en spots acumulados en su tercera y última parte, cuando el argumento se supone que ha captado el interés. Por añadidura, en el otoño de 1994 los anunciantes impusieron una estrategia más determinante. A un telefilme ya no sigue, como antes, una ristra de anuncios, sino el principio inmediato y casi sobrepuesto de la siguiente serie para contrarrestar la tentación del zapping.

Antes el tiempo para publicidad entre una serie y otra permitía que el espectador escrutara otros canales. Pero ahora, en las horas punta —los tiempos de la cena norteamericana, la velada y los sábados por la mañana—, tanto la ABC como CBS, FOX o NBC eliminan las melodías introductorias y los títulos de crédito, que circulan con una duración no superior a los diez o quince segundos sobre escenas de la otra serie en marcha. O bien las series tienden a ligarse entre sí como si se tratara de una misma serie que reproduce la continuidad de la vida misma. La ventaja para las emisoras es que pueden cobrar más por los anuncios, pero la ventaja para los espectadores es que probablemente puedan comprender de una vez que la televisión comercial no trata de distraerles con el fin de alegrarles potencialmente la vida, sino de alegrarles la vida por el hecho de ser clientes.

En la estrategia de alegrar la vida del cliente y hasta de alargársela, mediante la venta de futuro, son precursores los americanos. De una parte, el presente está muy congestionado de ofertas; de otra parte, comerciar con el futuro es un indicio de garantizar la durabilidad muy a tener en cuenta. Allí nacieron las ventas a plazos que acercaban el disfrute inmediato, allí se han desarrollado hasta colorear la vida nacional las compras del disfrute más rápido. El porvenir se actualiza y se vende rebajado, de la misma manera que el pretérito se expende más barato una vez perjudicado con su obsolescencia.

Mientras todavía muchos latinos improvisan sus viajes de vacaciones o los programan apresuradamente, los americanos se han educado en la práctica de encargar el porvenir con anticipación de meses y temporadas. Todos los viajes cuyo plan de hoteles y billetes para el transporte se cierre con dos meses de adelanto dispone de descuentos sustanciosos respecto a las reservas inferiores a las tres semanas. La diferencia de tarifas puede ser del doble o más contando con que se está adquiriendo una materia prima disponible virtualmente. La vida americana es así una flecha que se dispara psicológicamente más allá del tiempo, en la seguridad de que el tiempo por llegar se encuentra avalado por la fundada consistencia del presente incólume.

La primavera, el verano, la fiesta de Navidad, San Valentín, el Memorial Day, el Thanksgiving son fiestas que comienzan a hacerse sentir meses antes de que se cumpla la onomástica. Cada festividad desprende hacia sus dilatadas vísperas un aura de la que se obtiene valor explotable. En cada momento del año, casi sin excepción, se alza en el horizonte la visión reforzada de un día famoso de cuyo advenimiento se llenan felizmente los comercios, los anuncios y las ofertas de los grandes almacenes. Ya en julio se reciben catálogos para las compras de Navidad, y por septiembre se invita a no demorar las compras de Christmas. Del Thanksgiving, que es en noviembre, se habla inmediatamente después del verano, y de San Valentín a comienzos de enero. En enero, a su vez, surgen los proyectos para planear el goce del veraneo. Como cuando aún no han subido las temperaturas de los cero grados se alerta sobre la oportunidad de comprar aparatos de aire acondicionado a menor precio. Los comercios contribuyen a pensar en ello porque ya pronto sustituyen la ropa de invierno por bikinis, lanzan promociones de protectores solares y ropas de lino apenas se desvanece el frío. El futuro llega servido como una materia propicia para ser vendida y rebasar la cotidianidad siempre más modesta que la fantasía de un porvenir optimista al que es adicto el norteamericano. Hipotéticamente, la vida no acaba nunca, ni va nunca a peor, no es adversa sino prometedora, y cada vez más satisfactoria y alcanzable con dólares.

Hasta los pueblos, con su pasado y porvenir incluidos, se venden, tal como ocurría con Goran, un poblado próximo a Los Angeles, en mayo de 1994. Todo se vendía allí. Se vendían las gasolineras, las escuelas, el ayuntamiento, las casas, las tierras, las plantaciones, los almacenes y sus stocks por un total de 13,6 mil millones de dólares. Los habitantes se habían puesto de acuerdo para saldarlo entero. Se querían trasladar a otro lugar donde vivir y comerciar mejor.

A Nation of Salesmen (Una nación de vendedores) llama Earl Shorris en su libro de 1995 al pueblo norteamericano, donde las empresas son parte inseparable de la cultura popular o universitaria. En las clases de inglés para extranjeros, en Harvard, se explicaba la historia mercantil de McDonald’s, y en otros textos de inglés se cuenta cómo nació el donut, la historia del cucurucho para los helados o los secretos del éxito de Kentucky Fried Chicken.

Desde los años sesenta McDonald’s requiere a sus establecimientos la exhibición de una bandera nacional y de una placa con la figura de un águila que porta en su pico una cinta con la leyenda: McDonald’s. The American Way. Ronald McDonald, un personaje que salía en la televisión interpretado por Williard Scott, en 1967 era identificado por el 96% de los niños norteamericanos, en segundo lugar después de Santa Claus. A lo largo de su historia la compañía ha buscado en un terreno abonado formas de incidir socialmente y ha promovido tanto campañas a favor de los niños enfermos (Ronald McDonald House sirve a las familias con terreno abonado formas de incidir socialmente y ha promovido tanto campañas a favor de los niños enfermos (Ronald McDonald House sirve a las familias con niños que tienen cáncer) como propagandas aireando su contratación de negros. En 1995 su nuevo lema Have you had your break today? (¿Ha tomado su momento de descanso hoy?) fue noticia destacada en los telediarios. Como lo fue en 1985 que Coca-Cola mantuviera su fórmula clásica después de un breve intento, entre protestas, de fabricarla más dulce. La cadena generalista ABC interrumpió su programación entonces para confirmar como noticia extraordinaria esta decisión de interés general. Los diputados, los héroes militares, los proceres forman parte del patrimonio nominal de la nación, pero las empresas, los empresarios, sus proezas, sus decisiones a través de las macrocorporaciones tienen un valor fácilmente superior.

De una punta a otra de América el paisaje cambia, los habitantes son mormones o episcopalianos, negros, anglosajones o asiáticos, pero todos al salir por las carreteras y cruzar por sus urbes se reconocen partícipes de una misma nación a través de la repetición de los signos de las grandes firmas.

Sin comparación a lo que ocurre en Europa, en Estados Unidos las grandes sociedades y los magnates trenzan la cotidianidad de una épica compartida. Cuando se habla de la Ford, de IBM o de John Deer hay algo más que una referencia a la fortuna de algunos. Se está hablando directamente de la realidad de América. Hay productos genuinamente americanos que no son las lentejas o las célebres patatas de Idaho, sino marcas, desde las sopas Campbell, los Cherrios o los Kellog’s Corn Flakes o los Sara Lee que enlazan hogares distantes con el vínculo de una misma gastronomía.

La práctica ausencia de cocina americana se sustituye por esta común alimentación industrial a cuya mesa se sientan millones de comensales dentro y fuera de casa. Si se trata de una pizza, Pizza Hut espera con la misma receta desde el este al oeste y en casi cualquier cruce. El pollo frito de Kentucky, los Wendys, los Friday’s repiten su presencia desde una punta a otra. McDonald’s cuenta con más de medio millón de empleados dispuestos a servir la misma clase de hamburguesa, y los Dunkin Donuts, 7-Eleven, los Acme, los Sears, los Macy’s, los Gap, ofrecen iguales productos de alimentación, de limpieza o de vestido vaya uno por donde vaya. Con un añadido: los grandes almacenes se concentran cada vez más y lo que hoy parece uno y otro pueden ser el mismo conglomerado la temporada que viene. Tal como sucede con la creciente concentración de las cadenas de televisión, de radio o de prensa, los suministros materiales se convierten en colosales producciones de lo mismo, nacional, americano. Incluso si se intenta dormir, los Hyatt, los Sheraton o los Marriott a un nivel o los Days Inn y los Holiday Inn de la carretera repiten recepciones y alcobas homologadas. La heterogeneidad norteamericana y su disgregación se borra en el regazo de las firmas.

La americanización del mundo empieza por la americanización de América, y hasta podría pensarse que los norteamericanos palpan la realidad de hallarse en una misma sociedad a través de la escena que trasmiten los media y a través de la polución visual que gestionan sus corporaciones. En un país sin gran tradición folklórica común, sin procesiones, tascas y cosas por el estilo, los puntos de sutura están en buena parte representados por el repetido consumo de nombres industriales. Nombres de empresas y artículos que hacen las veces de la nómina monumental en su soberanía capitalista.