INTRODUCCIÓN

Este libro es el resultado de las impresiones de tres años que —¡quién me lo hubiera dicho!— consumí en Estados Unidos. Sentí el primer impulso de escribir mi experiencia allí durante el curso 1984-85, cuando la Fundación Nieman y una ayuda de la Fundación March me obsequiaran con los fondos para sostenerme en la Universidad de Harvard comiendo un día con John Kenneth Galbraith, cenando otro con David Riesman y Daniel Bell en el Faculty Club, paseando con Carlos Fuentes, que estaba por allí hablando de los mitos mexicanos y embobando a las alumnas. Viví sobre todo muy cerca de Juan Marichal y Sólita Salinas, que fueron mis sabios y cariñosos lazarillos en el laberinto universitario y en los supermercados. Fue un año de mucho estudio y de mucha pasión también por causa de una chica rubia del Center of European Studies a la que no conseguí interesar por más empeño que puse en las visitas a la biblioteca que ella regentaba con elegancia turbadora. Fuera porque no me sentía capaz de poner aquella turbación en orden, fuera porque pretendía emular a Alexis de Tocqueville, el proyecto se me deshizo entre las manos. El texto que ahora he conseguido redactar es un benévolo desquite de aquella frustración romántica e intelectual tras los dos últimos años que pasé en Filadelfia. No recuperaré nunca el sabor a Sylvia o a salvia, que era lo fundacional. Tampoco este libro aspira a la objetividad y sólo a la objetividad. De la misma manera que me vi envuelto en una emoción, el texto que sigue es también apasionado y de un sujeto sujeto a un punto de vista. Lo he redactado, de hecho, con un ojo puesto allí y otro ojo en Europa, viendo lo americano proyectarse sobre nosotros como un estrabismo. América es tan fascinante en su capacidad de contagio como lo son los procesos epidémicos. A mí no me parece bien que el mundo contraiga este virus sin una defensa crítica ni de cualquier otro modo. Me parece bien que ellos alienten ser como son y vivan como se les ocurre hacerlo si es eso lo que les gusta. Tampoco veo mal que les parezca bien todo lo que les parece bien y menos aún podría hacer nada por enmendarles la plana. He sentido sin embargo el empuje sentimental más que el deber moral —que me hubiera aburrido— de describir algunos fundamentos que, a mi juicio, explican su manera de entender la vida y que desacreditan copiarlos en Europa o en la China a pesar de que se ven marchar las tendencias en este sentido.

Ellos no se obsesionan con trasformarnos a su semejanza, pero, sin querer, cada vez que nos asemejamos a sus modelos —y no hay día en que esto no pase—, empeoramos la salud y las buenas costumbres. Europa tiene sus cosas, sus pecados por lavar, pero no debe llevarlos a las tintorerías de aquel barrio. Al circo americano van sobre todo los niños, y Europa es un continente demasiado adulto para copiar el éxito de sus bromas, ligeras unas y otras muy pesadas. No he visto la necesidad de repetir cada dos por tres en los capítulos de qué modo el sistema americano se filtra en nuestros sistemas. Esto lo comprueba uno mismo en cualquier momento, en cualquier televisor, desde cualquier esquina, en los numerosos detalles que anuncian la simplificación del sentido de la vida. Ahora que ningún orden social ni político se opone a su modelo, abatido el comunismo, degenerado el socialismo, queda, sin embargo, algo por vindicar: no llegar a ser fatalmente una parodia del planeta americano.