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Kurtz fue consciente de dos cosas cuando recuperó la conciencia en el tanque disfrazado de todoterreno en movimiento. La primera fue el dolor pectoral residual y la reacción general a la descarga del táser; el cuerpo entero le daba espasmos y hormigueaba, le dolía igual que una pierna o un pie dormido que tiene que volver a recuperar la circulación. La segunda cosa que notó es que el dolor de cabeza había desaparecido. Completamente. Por primera vez desde que le habían disparado una semana atrás.

Debería llamar al doctor Singh al hospital y hablarle de esta nueva terapia para la conmoción.

—Ah, señor Kurtz. Veo que vuelve a estar con nosotros —dijo Brian Kennedy—. Ha sido una siesta breve, campeón, pero confío en que haya descansado.

Kurtz abrió los ojos. Estaba en el asiento trasero del Laforza, embutido entre Kennedy y el guardaespaldas que le había administrado el tratamiento de táser. Tenía las manos esposadas a la espalda con unas esposas metálicas de las de verdad y el guardaespaldas le presionaba una pistola semiautomática contra las costillas del lado izquierdo de su cuerpo. Una mirada le bastó para saber que estaban en el paso elevado de la autopista 5, camino al sur pasando la reserva natural de Tifft.

—Pierce Brosnan —dijo Kurtz como pudo.

—¿Disculpe?

—Se parece a ese actor de James Bond, Brosnan —explicó Kurtz—. No he podido acordarme del nombre hasta ahora. —El dolor de cabeza había desaparecido, sí.

Brian Kennedy mostró su pequeña sonrisa torcida.

—Me lo dicen mucho.

—Y también dicen que era el hermano pequeño de Sean Michael O’Toole —dijo Kurtz—. Tenía solo, ¿cuántos? ¿Veinte años cuando le ayudó a escapar?

—Acababa de cumplir veintiuno, en realidad —dijo Kennedy con aquel acento británico artificial suyo.

—¿Y a quién roció de gasolina y abandonó allí a su suerte?

—No era nadie importante, campeón —contestó Kennedy—. ¿Por qué no descansa, señor Kurtz? Llegaremos a nuestro destino en unos minutos. Podrá charlar allí si quiere.

Salieron del paso elevado por Ridge Road y se adentraron en el centro de Lackawanna. Si Kennedy trabaja con Baby Doc, estaré metido en problemas, pensó Kurtz.

Continuaron por el este en la calle Franklyn, pasaron de largo el restaurante Curly’s, en el centro, y aparcaron en un espacio vacío detrás de la basílica de Nuestra Señora de la Victoria, justo enfrente del antiguo orfanato del padre Baker.

—¿Qué…? —comenzó Kurtz.

—Calle —dijo Kennedy—. Charlaremos en un minuto. Ahora mismo, Edward va a ponerle mi abrigo sobre los hombros y los cuatro vamos a caminar juntos hacia la basílica. Si hace algún movimiento inesperado o dice una sola palabra, Edward le meterá una bala en el corazón aquí mismo, en la acera, y se perderá los preciados últimos cinco o diez minutos de su vida. Camine con normalidad y guarde silencio. ¿Entendido?

Kurtz asintió.

Salieron del todoterreno y caminaron cincuenta pasos o así por la avenida, hasta el lado oeste de la iglesia. Kurtz recordó las cientos de veces que su clase del padre Baker había caminado de la escuela del orfanato a la basílica para acudir a misa de once.

El conductor del coche abrió allí una puerta lateral. Entraron en la basílica por debajo de la escalinata oeste, donde Kurtz y Rigby subieron al coro aquella noche, muchos años atrás. La pequeña habitación con suministros bajo la escalera desde la que aquella noche salieron a las catacumbas estaba ahora cerrada con cadenas y candado.

Brian Kennedy sacó una llave del bolsillo del pantalón y abrió el candado.

—Quédate aquí —le susurró al conductor, que asintió. Alguien tocaba el órgano en la nave de la basílica.

Las estanterías del almacén estaban vacías. Parecía como si nadie hubiera usado aquel pequeño espacio en mucho tiempo. La escalinata hacia los túneles subterráneos se hallaba detrás de unos paneles blancos; Kennedy sabía perfectamente dónde empujar para abrir la pared. La vieja puerta también tenía un candado; Kennedy usó una segunda llave para abrirlo. El otro guardaespaldas encendió una bombilla y lideró la bajada por las escaleras metálicas en espiral. El hombre llamado Edward le clavaba la pistola a Kurtz en las costillas y le seguía de cerca en su descenso. Brian Kennedy bajaba en último lugar.

Había una puerta final y otro candado en el descansillo al fondo de las escaleras. Kennedy también tenía una llave para esa cerradura. Los tres entraron en la mohosa y húmeda oscuridad de más allá. El guardaespaldas cerró la pesada puerta tras ellos.

Kennedy y el primer escolta sacaron unas pequeñas pero poderosas linternas halógenas. Los escalones de cemento se abrían en varios caminos que llevaban a otros túneles y conductos.

—Nadie sabe por qué el padre Baker construyó estas catacumbas bajo la basílica, campeón —dijo Brian Kennedy en un tono informal, su voz hacía eco en las paredes de cemento y se perdía en la oscuridad—. Se rumoreaba que quería un pasaje secreto entre lo que era entonces el convento y sus oficinas en el orfanato. Yo, por supuesto, no me creo esos maliciosos cotilleos. —Le hizo un gesto con la linterna al guardaespaldas y tomaron el pasillo de la izquierda, hacia la oscuridad.

Kurtz trató de recordar cómo entraron él y Rigby cuando eran niños. No lo consiguió.

—Ahora puede hablar, señor Kurtz —le concedió Kennedy—. Le garantizo que nadie nos oirá. Arriba nadie podría oír ni siquiera un disparo desde estos viejos túneles.

—¿Y luego qué? —dijo Kurtz. Había un centímetro de agua en el túnel y los haces de luces de la linterna rebotaban como locos en ella. Algo se escurrió y chilló delante de la luz.

—Oh, creo que sabe muy bien lo que va a pasar.

—¿Por qué aquí?

Kennedy sonrió. Parecía una mueca demoniaca bajo el tosco resplandor del reflejo del haz de la linterna.

—¿Podemos decir que por sentimentalismo? O eso creerán cuando encuentren el cuerpo de la detective King en el hospital junto a una nota de despedida escrita por usted. Disfruté bastante la conversación que mantuvieron sobre sus días en el orfanato del padre Baker. Muy erótica.

—Puso un micro en el Pinto —dijo Kurtz.

—Por supuesto.

—¿Y en mi oficina también? —El corazón le latía con fuerza.

—Bueno, no exactamente, campeón —negó Brian Kennedy. Llegaron a unos escalones, bajaron por ellos y se detuvieron donde el amplio túnel se dividía en dos más pequeños. Kennedy sacó una PDA tipo Palm del bolsillo de su chaqueta, la activó, estudió un mapa de líneas rojas y azules e hizo un gesto hacia la izquierda. El guardaespaldas fue por ese camino y los tres lo siguieron.

—No exactamente —matizó Kennedy—. Sabíamos que si los Gonzaga y su amiga, la señorita Ferrara, se reunían allí con usted buscarían micros por todas partes. Entonces usamos una antena en un tejado al otro lado de Chippewa que rebotaba microondas a la ventana de su oficina, así interceptamos algunos extractos de la conversación. Llegamos tarde a la sesión de planes de guerra, me temo, pero oímos lo suficiente.

Alcanzaron otra intersección desde donde subían escalones a un pequeño túnel y bajaban a otro más ancho. Kennedy estudió su resplandeciente PDA.

—Abajo —dijo.

Cosas pequeñas y escurridizas chillaban delante y en la oscuridad detrás de ellos. Las pisadas no hacían eco por culpa del agua bajo sus pies.

—Ratas, ¿no lo sabía? —dijo Kennedy—. Me temo que estas viejas catacumbas no alcanzan ya los altos estándares de su juventud, campeón. Cuando el padre Baker murió, los que tomaron el cargo enladrillaron todas las entradas y salidas del edificio de las chicas, la escuela y el orfanato. Me temo que el camino por el que hemos entrado es hoy en día el único acceso y salida, por si está considerando la idea de echarse a correr.

—No pienso hacerlo —aseguró Kurtz.

Llegaron a la zona más ancha del túnel.

—Aquí estará bien —dijo Kennedy. El guardaespaldas giró la linterna y se sacó una pistola del bolsillo. Edward dio unos pasos atrás y estabilizó la Glock a la altura del pecho de Kurtz.

Kennedy le quitó el abrigo a Kurtz de los hombros y retrocedió unos pasos al tiempo que se lo ponía sobre los suyos.

—Hace bastante frío aquí abajo.

—¿Me va a decir por qué? —lo interrogó Kurtz. Había estado tanteando las esposas, pero eran caras, estaban bien hechas y apretaban.

—¿Por qué qué, campeón?

—Por qué todo. Por qué salvó al Dodger del manicomio y lo echó contra los Gonzaga y los Farino tantos años después. Por qué me usó a mí como instrumento para matar a sus amigos, el mayor y el coronel Trinh. Por qué todo.

Kennedy sacudió la cabeza.

—Me temo que no tenemos tiempo para eso. Tenemos un día muy ocupado por delante. Tengo que visitar a su secretaria en casa de su cuñada, y también saludar a la chica, Aysha. Edward y Theodore tienen que pasarse por el hospital para hacerle una visita a la detective King. Ocupado, muy ocupado.

—Al menos hábleme de Yasein Goba antes de irse —le rogó Kurtz.

Kennedy se encogió de hombros.

—¿Qué hay que contar? Era muy cooperante pero, tal como se demostró, un mal tirador. Yo mismo tuve que terminar el trabajo en aquel garaje. Odiaba aquella peluca, nunca me ha sentado bien el pelo largo.

—Los registros de la policía evidenciaban que estaba en el aire, en su jet privado, cuando le dispararon a O’Toole —dijo Kurtz—. En el correo electrónico de O’Toole había una respuesta suya cuarenta y cinco minutos antes de… —Se detuvo.

Kennedy sonrió.

—Solo una compañía pobre no posee más de un jet para ejecutivos en estos tiempos.

—Voló en otro antes —dedujo Kurtz—. Incluso recibió y respondió al correo de O’Toole desde el otro Lear.

—En realidad se trata de un Gulfstream V —dijo Brian Kennedy—. Pero sí. Es increíble los pocos formalismos por los que uno tiene que pasar en la terminal privada del aeropuerto de Búfalo.

—Nos disparó y condujo hasta allí para firmar como si acabara de llegar. ¿Dónde aterrizó el verdadero jet, el Gulfstream?

Kennedy sacudió la cabeza.

—¿De verdad importa eso ahora, señor Kurtz? Simplemente está ganando tiempo.

Kurtz se encogió de hombros.

—Claro. Solo una última pregunta entonces.

—Le registramos en busca de un micro mientras estaba inconsciente, señor Kurtz. Sabemos que no está retransmitiendo ni grabando. Ahora mismo lo único que está haciendo es malgastar su tiempo y el nuestro.

—La granja de sementales —dijo Kurtz—. ¿Es suya?

—Heredada de mi padre —declaró Kennedy con suavidad. Algunas ratas corretearon en la esquina del túnel—. Está en Virginia en realidad.

—El pobre Yasein Goba pensó que estaba en manos de Seguridad Nacional y luego de la CIA, pero solo era el edificio de la empresa de seguridad y protección ejecutiva Empire State del centro de Búfalo y la granja de su padre, ¿verdad?

Kennedy no dijo nada. Era obvio que estaba cansado de la conversación.

—Usted nunca trabajó para la CIA —dijo Kurtz—. Pero su viejo sí, ¿verdad? Era la tercera parte de la tríada en Vietnam, junto al mayor y Trinh. Siguieron moviendo droga después de que acabara la guerra.

—Por supuesto —admitió Kennedy—. ¿Se está inventando las cosas sobre la marcha, señor Kurtz? Debo decir que es usted un detective mediocre. Sin embargo, se equivoca, sí trabajé para la CIA. Menos de un año. Era increíblemente aburrido así que cogí mi herencia y monté la agencia de seguridad. Era mucho más interesante. Y lucrativo.

—Y continuó sacándole dinero al mayor y a SEATCO después de que su viejo muriera —añadió Kurtz—. ¿Seguían creyendo que era de la CIA? ¿Que les proporcionaba protección del mismo modo que su padre hacía en los setenta y ochenta? Y ahora lo quiere todo, ¿no es así?

—Me temo que ha cometido el pecado capital, señor Kurtz. Me ha aburrido. —Kennedy dio tres pasos atrás, hacia el borde del círculo de luz—. Edward. Theodore.

Los dos guardaespaldas se aseguraron de que el área de tiro era segura y levantaron sus pistolas agarrándolas con las dos manos para apuntar al pecho y la cabeza de Kurtz, como si pudieran fallar desde tres metros de distancia.

—Se parece a James Bond —le volvió a decir Kurtz a Kennedy, sintiendo que el corazón le latía salvajemente—. Pero está cometiendo el mismo error del doctor No.

Kennedy ya no escuchaba.

—Es hora de dar de comer a las ratas, campeón.

El sonido de seis fuertes disparos retumbó en el túnel.