Cuando Kurtz llamó suavemente a la puerta de Gail DeMarco poco después de las tres de la mañana, creyó que tendría que esperar un poco para que la puerta se abriera y asomara el rostro cauteloso y preocupado de Gail en el hueco de la puerta. Esa era la teoría. El Magnum del 44 fue una sorpresa.
—¡Joe! —exclamó Arlene al tiempo que bajaba el arma. Ella y Gail abrieron la puerta y Kurtz se tambaleó dentro. Trató de quitarse el abrigo destrozado, pero necesitó de la ayuda de la mujer para conseguirlo—. ¡Oh, Joe!
—No podía quitarme el maldito chaleco —dijo Kurtz, derrumbándose contra la encimera de la cocina.
Arlene y Gail deshicieron los agarres y las conexiones de velcro. El grueso chaleco de SWAT que le había salvado la vida cayó pesadamente al suelo.
—Ven cerca de la luz del lavabo —le pidió Gail—. Levanta la cabeza.
Kurtz obedeció lo mejor que pudo.
La chica, Aysha, entró en la cocina. Llevaba una de las viejas batas de Arlene. Le quedaba demasiado grande, lo que la hacía parecer más joven si cabe, casi una niña.
—Por favor, háganse a un lado —dijo Aysha en el tono autoritario de una enfermera.
—Voy a por el botiquín —anunció Gail, y se apresuró a salir de la cocina y Kurtz le oyó decirle a Rachel que volviera a la cama y cerrara la puerta.
—Creo que será mejor que me siente —dijo Kurtz. Se derrumbó en una de las sillas junto a la mesa de fornica.
Los siguientes minutos fueron confusos; Gail y Aysha haciéndole cosas de enfermeras, limpiando los cortes en la parte superior del hombro y el cuello, cortando el suéter. Gasto suéteres como pañuelos desechables, pensó tontamente mientras le manoseaban y cuidaban.
La vuelta desde Neola le resultó más larga de lo habitual. Se tuvo que parar tres veces a un lado de la carretera para vomitar. La espalda le dolía tanto que no podía apoyar todo su peso contra la felpa del asiento del Buick, así que condujo como un anciano, encogido contra el volante. No paraba de salirle sangre de la garganta y el hombro, pero nunca de manera tan violenta como para preocuparle.
—La bala debió de impactar en la parte superior de tu chaleco y al rebotar magulló el cuello y la piel de la mejilla —dijo Gail—. Un milímetro a la derecha y hubiera abierto la yugular. Te hubieras desangrado en unos segundos.
—Ajá —dijo Kurtz. No paraba de oír la maldita música de feria dentro de su cabeza. Eso y el traqueteo del tren. Y la risa. Había desconectado el generador cercano a la chabola, apagando así la noria, el carrusel y las luces. Pero no le quedaban energías para ascender la colina, abordar el tren y desbloquear el acelerador.
Déjale eso al equipo de limpieza de Neola, pensó. Estarán ocupados los próximos días.
—Joe, ¿me has oído?
—¿Qué?
—Necesitamos meterte en la ducha para limpiar la sangre coagulada y ver mejor las heridas y los cortes.
—De acuerdo.
Los siguientes minutos fueron tan surrealistas como el resto de la semana; tres mujeres empujándole, desvistiéndole, medio sosteniéndole y volteando su cuerpo desnudo en la ducha. Y la tal Aysha era bastante guapa. No se permiten erecciones, se dijo Kurtz. Ahora no. Todo el mundo estaba metido en aquel pequeño baño a excepción de Rachel.
Cuando el agua de la ducha alcanzó las heridas de su espalda, perdió el miedo a tener una erección.
—Oh —se quejó Kurtz, despertándose del todo—. Au.
Logró verse la espalda en el espejo lleno de vapor; una sólida fila de heridas conectaba ambos hombros y además lucía un corte sanguinolento cerca del omoplato. Cicatriz nueva.
—Tenemos que coser el hombro —dijo Gail DeMarco—. En realidad, deberíamos llevarte al hospital.
—Nada de hospitales —dijo con firmeza, pero pensó: No sé por qué no. Todo el mundo que conozco está en el hospital.
Lo sentaron sobre el inodoro para que Aysha lo cosiera. Se improvisó una rápida reunión en la que se decidió que ella era la que tenía más experiencia. Kurtz sentía la aguja entrando y saliendo, pero no era para tanto. Miró el peludo felpudo rosa y trató de concentrarse.
—¿Ha llamado esta noche alguien de la policía? —preguntó—. ¿Kemper?
—No —dijo Arlene—. Todavía no.
—Lo harán. Irán a por mí, después a por ti… luego alguien averiguará que Gail es tu cuñada y llamarán aquí.
—Esta noche no —dijo Gail mientras Aysha terminaba de coserle. Las dos enfermeras aplicaron un vendaje y lo fijaron con esparadrapo.
—No —convino Kurtz—. Esta noche no. —Se dio cuenta de que continuaba desnudo. La mullida tapa del retrete le devolvía una suave sensación.
Gail apareció con un pijama de hombre todavía envuelto.
—Esto debería quedarte bien —dijo—. Es un regalo de Navidad que no pude llegar a darle a Alan. Tenía más o menos tu talla.
Las tres mujeres se marcharon al salón mientras Kurtz se las arreglaba como podía para ponerse el pijama. Sabía que tenía otras cosas que hacer aquella noche, pero no recordaba bien cuáles eran. Cada vez que cerraba los ojos, veía el rostro del Dodger con la boca abierta. Descubrió que el truco consistía en abotonar el pijama sin dejar que el algodón le tocara la espalda o el cuello. No logró dominarlo.
Se sintió mejor cuando se reunió con las tres mujeres en la sala de estar. Aysha le señaló el sofá-cama abierto.
—Duerma aquí, señor Kurtz. Yo duermo con su hija.
Kurtz se limitó a mirar a la chica.
—Gail se marcha alrededor de las siete y media —dijo Arlene—. ¿A qué hora quieres irte, Joe?
Kurtz miró su reloj. No podía enfocar la vista.
—¿Siete? —Así dormiría tres horas y media.
—Duerme, Joe —dijo Arlene, y lo llevó a la cama.
Por segunda vez aquella noche, Kurtz cayó hacia delante y de cara. Esta vez no se levantó.
Por la mañana, Kurtz condujo el Pinto tras el pequeño Toyota de Gail DeMarco y, gracias a su intercesión, se encontraba junto a Rigby King en la uci cuando ella despertó.
—Joe. ¿Qué pasa?
—No mucho —fue la respuesta de Kurtz—. ¿Qué pasa contigo?
—No se me ocurre nada —dijo Rigby—. Salvo que adoro esa dosis de morfina que meten en el suero. Y no creo que hoy pueda continuar fingiendo que sigo dormida, Paul Kemper no se lo va a tragar. Y quiere tu culo.
—¿Por qué? —dijo Kurtz—. ¿No les has dicho que no recordabas quién te disparó?
—Sí —suspiró Rigby—. Pero el problema de decir que no recuerdas quién hizo algo es que no puedes decir que recuerdas quién no lo hizo. Si sigues mi teoría…
—Más o menos —dijo Kurtz. Se tuvo que erguir en la incómoda silla de hospital junto a la cama para asegurarse de que el respaldo no le tocaba la espalda. El poco tiempo que durmió lo había hecho bocabajo—. ¿Te hacen algo los medicamentos, Rig?
—Sí… Voy a dormitar unos minutos si no te importa. ¿Vas a estar aquí cuando me despierte, Joe?
—Sí.
Sus párpados aletearon y abrió los ojos de nuevo.
—El médico me dijo que si hubiera pasado otra hora, hubieran tenido que am… ampu… cortarme la pierna.
—Está bien —dijo Kurtz tocándole el brazo—. Hablaremos cuando te despiertes.
—¿Aún no sabes quién me disparó, Joe? —preguntó Rigby con los ojos cerrados.
—Todavía no.
—De acuerdo. Dímelo cuando lo sepas. —Comenzó a roncar suavemente.
El cañón de acero azul tocó la parte trasera del cuello herido de Kurtz. Se despertó con un sobresalto. Se había quedado dormido en la silla, echado hacia delante para no rozarse la espalda.
—No mueva un músculo —dijo Paul Kemper—. Ponga las manos detrás de la cabeza. Despacio.
Kurtz lo hizo despacio porque le dolía demasiado hacerlo deprisa.
—Levántese.
Kurtz también hizo aquello con lentitud. Kemper le cacheó con manos expertas y no se dio cuenta de que Kurtz contuvo la respiración cuando le tocó la espalda y los hombros. No iba armado.
A Kurtz se le había acabado aquella mañana la racha de suerte respecto a tener mujeres cerca con ropa nueva lista para su uso; no podía volver a ponerse el suéter y la chaqueta, pero ninguna de las señoras de la casa tenía un cargamento de camisas preparado para él. Al final, se puso una sudadera grande de Gail en la que ponía «Hamilton College». Como no le parecía una buena idea llevar el abrigo con tres agujeros de bala, Kurtz salió sin chaqueta aquella fresca pero soleada mañana del primero de noviembre. Le dejó la Browning a Arlene en el apartamento de Gail. Cuando su secretaria le preguntó si podía irse a casa ya, él le dijo que todavía no.
—Siéntese —dijo Kemper—. Mantenga las manos unidas detrás de la silla.
Kurtz hizo lo que le decía. Kemper caminó hasta la mesa que había junto a la cama de Rigby y dejó un vaso de plástico con café sobre ella. Mantuvo la Glock apuntada en Kurtz mientras lo abría con una mano y le daba un cuidadoso sorbo.
—No me ha esposado —dijo Kurtz—. No me ha leído mis derechos. No me está arrestando. Aún.
—Calle la puta boca —le exigió Kemper, y bajó la Glock cuando una enfermera entró de manera apresurada y cambió una de las bolsas de suero de Rigby. Ya la tenía de nuevo en la mano en cuanto se marchó.
Se quedaron allí sentados un rato. Kurtz deseó tener un café a mano.
—Sé que está involucrado en esto, Kurtz. Todavía no he averiguado de qué manera.
—Solo visito a una amiga enferma, detective.
—Mis cojones —dijo Kemper—. ¿Adónde fueron usted y la detective King el domingo? Dice que no lo recuerda.
—Fuimos a pasear al campo. Hablamos de los viejos tiempos.
—Ajá —dijo Kemper. El poli negro parecía estar decidiendo si atizarle en la cara con la pistola o no—. ¿Adónde fueron?
—Solo al campo —repitió Kurtz—. Hablando en el coche. Ya sabe.
—¿Cuándo regresaron?
Kurtz se encogió de hombros y no tuvo demasiado éxito en su intento de evitar hacer una mueca. A sus hombros no le agradaba demasiado aquella postura con las manos detrás de la espalda.
—A última hora de la mañana —dijo—. No lo sé.
—¿Dónde la dejó?
—En su casa.
—¿Quiere hacer esto por la vía fácil, Kurtz? ¿Vendrá a la comisaría a hacer una declaración?
—No tengo ninguna declaración que hacer —alegó Kurtz, y se enfrentó a la mirada de odio del poli.
—Paul —dijo Rigby. Era una sílaba muy débil. Solo había abierto un ojo.
Kemper deslizó la Glock de vuelta a su funda.
—Sí, nena.
—Deja a Joe en paz. Él no me ha hecho nada.
—¿Estás segura de eso, Rig?
—Él no ha hecho nada. —Cerró el ojo—. Paul, ¿puedes ir a por la enfermera? Me duele mucho la pierna.
—Sí, nena —dijo Kemper. Hizo a Kurtz salir de la habitación delante de él.
En el exterior de la pared de cristal, Kemper le dijo a la enfermera al cargo en la estación central que la detective King necesitaba su medicación de las ocho. La enfermera le dijo que se pondría a ello enseguida. Kemper agarró a Kurtz del hombro y lo llevó al corto pasillo que conducía a los servicios.
—Voy a averiguar lo que pasó el domingo, Kurtz. Puede contar con ello.
—Bien —dijo—. Infórmeme en cuanto lo sepa.
—Oh, sí. Puede contar con eso también.
Kurtz le dejó tener la última palabra. Se giró y caminó lenta y rígidamente hacia el ascensor.
El maldito Pinto no arrancaba. Kurtz lo intentó cuatro veces sin éxito y acto seguido salió del coche y abrió el capó. Era un motor pequeño y simple con una batería pequeña y simple, pero tras comprobar las conexiones de la batería y tratar de arrancar con resultados de nuevo fallidos, Kurtz se quedó sin más recursos mecánicos.
Miró a su alrededor. El aparcamiento del centro médico estaba concurrido a aquella hora de la mañana, pero nadie prestaba atención a su pequeño problema. Kurtz buscó el móvil a tientas en el bolsillo, pero entonces recordó que se lo había dejado en casa de Gail DeMarco.
—¿Necesita ayuda?
Kurtz se volvió y parpadeó. Un enorme todoterreno naranja que le resultaba extrañamente familiar se había detenido a su lado. No reconoció al conductor ni al copiloto, tampoco al que estaba sentado en la parte trasera. Sin embargo, el tipo sonriente que se asomó por la ventana más cercana a él sí le resultaba bastante familiar. Brian Kennedy, el guapo prometido de Peg O’Toole, el hombre dedicado a servicios de seguridad, salió del… ¿cómo llamó a aquel todoterreno blindado? ¿Lalapalooza? Laforza… El joven bien vestido de atrás también se bajó del todoterreno. Kurtz miró los dos buenos trajes y se dio cuenta de que tendría que vender a su abuela a los árabes para poder permitirse ropa como aquella… y ni siquiera tenía abuela.
—Entre —dijo Brian Kennedy—. Arranque de nuevo, el campeón de Tom le echará un vistazo al motor.
Tom examinó el interior del capó, tratando de evitar que sus almidonados puños blancos se mancharan de grasa. Kurtz giró la llave. No pasó nada. Kennedy y Tom le echaron un nuevo vistazo. La gente pasaba con prisas a su lado, apenas prestando atención a los hombres vestidos con trajes de tres mil dólares manos a la obra con un Pinto destartalado.
—Ya —dijo Kennedy, frotándose las manos de ese modo en que lo hacen los hombres rudos después de arreglar algo.
Kurtz giró la llave de nuevo. Ni siquiera un chasquido.
Salió del coche.
—Al demonio. Entraré en el hospital y llamaré a alguien para que me recoja.
—¿Podemos llevarle, señor Kurtz? —le ofreció Brian Kennedy.
—No, está bien. Llamaré a alguien.
—Al menos use mi teléfono para llamar, campeón —dijo Kennedy al tiempo que le cedía a Kurtz un teléfono tan moderno que parecía capaz de teletransportar a alguien a la Enterprise—. He venido a ver a Peg. ¿Por eso está usted aquí?
—No —dijo Kurtz. Abrió el teléfono y trató de decidir a quién llamaba. A Arlene, supuso. Siempre llamaba a Arlene.
—Oh —dijo Brian Kennedy—. Tom tiene una herramienta que tal vez pueda servir.
Kurtz miró a Tom justo cuando el hombretón sonreía, sacaba algo metálico del bolsillo de su traje, le colocaba el táser de diez mil voltios en el pecho y apretaba el botón.
Lo último que vio Kurtz fue a Kennedy arrebatarle el caro teléfono móvil mientras se desplomaba hacia atrás en la oscuridad.