Kurtz se tomó el resto de la mañana libre. Después de limpiar su apartamento lo mejor que pudo, se pasó por casa de Gail para decirle a Arlene que podía volver a casa y llevarse a Aysha con ella si quería. Ya que estaba allí, recuperó la Browning y el móvil. Paró también en el Blues Franklin y le devolvió las gafas de sol de Ray Charles a Daddy Bruce. Aquella noche volvió pronto a casa.
El dolor de cabeza no regresó. Kurtz se preguntó inútilmente si debería haber cogido el táser del guardaespaldas muerto en las catacumbas por si necesitaba una nueva terapia de choque para deshacerse del dolor de cabeza, si es que este regresaba alguna vez. Tal vez podría escribir un artículo al respecto en alguna revista médica o algo así.
A la mañana siguiente, cuando iba conduciendo el Pinto reparado hacia el hospital, advirtió que le seguía un Lincoln Town Car. Kurtz aparcó junto a la acera al norte de la Main, metió la mano bajo el asiento para coger la Browning y tiró del cañón hacia atrás. La noche anterior había tardado una hora en encontrar el micro en el Pinto y estaba cansado de toda aquella mierda de la vigilancia.
El hombre de Gonzaga, Bobby, salió del Lincoln y caminó hacia su coche. A Kurtz le pareció que el tipo no tenía muy buen aspecto con aquel traje, de hecho parecía una boca de riego vestida de domingo. El atuendo negro de ninja le quedaba mejor.
Bobby le entregó a Kurtz un sobre cerrado.
—De parte del señor Gonzaga —dijo, y regresó a su Town Car y se marchó.
Kurtz esperó a que el coche negro estuviera fuera de la vista antes de guardar la Browning y romper el sobre. Dentro había un cheque de cien mil dólares. Kurtz metió el cheque y el sobre bajo el asiento, junto a la pistola, y condujo el resto del camino hacia el centro médico del condado de Erie.
Rigby King estaba sola y consciente cuando entró Kurtz. Había abandonado la uci aquella noche y la habían trasladado a una habitación privada. Un agente uniformado hacía guardia, pero Kurtz esperó a que bajara por el pasillo para ir al baño.
—Joe —dijo Rigby. Un desayuno intacto descansaba en la bandeja frente a ella—. ¿Quieres el café? Yo no lo quiero.
—Claro —aceptó Kurtz, y cogió la taza y le dio un sorbo. Era casi tan malo como el que se hacía él mismo.
—Acabo de recibir una llamada de Paul Kemper —le contó Rigby—. Tenía noticias sorprendentes que tal vez te interesen.
Kurtz esperó.
—Alguien se ha cargado al hermano de tu novia de la mafia en una prisión federal de máxima seguridad. Fue ayer por la mañana.
—Pequeño Jaco —dijo Kurtz.
Rigby levantó una ceja.
—¿Cuántas novias de la mafia con hermanos en prisiones de máxima seguridad tienes, Joe?
Kurtz dejó pasar aquello y probó de nuevo el café. El segundo sorbo fue tan malo como el primero, solo que más frío.
—¿Un pincho en el patio? —elucubró, sabiendo muy bien que no era así.
Rigby sacudió la cabeza.
—Te lo dije, Pequeño Jaco estaba aislado en un escondite federal de máxima seguridad en lo alto de las montañas Adirondacks. Nada de presos comunes. No veía a nadie salvo a los guardas y los federales, e incluso ellos eran registrados. Sin embargo, alguien se las arregló para entrar y meterle una bala entre sus ojillos vidriosos. Increíble.
—Las sorpresas no paran —dijo Kurtz.
—¿Por qué creo que no estás del todo sorprendido? —Se peleó un momento con los cables del aparato que elevaba la cama. Kurtz la observó. Cuando al fin la tuvo como quería, le dedicó a Kurtz una exhausta mirada.
—¿Sé ya quién me disparó, Joe?
—Sí —dijo Kurtz—. Brian Kennedy y algunos de sus hombres.
—¿Kennedy? ¿El capullo de seguridad? ¿El prometido de O’Toole?
—Correcto. Empezaste a sospechar el domingo, te diste cuenta de que la coartada de Kennedy no se sostenía del todo…
—¿No? —dijo Rigby. Alguien le había cepillado su pelo corto y oscuro y tenía buen aspecto sobre la almohada—. Creía que Kennedy estaba en su Lear privado cuando os dispararon a ti y a O’Toole.
—En el Gulfstream —la corrigió—. Tenía dos aviones.
—Ah —suspiró Rigby. Y entonces añadió—: ¿Tenía?
—Creo que Kennedy se largó tras dispararte. Puede que le encuentren. Puede que no.
—¿Dónde me disparó?
—¿En la pierna? —sugirió Kurtz. El café no solo era malo, ahora estaba totalmente frío.
—Sabes lo que quiero decir, joder.
—Oh. Eso es cosa tuya. Creo que van a encontrar el lujoso todoterreno en Delaware Park.
—O lo que queda de él si fue lo bastante estúpido para dejarlo allí —observó ella.
—O lo que queda de él —convino Kurtz, y devolvió la taza a la bandeja—. Tengo que irme. Tu policía guardián ya debe de haber acabado de mear.
—¿Joe? —añadió Rigby.
Se volvió hacia ella.
—¿Por qué sospeché que Kennedy le había disparado a su propia prometida? Y si me disparó en Delaware Park, ¿cómo llegué al hospital en mitad de la noche? Las mentes inquisitivas querrán saberlo.
—Dios mío —exclamó Kurtz—. ¿Tengo que pensarlo yo todo? Muestra un poco de iniciativa. Tú eres la maldita detective en esta habitación.
—¿Joe? —le volvió a llamar cuando estaba a punto de cerrar la puerta.
Kurtz asomó la cabeza.
—Gracias —dijo Rigby.
Kurtz llegó a un vestíbulo, giró hacia un pasillo y llegó a otro vestíbulo. Nadie vigilaba la habitación de Peg O’Toole y la enfermera acababa de salir.
Kurtz entró y colocó la única silla para visitas cerca de la cama.
Varias máquinas la mantenían con vida. Una se encargaba de respirar por ella y al menos cuatro tubos visibles entraban y salían de su cuerpo, cuyo aspecto era pálido y demacrado. La agente de la condicional tenía el cabello castaño rojizo tieso y apartado de la cara, afeitado cerca del vendaje, entre la frente y las sienes. Estaba inconsciente, con un respirador parecido a un tubo de buceo pegado con cinta a la boca, en postura comatosa. Tenía las muñecas dobladas en un ángulo doloroso y las rodillas levantadas. A Kurtz le recordó a un maltrecho pajarillo que encontró en su jardín un día de verano cuando era niño.
—Maldita sea —suspiró Kurtz.
Se acercó a las máquinas que respiraban por ella y le servían de riñones. Había varios interruptores, indicadores, enchufes y sensores. No le encontró sentido a ninguna de las lecturas.
Kurtz observó el rostro inconsciente de la agente de la condicional durante un largo instante y colocó la mano sobre la máquina más cercana a él. Había pasado exactamente una semana desde que los dos fueron tiroteados en el aparcamiento.
El móvil vibró en su chaqueta.
—¿Sí? —respondió Kurtz en un susurro.
—¿Joe? —Era Arlene.
—Sí.
—Joe. No quería molestarte, y he dudado si debía preguntártelo, pero Gail necesita saber lo del viernes…
—El viernes —dijo Kurtz.
—Sí… el viernes por la noche. Es…
—Es la fiesta de cumpleaños de Rachel —dijo Kurtz—. Cumplirá quince. Allí estaré. Dile a Gail que no me lo voy a perder.
Colgó, no le interesaba nada de lo que Arlene tuviera que decir después. Entonces tocó el hombro de Peg O’Toole bajo la fina bata de hospital y regresó a la incómoda silla. Se echó hacia delante para que no le doliera la espalda al apoyarse.
Sentado de esa manera, con las manos ligeramente entrelazadas, hablando solo de vez en cuando, cuando la enfermera venía a comprobar el estado de la paciente, en voz muy baja, Kurtz pasó allí con O’Toole el resto del día.