En las clases de high school, a la altura del último curso, no es insólito que algunos estudiantes confundan ante un mapa en blanco la ubicación de Australia con Rusia, localicen el mar Mediterráneo en aguas del Índico, ignoren si Europa se prolonga más abajo del estrecho de Gibraltar y conciban España como un Estado alrededor de Guatemala. No debe tomarse a mal: a veces también titubean sobre el emplazamiento de Estados Unidos.
La geografía importa menos en Norteamérica que en otras partes del mundo. Domiciliados en América, la nación se redondea como un espacio absoluto que parece no referirse a nada más. Efectivamente, la enseñanza media en Estados Unidos no se caracteriza por procurar un alto bagaje de conocimientos, sean matemáticos, históricos o geográficos. A ese nivel, se trata de una escuela práctica que procura, ante todo, formar ciudadanos decididos, con fuertes dosis de autoestima y confianza en sí mismos. Fuertes y aptos para desenvolverse dentro de la cancha de Estados Unidos, donde no sólo están sino donde se supone que el mundo entero llegará a estar.
Oteado desde una localidad americana, el exterior es un tinglado que cada amanecer acerca su repertorio teatral a las funciones del planeta americano. Son los demás quienes pueden necesitar el conocimiento del ser y el estar ejemplar de Estados Unidos. Es decir, así como los subordinados conocen y se preocupan más por el ánimo de su jefe que los jefes por el humor de sus subordinados, el resto del mundo prestará —y presta en efecto— atención a lo que sucede allí y no en sentido inverso. La televisión, la radio, los periódicos dan pruebas de este desentendimiento día tras día. A menos que suceda algo muy sonado o, en lo más pequeño, se encuentren involucrados el capital, los ciudadanos o las tropas norteamericanas, el periódico o el telediario son noticieros domésticos. Ninguna otra sociedad moderna vive tan ensimismada en su acontecimiento nacional y resta tanta importancia al curso de las otras.
En el sentimiento popular, el extranjero es un producto que debe unas veces soportarse en su extraña diferencia y otras tolerarse en virtud de su inexorable proceso hacia la conversión. Al fin, pasado el tiempo, se acabará reciclando en material americano, puesto que América, a qué engañarse, sería la perfecta condensación de la modernidad. Establecido esto, lo exterior se revela disminuido en interés y es, en cierta medida, fastidioso si se piensa en la inoportuna inmigración que genera o en los incomprensibles enredos bélicos e ideológicos que a veces suscita. Sin extranjero es seguro que una buena masa de americanos se sentirían mejor, más tranquilos y libres de conflictos que ni les van ni les vienen.
Los norteamericanos han tenido fama de intervencionistas o de poner las manos sobre cualquier trozo geográfico que les gustara económicamente o les disgustara ideológicamente, pero debe aceptarse que en una buena proporción de los supuestos lo han hecho a su pesar. Contra su vocación de quedarse aislados.
Los americanos son muy caseros y temen extraviarse más allá. La llamada generación perdida no hizo otra cosa que escribir sobre su hogar, y a pocos americanos —siempre muy raros— se les verá por el mundo disfrutando de una ubicación fuera de sus fronteras. Nada les parece más decisivo ni les promete más pingües recompensas que su interior doméstico. El ideal fundacional del país fue edificar un cosmos de nueva planta y liberado de la contaminación que humeaba en el exterior. Una modernidad despojada de las sombrías adherencias de la vieja historia europea y cimentada de forma que nada ni nadie prevaleciera contra ella.
Los ecos del yankee go home no pueden corresponderse mejor con lo que desea la familia americana: go home. No hacer viajes trasoceánicos, celebrar su Thanksgiving en el encerramiento hogareño, hacer su vida sin tener que vérselas con la barahúnda de una humanidad circundante hablando lenguas diferentes, haciendo invocación a sus milenarias civilizaciones y oponiendo ideas complejas, al cabo enrevesadas e improductivas, al pragmatismo y la claridad.
Habría que tener en cuenta, a despecho de las acusaciones de injerencia que han caído sobre América, lo aburridos que los americanos han salido de casa y el malhumor con que se han ocupado de asuntos apartados de sus circunstancias. Sus torpezas cometidas en el extrarradio, la proverbial ignorancia de los dirigentes en política internacional, sus chapuzas guerreras o sus fracasos han devuelto el ideal nacional a su anhelo de encerramiento. En ningún lugar se está mejor que en casa puesto que esa vivienda es además lo bastante amplia, dinámica y próspera como para acaparar la mayor solicitud. Los demás son un entorno favorable para comerciar, propicio para vender, pero, en el fondo, carente de toda entidad emulable. Sólo Japón desde los años setenta y Alemania lucen como dos polos ante los que la economía norteamericana no tiene más remedio que aguzar la vista. Casi todo lo demás es un conglomerado donde sólo lucen los destellos decorativos de Italia o Francia. Asia, Latinoamérica, Australia son simplemente mercados. Unos más raros que otros, unos más alejados que otros, pero todos, en suma, vastas aglomeraciones de espacio inmobiliario y clientes potenciales.
Contrariamente a los afanes imperialistas que les atribuyó la izquierda anticapitalista, el norteamericanismo ha puesto su mano en el mundo más con la inspiración de un negociante o de un comisario que con la épica del conquistador. No hay napoleonismo norteamericano, sino ambición de mercadeo o afán de limpiar los suburbios ideológicos en los entornos del poblado. En cuanto a ganar terreno, los norteamericanos han tenido bastante con el mito de su frontera y se han hecho un lío con las demás. Si las han traspasado, lo han hecho no tanto para agregarlas a su mapa como para conjurar sus posibles amenazas. Lejos de ser belicosos expansionistas, que en nada lo parecen, son ante todo empresarios o, eventualmente, policías. Nunca muchos clientes son bastantes ni muchos mercados demasiados. Tampoco la delincuencia ideológica o patológica les pillará desarmados. Pero no poseen el espíritu que animó a los imperios ni les atrae la carrera de héroes. La historia norteamericana está llena de desertores, errores estratégicos, muertos a cargo del friend-fire. El americano es un colono, un hombre de empresa, un audaz negociante o, a veces, un psicótico que asesina en serie, pero nunca un campeador que compromete su vida en la conquista exterior. El exterior es una sombra confusa que sin duda, con el avance del porvenir, barrerá la luz natural de América. No hace falta por tanto dirigir los focos más allá del contorno.
Mientras en Europa no hay día en que no se informe de los sucesos norteamericanos de cualquier orden, en Estados Unidos el extranjero apenas se ve, pero hay por añadidura grupos que todavía quisieran verlo menos.
En la tonalidad general, Estados Unidos se estima suficientemente autónomo y encantado con su ajuar. Cuando en Estados Unidos se ha discutido la forma de mejorar el sistema judicial, el educativo o el sanitario, jamás se les ha ocurrido proponer el caso de otro país donde el modelo haya sido experimentado con satisfacción, por alta que fuera.
A diferencia de las numerosas evocaciones admirativas que en Europa se hacen de Estados Unidos, Europa es para Estados Unidos un pasado del que apenas cabe esperar ideas de futuro. Efectivamente, cuando se trata de llamar la atención sobre la criminalidad norteamericana, los expertos mencionan las tasas más bajas de otras partes del mundo, pero se diría que sólo para enfatizar la grandiosidad del problema doméstico. Nada que tenga que ver con mostrar el sistema preventivo de otras Administraciones o las dialécticas de otro arquetipo. El sistema norteamericano parece no tener nada que aprender fuera de sí, y menos copiar de los segundones que le rodean.
Todas las veleidades socialistas de los años treinta se esfumaron tras la Segunda Guerra Mundial y, más tarde, los reformistas de los años sesenta desaparecieron con el gobierno de Reagan. Por si faltaba poco, el planeta sigue ya un rumbo cultural, político y económico a la americana. ¿Para qué copiar? ¿Qué puede obtenerse de positivo cuando los demás, a través de sus gobiernos, a través de la cultura, van asumiendo sus patrones? Lo americano opera a estas alturas como una Iglesia verdadera —con sus bienes y sus males— que hubiera recibido el reconocimiento de las demás Iglesias rivales y poco a poco los paganos se fueran catequizando, desde Portugal a Singapur. Unas veces son las políticas de los Bancos Centrales, otras la institución del jurado, las privatizaciones de empresas públicas, los modelos del mercado de trabajo, el sistema impositivo; otras son los malls, la música, el vestido, la comida rápida, los mimetismos de sus deportes o espectáculos.
Europa opone de vez en cuando pequeñas resistencias a la marea americana, pero no se trata de barreras que todos sus países compartan ni parecen otra cosa que lamentos en vísperas de una rendición final. Desde la creciente pérdida del Estado del bienestar hasta las políticas de empleo, desde el sentido competitivo hasta el sentido de la familia, el continente europeo parece constituir su futuro más como un reflejo de los Estados Unidos que con un proyecto diferencial. El ideal de un idioma único en la Comunidad, que acabará siendo el inglés, se corresponde con la pretensión de una moneda única al estilo del dólar y una bandera que copia el diseño estrellado de la americana inicial. La Unión Europea (UE) en bloque parece una denominación que, en espejo, se lee con las iniciales de Estados Unidos. Y tras la UE, la antigua Unión Soviética, el este del Pacífico, los Estados de América Latina, las riberas del Mediterráneo, acentúan su movimiento orbital en torno a la imagen productiva del planeta norteamericano.
Sin algaradas, retirando las tropas y cerrando las bases militares, los norteamericanos están llevando actualmente a cabo la colonización más eficaz de todas las épocas. Las familias toman Kellog’s en el desayuno y comen Oscar Mayers a la hora de cenar, pero en el intermedio, de la mañana a la noche, reciben impactos mediáticos, discusiones éticas y sanitarias, órdenes financieras, programas de software, idolatrías y mercancías norteamericanas.
El mercado cultural europeo es ya un mercado de negocios a la americana; las industrias editoriales y cinematográficas, las emisoras de radio y televisión, asumen los prototipos de espacios americanos, y los jóvenes trabajan o se divierten con patrones transportados desde allá. En Europa los asesinos matan ya en los McDonald’s como en Estados Unidos y los viajantes europeos dormirán cada vez más en alguno de los cientos de Holiday Inn o Ramada que se están abriendo junto a las antiguas cañadas. La cultura pragmática a la americana induce a la supresión de las asignaturas de humanidades de los planes de estudio antes o dentro de la universidad. Los másters son americanos o inspirados en Estados Unidos. Los jóvenes sueñan en culminar su preparación en USA mientras la universidad europea ha tomado una deriva empresarial a su semejanza.
El campeonato mundial de fútbol se celebró en Estados Unidos en 1994 con la esperanza de «futbolizar» América. El efecto, antes y después, ha sido americanizar el fútbol; como se americanizaron antes las pizzas, los chinos, los croissants o las hamburguesas. El fútbol de la high school no se ordena actualmente según los reglamentos de todo el mundo. Se juega con dos árbitros y sin liniers, como en el baloncesto. Hay cuatro tiempos y se cambian jugadores cada pocos minutos, como en el baloncesto o el hockey. Los managers preparan a los jugadores por líneas, entrenando separadamente a defensa y delantera, como en el fútbol americano. Hasta el balón de la FIFA tiene una corrección en su peso y composición. Con el tiempo, probablemente todo el mundo lo hará así. ¿Para qué preocuparse en aprender lo que se practica fuera?
A diferencia del poder cultural americano sobre Europa, la producción cultural europea no llega a Estados Unidos más allá de los circuitos universitarios, y, aun así, con un retraso que por sí mismo califica el limitado interés. El estructuralismo, el deconstructivismo llegaron a Harvard diez años más tarde de que surgieran en Francia y siempre reducidos a colectivos semisecretos. Las editoriales norteamericanas venden casi siempre mal los libros traducidos, aun los best sellers mundiales, como fue el caso de El mundo de Sofía, simplemente porque no son norteamericanos. Hasta la moda de la ropa se incorpora con tranquilo retraso, y las películas extranjeras apenas cuentan en un medio inundado por la producción de Hollywood. Hay excepciones piadosas, y, por ejemplo, en 1995 se acordaron durante los Oscars de homenajear a Antonioni; antes dieron en primera página de los mayores diarios nacionales la muerte de Fellini o de Truffaut, pero son, como se deduce, golpes póstumos acomodados a una apreciación de lo exquisito en extinción.
Los norteamericanos llegaron a América habiendo dejado tras de sí a Europa y sentenciando su degeneración física y moral. Lo que ha venido pasando en los dos siglos siguientes tiende a ser, a su juicio, una legitimación de la despedida. Europa se va consumiendo entre sus brasas. El Medievo, las catedrales góticas, los palacios barrocos, son señales de unos rescoldos que proclaman su carbonización. Todavía hay tiempo de visitar Europa, apresurarse antes de que acabe convertida en cenizas, y, de cara al verano, se leen ofertas para visitar Inglaterra, Francia o Italia, pero no parece que al público le entusiasmen mucho. En vísperas del fin de siglo, sólo el 2% de los norteamericanos han visitado Europa alguna vez, y no es porque no estén acostumbrados a los desplazamientos: un 20% de ellos cambian de residencia dentro de su país cada año. Si bien no viajan mucho al exterior, su movilidad interna es en cambio superior a la de cualquier otro país del mundo. No visitan el extranjero porque el extranjero de interés, el extranjero de futuro, creen tenerlo almacenado en casa. Doblemente. Está metido en casa a través de la heterogeneidad de religiones, etnias y culturas que lo habitan. Y lo tienen cada vez más a mano porque el extranjero exterior es a su vez día a día un segundo ejemplar del material americano.
Ahora bien, ¿quiénes son los americanos y lo americano?
Si en España o en Europa se polemiza sobre la identidad nacional o continental, en Estados Unidos el asunto ha llegado a ser un debate obsesivo en los últimos años. La diferencia en la polémica es que mientras en España o en Europa el ser o no ser levanta espectros de las tumbas, en Estados Unidos la interrogación posee una sana concreción vital. En primer lugar, nadie litiga sobre la existencia de América; ¿cómo podrían dudar de esta entidad? América existe como un Dios, inmanente, omnipresente, incuestionable. América es la utopía en carne viva, el espacio cercado por la providencia, sin vislumbre de confusión. No obstante, esto acatado, ¿quiénes son los verdaderos americanos? ¿Son americanos los blancos, anglosajones y protestantes y no lo son los negros o los emigrantes de la última oleada? ¿Son americanos los coreanos que venden frutas desde hace treinta años pero no los taxistas colombianos o las manicuras polacas de hace una generación? ¿Cuántas descendencias deben contarse para que un emigrante adquiera la verdadera condición? ¿Cuántas pruebas de americanismo sanguíneo deben darse para ser asumido en las venas de la patria? Nada de esto se encuentra bien determinado. América es una y nítida, pero los americanos son aglomeración.
Mientras en Europa se distingue todavía entre los europeos y los inmigrantes, en América todos son a la vez americanos e inmigrantes. Mientras en Europa el guiso parece acabado y helándose, la comunidad en Estados Unidos se encuentra en plena fase de cocción. Frente a la decantación de decenas de siglos, Estados Unidos es todavía la destilación. Para empezar, el primer hombre pisó sus dominios sólo después de que la especie humana habitara ya la Tierra un millón de años antes. Continuando en su juventud, los doscientos años de su historia política se oponen a los miles del continente que repudiaron como obsoleto. La bisoñez nacional se corresponde con su agilidad interior y la bulliciosa mixtura de sus grupos. Sus mismos paisajes parecen más abiertos y cimarrones. Parajes impredictibles que recuerdan comportamientos sin amaestrar. Un tornado en el Este, una inundación a lo largo del Missouri, un terremoto más en California, un huracán en Florida baten la faz que aparece, por comparación, impasible en Europa. Siempre por comparación, si Europa tiene la anatomía cuajada y el rostro bien grabado, el semblante americano se está dibujando todavía. Una portada de la revista Time en 1994 componía mediante ordenador la futura cara de «América» mezclando los rasgos de africanos, asiáticos, latinos, anglosajones, chinos, vietnamitas. En 1990 la población era en un 76% blanca, en un 12% negra, en un 9% latina y en un 3% asiática. Para el año 2050 los anglo habrán descendido al 52% y los latinos habrán crecido hasta el 22%. Los negros serán un 16% y los asiáticos una décima parte.
Los ancestros de los actuales pobladores son de todos estos tipos y algunos más. Unos 58 millones tienen antepasados alemanes, los precedentes de 39 millones son irlandeses, 33 millones ingleses, 24 africanos, 15 millones italianos, 12 mexicanos y 10 millones franceses. Otros 25 millones más cuentan con raíces en Polonia, en Holanda o en los indios norteamericanos. En la actualidad, hasta un 10% de la población ha nacido fuera del país y ya, en no pocos casos, se autoproclaman con orgullo de esa tierra.
Más de 100 lenguas se hablan en las escuelas de Nueva York, Chicago o Los Ángeles por estudiantes en cuyas familias se profesan creencias que recorren toda clase de religiones y subreligiones universales. En el centro de la fe se conjugan una decena de grandes confesiones protestantes, pero junto a ellas pululan un sinfín de paraiglesias que nacen, humean y expiran a diario.
Vista así, América no es nada específico, sino justamente lo inespecífico e inesperado. ¿Qué es sin embargo tan capital para que nadie se desespere o se confunda?
América sería como una combinación de todo el mundo para la mítica composición de un nuevo mundo, y llegar a ser norteamericano no significaría tanto adquirir una nacionalidad como abrazar una mitología superior. En el pasado se pudo ser rumano o vietnamita, pero ahora, una vez allí, se es de América. Su capacidad de absorción y metabolización dentro de ella es paralela a su potencia de seducción fuera. La pervivencia de la fantasía americana puede sufrir declives, pero su ardor es siempre hondo y nunca se apaga. Más que una nación en el sentido europeo, la supuesta naturaleza de América es semejante a la de una gigantesca y privilegiada comunidad de vecinos animados por compartir un espacio bendecido que engrandecerá el porvenir de cada cual.
De hecho, la mejor historia de Estados Unidos nunca parece estar atrás, con sus inevitables sombras —genocidio, esclavitud, Gran Depresión—, sino siempre delante y despejada. En el pensamiento popular, Estados Unidos no es sólo la modernidad sino el continuo porvenir y el principio del superfuturo humano. ¿Cómo no adherirse a esa metáfora del optimismo y la inmortalidad?
En el júbilo de esta fe prospectiva nada parece inalcanzable para la potencia de los Estados Unidos. Los franceses no pudieron culminar el canal de Panamá, pero ellos sí. Los rusos enviaron el primer satélite al espacio, pero Estados Unidos fue el primero que puso un hombre en la Luna. Los americanos ganaron la cruzada contra el mal en Europa y al final han ganado la rotunda hegemonía planetaria con el fracaso del comunismo hereje. Han vencido también en su partida económica a Japón tras unos años en que Oriente era una amenaza, y no sólo el espacio convencional y censado depende de ellos, el ciberespacio está cayendo en sus manos.
Se puede ser muy patriota siendo español o francés, pero se es de un modo especial patriota siendo socio del número uno. En ninguna parte se ve más que en América el constante ondear de su bandera triunfante. En las gasolineras, en los comercios, en las joyerías, en los restaurantes, en los porches de las casas, América está celebrándose como si fuera ocupando a cada instante el pódium de unos incesantes campeonatos mundiales.
Un 20% de los norteamericanos ignoran cuántas estrellas componen la bandera nacional, pero esto, como la geografía, tampoco es importante a efectos de lo sagrado. Los presidentes o los candidatos a cualquier puesto de representación repiten los colores nacionales en sus corbatas y en sus insignias. Hay pantalones, blusas, calzoncillos, microondas, pasteles, condones, cualquier cosa con los colores de América. Hasta un 59% de los hogares cuentan con una bandera para hacerla ondear en sus fachadas, y dos terceras partes de la población se declaran no sólo patriotas sino «muy patriotas».
La patria se ama como a una divinidad benefactora y se reverencia con himnos y ceremonias a propósito de las ocasiones más menudas. A lo largo del país existen comercios donde se venden emblemas, pósters, postales, chapas, banderolas, fotografías de la historia de Estados Unidos, sus proceres y sus efemérides. Una chapa de las últimas elecciones de Nixon puede costar 200 dólares, una figurita del Tío Sam 20 dólares, un juego de café con los colores norteamericanos 70 dólares. Estos establecimientos recuerdan a las tiendas de souvenirs de un lado, y de otro a los tenderetes de estampas y medallas que se abren en los santuarios. Los americanos que los visitan son a la vez turistas de su propia tierra y devotos de ella. La creencia en la prosperidad que ofrece aquel ámbito y la fe en una tierra libre, querida por Dios, son las dos caras del mismo ideal religioso en el que flota la sólida peculiaridad de América.