Acosado por problemas políticos y personales, el presidente Clinton declaró ante los periodistas en febrero de 1995 que conservaba la energía para hacerles frente gracias al favor recibido con la lectura de los 150 himnos del Libro de los Salmos, del rey David. Mediante este amparo bíblico, el mandatario del primer país del mundo decía haber logrado «gran alivio ante los sufrimientos que le infligían sus enemigos».
Lo que en un presidente europeo pasaría por una rareza, en Estados Unidos contribuía a apuntalar su imagen. Porque lo inconveniente allí sería que el presidente diera señales de olvidar a Dios o no se le ocurriera consultar la Biblia.
No hay nación en todo el mundo con mayor porcentaje de práctica religiosa, ni país con más parroquias por habitante. Si existe un pueblo en el que la vida pública se encuentra empapada de religiosidad, ese pueblo es Estados Unidos. Un 60% de la población asiste a los oficios semanalmente, y nueve de cada 10 americanos ignoran la especulación de que «Dios ha muerto». El 75% reza una o más veces al día. El 28% una hora o más. En cada momento arrecian las soflamas religiosas en la radio o en la televisión.
A comienzos de los años noventa se pusieron de moda los ángeles. Una encuesta de la revista Time en diciembre de 1993 confirmaba que un 69% de los norteamericanos creían en la existencia de estos seres sobrenaturales, y un 32% afirmaba haber sentido personalmente alguna vez en su vida la presencia de una o más de estas criaturas. Varias cubiertas de semanarios, una cosecha de libros y un par de películas aprovecharon el tirón de esta nueva oleada espiritual.
Pocas cosas se aprecian con justeza en la historia social y política del país sin tener en cuenta el factor religioso. Estados Unidos es una colectividad aliada por la fe en las leyes de un ser supremo que unas veces es la Divinidad y otras es la divinización de América.
El impulso fundacional de la nación estuvo inspirado en el mito de los antiguos israelitas y ésta fue la creencia compartida por los protestantes procedentes de Inglaterra a lo largo del siglo XVII. Los peregrinos se consideraban a sí mismos elegidos de Dios e investidos con la misión de difundir el verdadero Evangelio por el mundo. En su creencia, la reforma protestante había fracasado en Europa traicionada por una inclinación «carnal y no religiosa», pero hallaría al fin su pureza en el desarrollo del flamante paraíso americano. John Winthrop, el primer gobernador de la Massachusetts Bay Company, formada en 1628, interpretó enseguida cómo un signo celestial que los indios de Nueva Inglaterra, próximos a su asentamiento, fueran arrasados por una epidemia de viruela que despejó de gente una extensión de 330 millas a la redonda. Allí tendría principio la construcción de la utopía teologal, la Ciudad sobre la Colina.
Estados Unidos se convirtió después, pasados los años, en la cuna de la democracia, en la sede del mayor poder militar, en el centro de la influencia económica planetaria o en la Sodoma del entretenimiento audiovisual, pero su origen fue de naturaleza religiosa. No es ocasional, antes y ahora, que el talante religioso se trabe en los discursos políticos, en el culto a la bandera, en las sacudidas puritanas antisexuales y antiabortistas, en la viveza de la vida parroquial.
Los padres fundadores no concebían separación entre Iglesia y Estado, entre la prosperidad y la voluntad de Dios: la religión no era un asunto privado sino público; la fe y el Estado constituían un solo e inseparable hormigón. La diversidad de creencias, la masiva afluencia de emigrantes heterogéneos y la vasta dimensión del país hicieron imposible un sistema religioso ecuménico, pero nunca se perdió el aglomerante piadoso. La primera enmienda de la Constitución estableció más tarde la separación de la Iglesia y el Estado, la libertad para todas las religiones, pero esa misma Constitución no fue redactada para una colectividad sin Dios. Los ateos quedaban excluidos del proyecto americano como se echaría fuera del templo a los infieles. Así, la primera Toleration Act de 1649, que fomentaba la convivencia de todos los credos y sancionaba a quien usara un lenguaje políticamente incorrecto (llamar a alguien «puritano», «herético» o «cismático»), castigaba a la vez con dureza a quien negara a Dios o se atreviera a blasfemar.
En su primer año como primer vicepresidente norteamericano (1797), Adams ratificó que «nuestra Constitución está hecha sólo para una gente moral y religiosa… Es absolutamente inadecuada para el gobierno de otra clase de comunidad». Y John Locke, que tanto influyó sobre el pensamiento de Jefferson, destacaba que «La exclusión de Dios, incluso en el pensamiento, lo disuelve todo…».
El poder de esta idea pervive en el alma nacional más allá de las marejadas de carácter laico que han emergido ocasionalmente. «Ser americano es un estado mental», enseñaba Newt Gingrich en una de sus lecciones de historia de América que impartía durante el primer cuatrimestre de 1995 por una televisión universitaria. Ser americano es un «estado mental» en el que incluía la fe en Dios y sus leyes, la disposición para el sacrificio y el afán de logro, el respeto al individuo y la esperanza en la misión redentora de América. No sólo los republicanos creen acérrimamente en ello. El ex gobernador demócrata de Pensilvania que proyectaba competir con Clinton en la nominación presidencial, bautizaba a Estados Unidos en 1994 como «un pueblo religioso cuyas instituciones asumen la existencia de un Ser Supremo». «Dios bendiga América» es la frase con la que bien a menudo se culminan las alocuciones de los líderes.
Sin la presencia de Dios no hay América. No importa de qué definida clase de Dios se trate. La arenga patriótica de Eisenhower en 1954 llamaba en su extremo a los americanos para que tuvieran «fe en la fe». «Nuestro Gobierno —decía— no tiene sentido si no se basa en una profunda fe religiosa, no importa cuál sea esa fe.» Ese mismo año, la frase «bajo la voluntad de Dios» que había empleado Abraham Lincoln en su discurso de Gettysburg fue consigna nacional, y en 1956 el lema que sigue impreso en los dólares, In God We Trust (Confiamos en Dios), se hizo una enseña oficial que se guarda en el bolsillo.
Más allá del idioma común o el mismo dólar, lo que congrega al pueblo norteamericano es un sueño espiritual que echa raíces en la religiosidad de los pioneros y que se decantó con la forma de «republicanismo» en la enseñanza moral de las escuelas.
El republicanismo es un cuerpo doctrinal asentado sobre la afirmación individualista, la defensa de la libertad, la justicia y la democracia; más la adhesión a una América señalada por Dios para fecundar al mundo.
Uno o varios de estos conceptos (la libertad, el individualismo, la democracia) pueden parecer de ideología laica, pero su corazón está cuajado de piedad. «Los americanos deben identificar el ideal democrático con la Voluntad de Dios o, si se quiere, de la Naturaleza. Los americanos deben lograr la convicción de que la democracia es la verdadera Ley de la Vida… Las instituciones del Gobierno deben enseñar la idea democrática como una religión», escribía en 1952 J. Paul Williams en What American Believes and How They Worship.
No le faltaban precedentes a Williams, ni pudo soñar con un mayor número de seguidores. De un entendimiento religioso de la libertad y la democracia («La democracia es la religión verdadera», escribió en 1951 Horace M. Kallen) se deriva la tentación aislacionista norteamericana en ciertas fases para protegerse de la contaminación exterior, y el expansionismo otras veces, legitimado por la voluntad de cumplir una tarea purificadora. La intervención de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial fue racionalizada como «una cruzada» contra el «mal» que representaba el nazismo. Y lo mismo sucedió en la guerra fría, prolongándose hasta los tiempos del presidente Reagan, que consideraba a la URSS como la morada del demonio.
Las ocupaciones de territorios extranjeros, desde Filipinas a Haití, pasando por Vietnam, han sido presentadas —y creídas nacionalmente— como empresas de salvación democrática que si requieren sacrificios presupuestarios y humanos deben ser asumidos como cumplimientos del alto destino que recae sobre la nación predilecta y al que no se puede regatear fuerzas. Incluso movimientos como el macartismo o la misma CIA, dentro o fuera de la nación, se han comportado y se siguen comportando con los talantes propios de una Compañía de Jesús.
Con frecuencia patente, los políticos, los ídolos, las celebridades en general caen en el desprestigio por causa de comportamientos sexuales que desaprobaría la formación de un párroco. En el entendimiento público, América es una nación religiosa, la República es religiosa en su médula. Ningún agnóstico hasta ahora ha podido aspirar a presidirla.
A diferencia de lo que sucede en el Viejo Continente, la religión no se ha considerado en Estados Unidos como una fuerza retardataria sino como un importante factor de progreso. «A menudo es difícil distinguir, a partir de las predicaciones —escribía Alexis de Tocqueville en Democracia en América, 1835—, si el principal objetivo de la religión es procurar la felicidad eterna en el otro mundo o la prosperidad en éste.» De manera decisiva, mientras la Revolución francesa constituyó un acontecimiento antirreligioso, la Revolución americana no habría triunfado sin la alianza entre las colonias presbiterianas (495 iglesias) y las congregacionistas (749), que superaron la lealtad a Inglaterra del poder anglicano formado por 406 iglesias.
El evangelismo religioso, según la tesis del historiador Paul Johnson, puede considerarse el primer motor que superó la división entre los asentamientos y en cuyo movimiento devoto se alistaban los más adelantados de entonces. En contraste con el anticlericalismo de los ilustrados europeos, en Estados Unidos no han existido, hasta los años sesenta, formas claras de anticlericalismo. Las parroquias siempre fueron gestionadas por laicos y el establecimiento religioso fue de carácter popular más qué jerárquico. No hubo un sentido de división legal entre seglares y clero, entre quienes disfrutaban de prebendas espirituales y los privados de ellas; ninguna confrontación del mundo laico con el eclesiástico. Ni clericalismo ni anticlericalismo.
«En Francia —anota también Tocqueville— casi siempre hemos contemplado el espíritu de la religión y el espíritu de la libertad siguiendo direcciones diametralmente opuestas, pero en América he encontrado que ambas se encuentran íntimamente unidas. En América la religión es indispensable para la preservación de las instituciones republicanas.»
En la antigua Nueva Inglaterra, bajo el impacto de la Ilustración, los más cultivados presbiterianos se hicieron unitaristas, y fue ese unitarismo quien impulsó el llamado «Renacimiento Americano», centrado en torno a la North American Review (1815) y el Christian Examiner (1824), con figuras como William Emerson (el padre del poeta y ensayista) o Henry Adams. Paralelamente, los grandes ilustrados de Harvard, desde John Quincy Adams al poeta Henry Wadsworth Longfellow, eran también unitaristas.
En Norteamérica no existió el espíritu que Europa heredó del Medievo. La idea de un Dios perfecto ante el cual el creyente se dispone a orar arrobado por la perfección divina fue reemplazada por la concepción de un Dios capataz que, en la edificación de su reino, necesitaba a los súbditos como eficientes albañiles, proveedores, ingenieros o empresarios. Honrar a Dios significa trabajar a su servicio mejorando los frutos de esta tierra, generando riqueza, vendiendo, haciéndose millonario. Los grandes magnates se han librado en Estados Unidos de la insidia que en España o en Italia rodea a los acaudalados. En Norteamérica, Rockefeller, Vanderbilt, Carnegie, John Deere, J. P. Morgan son una suerte de santos nacionales, no importa lo que efectivamente robaran.
Los triunfadores son hijos favoritos de Dios: nada parecido a las angosturas católicas que esperan a los ricos en el ojo de la aguja o al lema de que los últimos serán los primeros. La existencia se despliega como un azulado horizonte a conquistar y nadie otea y menos rastrea un sentido trágico en la vida. Incluso el catolicismo propenso a la necrofilia está matizado allí, en Estados Unidos, por un protestantismo soleado que induce a afrontar las adversidades no como una fatalidad a la que se ha de responder resignadamente sino como circunstancias ante las que se acrecentará el coraje. Las catástrofes naturales —terremotos, inundaciones, huracanes— sacuden con enconada frecuencia una u otra región, pero apenas se oirá una palabra que las relacione con una maldición celestial tal como les gusta interpretar a los latinos. Dios bendice a América; no atenta contra ella. Dios es bondadoso, simple, estimulante. Y en último extremo imprescindible para ser rico y feliz.
En consecuencia con todo esto, ninguna mística ni teología del dolor se ha producido nunca en Norteamérica. El pensamiento teológico se concreta en reflexiones que inducen a la tranquilidad y la dicha, tal como expresan las obras del obispo Fulton J. Sheen (Peace of Soul, 1949), las de Norman Vincent Peale (Guide to Confident Living, 1948, y The Power of Positive Thinking, 1952) o las de Billy Graham (Peace with God, 1953). La psicología autóctona norteamericana, relacionable con esta actitud vivencial, es famosa en el mundo por su pragmatismo y su pensamiento positivo. Pocas lucubraciones teóricas que retrasen la acción y la eficacia en la conquista de objetivos. Dios exige actividad. La Nación lo reclama, el individuo a través del self-improvement puede y debe alcanzar las metas que se proponga. Gran parte de la energía optimista americana y la autoconfíanza en su sistema está impregnada de esta aura que sobrevuela desde la vida laboral a las maniobras castrenses.
En los años inmediatos a la Segunda Guerra Mundial, animado por su hegemonía planetaria, Estados Unidos acarició la idea de un mundo configurado a su imagen y semejanza. Poco después, la guerra fría cambió esta idea por la necesidad de defender su «reino celestial», muy próspero, contra el comunismo ateo, enemigo de Dios, de la democracia, del individuo y de las libertades.
Contrariamente a lo que sucedía en Europa, donde la adhesión religiosa no cesaba de disminuir, el patriotismo, el nacionalismo y la fe avanzaron codo con codo en la Norteamérica de la posguerra. En 1940 la población norteamericana afiliada a una religión era del 49%, creció hasta al 55% en 1950 y llegó a alcanzar el 70% en 1960.
En ese momento se produjo sin embargo el primer despertar anticlerical de toda su historia. Un fenómeno desconocido que, aunado a una reivindicación de derechos civiles, libertad sexual y crítica a las posiciones conservadoras, traumatizó a la sociedad nacional.
Gilles Lipovetsky en El crepúsculo del deber fija entre los cincuenta y los sesenta el giro de la ética occidental, que desde esa época rehúye las virtudes del ahorro y de la contención burguesa. La enseñanza escolar europea, basada hasta entonces en el racionalismo de la Ilustración y en fundamentos de orden religioso, había extendido la virtud del ahorro. Pero la gran novedad a partir de finales de los cincuenta fue que la sociedad ingresó en la época del consumo y la comunicación de masas. A partir de ese momento, el futuro deseado es reclamado a presentarse sin demoras. Ya no será la abnegación y los deberes quienes ocupen el centro de la existencia, sino el bienestar, la libertad inmediata, el derecho irrenunciable del individuo a vivir de acuerdo con sus deseos.
Este movimiento, que en Europa se manifestó en torno al fenómeno del «68», se acompañó en Norteamérica con un insólito ascenso de los laicos. La Iglesia, todas las Iglesias, ocuparon el punto de mira de las críticas a cargo del sector más dinámico de la sociedad. En Estados Unidos, desde el papa Pablo VI hasta el fundamentalismo protestante adquirieron la condición de fuerzas conspiradoras contra el derecho a disfrutar del divorcio, el aborto, el amor libre, la homosexualidad y cualquier forma de hedonismo antipuritano. Las Iglesias principales, las main-line churches, aparecieron como represoras de los derechos humanos, que precisamente la utopía americana se había propuesto desarrollar. La revuelta juvenil en Europa era política y anticapitalista, pero en Estados Unidos el conflicto se empapó enseguida de fluidos religiosos.
Por primera vez en Estados Unidos el anticlericalismo convocó entonces a jóvenes vocingleros, estudiantes rebeldes e intelectuales de porte radical. Pero mientras en Europa, durante los años sesenta, el sentimiento anticlerical —tiempo atrás caducado— no se encontraba en el contenido de la lucha, en Estados Unidos se entremezclaba con el movimiento de protesta. A distancia, el mayo francés y la contracultura norteamericana podían parecer gemelos, pero en realidad los componentes diferían mucho. En Europa, las ideas marxistas-leninistas, las proclamas situacionistas o anarquistas poseían un contenido del que estaba por completo ausente lo anticlerical. Pero en Estados Unidos la aurora de modernidad desde Berkeley a Harvard, pasando por Wisconsin, suponía enfrentarse con los fundamentos de un puritanismo evangélico muy arraigado. Los estudiantes europeos tenían ante sí a la policía del Estado capitalista, para los norteamericanos el enemigo no era tanto el capitalismo como el conservadurismo. Los agitadores de la Sorbona aspiraban a la demolición del Estado capitalista; en Estados Unidos, echar abajo el capitalismo estaba del todo fuera de sus cálculos. Si el ardor ético se parecía, los objetivos finales eran bien distintos, y el corazón de los muchachos también. Los rebeldes norteamericanos se sentían anticlericales por primera vez sin dejar además de ser en ningún momento religiosos. Los mismos hippies, como bien se recuerda, eran una iglesia con sus salmos, sus inciensos, sus hábitos, sus ritos. No sólo los hippies. Con extraordinaria facilidad cualquier movimiento adquiere en Norteamérica un tono religioso. Una nueva confesión empezó con la admonición ecologista que Rachel Carson emprendía en The Silent Spring (1963), donde la defensa de los bosques, los ríos, los coyotes o las ballenas constituyó materia sagrada. La batalla contra los fumadores, contra el aborto, la defensa de los derechos de los minusválidos, de los enfermos de sida, de los homosexuales, el feminismo o el caritarismo segregan flujos religiosos.
En los últimos diez años han proliferado además grupos que van desde los «Respiracionistas», paladines de la idea de sobrevivir ingiriendo aire y sólo aire, hasta los «Clásicos Ciclistas Cristianos». A todos estos enjambres píos se han sumado como un nuevo fenómeno de enorme magnitud las «paraiglesias» («para-churches»), que han crecido en un 40% desde 1985, en buena parte como productos de consumo espiritual pero también, como en el caso de la Mayoría Moral, con millones de seguidores y relevante poder político.
El anticlericalismo de los años sesenta se ha resuelto al fin en estas otras formas de profesar una creencia con el vigor y las características de una adhesión religiosa. Más aún: la falta de un amplio espectro partidista en la política se sustituye en América por la influencia de las iglesias principales (metodistas, luteranos, baptistas, presbiterianos, congregacionistas, unitaristas), más un archipiélago de confesiones de nueva planta que se ofertan como marcas comerciales día tras día.
La asistencia a la parroquia no es hoy tan alta como en el culminante año 1960, pero un 59% de los norteamericanos acuden semanalmente a los oficios, y los baby-boomers (nacidos entre 1945 y 1962), que protagonizaron los movimientos liberales y agnósticos de la «contracultura» han retornado masivamente a las parroquias. Una de las iglesias representativas de esa feligresía, la Calvary Chapel de Filadelfia, ha pasado de 30 feligreses en 1981 a 6.600 en enero de 1995. En diciembre de 1994 inauguró su nueva sede con un aforo para 2.200 asistentes y sus fondos se multiplicaron por 10 en los tres años anteriores.
A mitad de los noventa, cuando el crimen ocupa el primer lugar entre las preocupaciones ciudadanas, crecen los embarazos de adolescentes, se extiende la droga y el superindividualismo es ley, la ola conservadora encuentra la ocasión perfecta para su ascenso. De hecho, el famoso Contrato con América que inventó Gingrich en 1994 fue redactado en forma de un decálogo que evocaba sin decirlo la imagen de un Moisés bajando del monte Sinaí con los mandatos divinos recién dictados. Moisés portaba las tablas de la ley bajo el brazo; bajo el brazo, en el bolsillo de la cartera, llevaba siempre Newt Gingrich a lo largo de 1995 la cartulina plastificada con los diez puntos de su Contrato con América. El momento de la purificación entre las llamas del orden conservador anunciaba su retorno.
Para los nuevos conservadores en alza, los sesenta fueron tiempos en los que se reprodujo el pecado original a la americana. Tiempos de pecado a cargo de evas madres-solteras, adanes antibelicistas que rehuían alistarse para combatir en Vietnam o demonios hedonistas que fumaban marihuana. La decadencia que se inició entonces se considera aún sin enmendar y la sociedad —según la doctrina republicana— sufriría hoy las consecuencias de aquella orgía. Más oración, menos Estado, menos prevención, más punición; menos ayuda pública a los pobres perezosos, más esfuerzo de los individuos uno a uno, más censuras en las pantallas.
Puede parecer a veces que, entre los diez mandamientos de los conservadores, los que afectan especialmente a los desamparados sean poco cristianos o carezcan de la virtud de la caridad. Pero la caridad es lo que menos le falta a la ideología de los conservadores. Si se pretende reducir el amparo estatal, las subvenciones a las madres solteras y cosas por el estilo, es sin más para aumentar las oportunidades individuales de ser caritativo. En la proclama de los republicanos, como en los ensayos que han sido best sellers en la nación durante la primera mitad de los noventa (The Bell Curve, de Herrenstein y Murray; The Moral Animal, de Robert Wright) hay una inspiración darwinista y malthusiana muy en línea con la ideología originaria del país.
«Los pobres deben sentirse avergonzados de su dependencia», escribía Robert Malthus en su Ensayo sobre la población de 1789, y Dole y Gingrich declaraban lo mismo respecto a legiones de desharrapados que ambulan a la espera del cheque gubernamental. Desean que la mayor parte se rediman por sí solos a través del esfuerzo personal y la fe en el sueño americano. Sólo cuando sus lesiones físicas o mentales irreversibles les impidan de verdad la liza serán merecedores de limosna. En su opinión, el Estado haría mal si contribuyera con sus fondos a proteger la indolencia de los que se califican de míseros. «Las “Leyes para la Pobreza” —escribía Malthus— crean los pobres que mantienen.» Esta misma reflexión aireaba Gingrich cuando impartía las clases de historia americana en el canal de la Mind University Extension. El regreso a la utopía americana pasa, entre otras cosas, por robustecer la moral individualista y el espíritu de autosuperación que han de enseñar las escuelas. Las otras cosas comprenden la fe en Dios y la absoluta confianza en la potencialidad de América, su riqueza, su libertad, su mercado.
El líder de la Mayoría Moral, Jerry Falwell, lo viene diciendo desde los años ochenta: «Ha llegado el tiempo de invocar el retorno de América a sus raíces morales. Es el tiempo de volver a Dios. ¡Necesitamos una recuperación de nuestra vida recta basada en la confesión de nuestros pecados y en el arrepentimiento de corazón si queremos seguir siendo la tierra de la libertad y la casa de los que tienen coraje! Estoy convencido de que Dios está llamando a millones de americanos de la mayoría silenciosa para unirse en la cruzada de la Mayoría Moral que regenerará América. ¿No empezarás tú, desde ahora, a rezar con nosotros para revitalizar América?» Muchos ya lo están haciendo. Tres cuartas partes de los encuestados declaraban a Life a fines de 1994 que rezan al menos una vez al día, y un 23% afirma que ha sentido la presencia de un ser divino y auxiliador mientras oraba. Casi un 95% asegura que sus oraciones son escuchadas.
Lo mismo que ha expresado, cuando tuvo ocasión, el presidente Clinton. La fe une a los norteamericanos. Y no sólo para ser felices en el más allá, sino para serlo aquí a través del éxito económico, mezclando la confianza en Dios con la confianza en el poder de sus empresas. No hay pueblo de más religiosidad institucional, como tampoco hay un país de mejores y más acendrados hombres y mujeres de empresa, una población que mejor acople el culto a Dios y el amor al dinero.