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El único faro del tren le dejó cegado. Se encontraba a cincuenta metros de su posición cuando giró la curva en la colina y cargó hacia él, surcando las resplandecientes vías verdes y blancas.

Kurtz se quitó las gafas de visión nocturna y las dejó colgando de su cuello mientras ascendía quince metros colina arriba y se escondía entre unos espesos arbustos. Metió una bala en la cámara de la Browning y apoyó el codo sobre la rodilla para apuntar con firmeza. Mientras, el tren se acercaba a él traqueteando. Kurtz se puso de nuevo las gafas, con cuidado de no mirar directamente hacia la única y cegadora luz.

Entonces, el pequeño tren del parque de atracciones pasó resoplando por delante de él, llenando el aire del traqueteo de su motor de cortadora de césped de dos tiempos y del hedor del escape. Enseguida ya había pasado, sacudiéndose y oscilando en la curva de la colina, bajando hacia los bosques al sur.

—Jesús —exclamó Kurtz.

No había conductor, el vagón del motor iba vacío. Cada uno de los otros tres vagones era una imitación de los reales de pasajeros o mercancías, pero al aire libre y con capacidad para dos niños o un adulto incómodo con el trasero en la baja almohadilla y las rodillas flexionadas. Llevaba pasajeros. Kurtz contó hasta ocho cadáveres en los vagones: cuatro hombres, dos mujeres y dos niños.

—Jesús —exclamó de nuevo. El tren era audible al otro lado de la colina, entre los árboles desnudos y las hojas susurrantes. Llegaba a la mansión quemada y luego daba la vuelta siguiendo un bucle cerrado. Debía de haber un interruptor en alguna parte que mantuviera el tren girando alrededor de la colina, con el acelerador metálico fijado en posición.

No se para ni muerto, pensó Kurtz, y se tuvo que aguantar para no echarse a reír.

Cruzó las vías y se dirigió colina abajo hacia la iluminada avenida central con la pistola apoyada en el costado, tratando de no romper ninguna rama o pisar más hojas de las necesarias. No obstante, cada sonido que hacía se perdía en la enlatada música de feria que subía de volumen a medida que se acercaba. Ahora mismo, los altavoces retumbaban con una versión de Pop goes the weasel.

El panorama que se encontró al llegar a la avenida principal era demasiado surrealista a través de las gafas de visión nocturna, así que se las volvió a quitar. Las imágenes eran igual de surrealistas bajo la luz de la luna y el resplandor de la avenida.

Cerca, un generador traqueteaba y tosía. La noria rota y oxidada chirriaba y se movía a base de sacudidas, pero giraba. Había una docena o así de luces funcionando en su estructura, de los cientos que llegó a tener cuando Nube Nueve estaba abierto. No obstante, aquellas doce eran suficientes para iluminar la media docena de cadáveres montados en las cuatro cabinas de pasajeros que quedaban intactas en la chirriante noria. Dos de ellos se habían caído hacia delante, contra las oxidadas barras protectoras.

El carrusel giraba pesadamente. La música provenía de él, de un altavoz dispuesto en el centro del gimiente círculo. Los caballos rotos, las cebras destrozadas y los leones sin cabeza no subían ni bajaban, pero cinco de ellos tenían jinetes. Una mujer muerta con un agujero de bala en su frente azul se sacudía hacia delante contra el palo vertical que se alzaba desde el cisne dorado; un cadáver masculino con tres agujeros negros en su camiseta de Eddie Izzard yacía despatarrado sobre el lomo de un león sin mandíbula; una niña pequeña, no mayor de cinco años a la que le faltaba parte del cráneo entre las trenzas, cabeceaba contra el largo cuello astillado de una jirafa.

El carrusel daba vueltas y vueltas bañado por el perfume almizclado de los susurrantes bosques.

Kurtz intentaba moverse de sombra en sombra sin apartar sus dedos pegajosos del gatillo. Olía a palomitas de maíz. A palomitas y a algo viscoso, sangre o algodón de azúcar. El hedor del escape del tren bajó la pendiente cuando la locomotora ascendió de nuevo la colina.

El pabellón de coches de choque seguía destrozado e inundado, las hojas muertas revoloteaban por el suelo de goma, pero un único foco iluminaba a una mujer y un hombre que llevaban muertos mucho tiempo, a juzgar por los ojos hundidos y las encías corroídas que dejaban los dientes a la vista. Ambos se sentaban en uno de los pocos coches todavía intactos. El cadáver masculino rodeaba con el brazo el hombro de la mujer y sus frágiles dedos huesudos daban la impresión de estar sobándole un desinflado pecho bajo los harapos de lo que fue un suéter rosa.

—Cristo bendito —susurró Kurtz para sí, moviendo la boca pero sin emitir sonido. Levantó la Browning con las dos manos y ascendió colina arriba sigilosamente. Dejó atrás la zona verde donde estuvo a punto de hacerle el amor a Rigby King menos de treinta y seis horas antes y la fachada frontal de madera contrachapada de la casa de la risa, donde la cara de un payaso tirada en la hierba miraba hacia arriba. Un cadáver masculino había sido colocado tras la reja de la taquilla de la casa de la risa. Tenía el rostro pintado como un payaso y llevaba una nariz roja de goma. Una fila de sangrientos agujeros adornaba la pechera de su camisa blanca.

Kurtz se aproximó a la chabola que examinó junto a Rigby. Aquella nueva construcción era el epicentro de la locura de aquella noche. El gran generador a gasolina estaba en funcionamiento al otro lado de la chabola, suministrando energía de alguna forma a las diferentes luces y motores de la noria y el carrusel.

Kurtz se desplazó de árbol en árbol para aproximarse a la chabola, con el arma extendida. Trató de respirar superficialmente por la boca, de escuchar. El suelo del porche de la pequeña casucha gimió al pisarlo. Se echó a un lado de la entrada y miró dentro. Había un farol brillando y una figura tendida en el colchón de la esquina. Kurtz se quitó las gafas para usar mejor su visión periférica. Tenía la boca seca.

Entonces se levantó viento; la enmohecida avenida central se llenó de hojas y las ramas de los árboles desnudos se agitaron. Por culpa de aquel ruido, la repetitiva música enlatada procedente del altavoz del carrusel, los chirridos y quejidos de la noria y del traqueteo del tren dando otra vuelta colina arriba, Kurtz no oyó ni vio al payaso muerto de la taquilla de la casa de la risa levantarse, girar su blanco rostro y salir de ella.

Por culpa del fulgor del farol del interior de la chabola y de la obstinada atención que le dedicó al cadáver bajo la manta y a vigilar y esperar a que algo se moviera en los alrededores de la casucha, Kurtz no vio ni oyó al payaso con la sanguinolenta camisa blanca caminar lenta y cautelosamente por los alrededores de la casa de la risa, a apenas veinticinco pasos de él.

El instinto de Kurtz le sirvió durante los doce años que pasó en el patio, las duchas y los salones de la prisión de Attica, pero le fallaron en aquel extraño lugar, cuando el payaso alzó su Beretta de 9 mm con silenciador y disparó tres veces desde menos de quince metros y los tres proyectiles alcanzaron a Kurtz en la parte superior de la espalda, dos entre los hombros y el tercero junto al cuello.

El rostro contraído de Kurtz se precipitó hacia delante en la chabola y aterrizó con fuerza y sin vida. La Browning cayó y rebotó en el suelo de madera contrachapada.

El payaso muerto, el Dodger, se aproximó con cautela, con la Beretta levantada y estable. No parpadeó, pero su sonrisa era tan amplia que los grandes dientes de caballo resplandecían amarillentos sobre el blanco maquillaje de su rostro.

Llegó al pequeño porche y se detuvo en la puerta apuntando la Beretta a la nuca de Kurtz.

Había caído con un brazo extendido y el otro bajo el cuerpo. Su pistola estaba a dos metros de él, en el suelo. Tres agujeros en la parte trasera del abrigo evidenciaban dónde habían impactado las tres balas y un pequeño charco de sangre se empezaba a formar cerca del rostro del hombre caído.

El Dodger bajó el arma y se echó a reír.

—He guardado el último coche de la noria para ti, Kurtz, maldito…

Kurtz se giró y disparó la gran pistola amarilla de clavos, que emitió un sonido neumático. El tornillo se clavó en la barriga del Dodger y le hizo retroceder hacia el marco de la puerta, detrás de él, lo que no impidió que se le disparara la Beretta.

Mareado, funcionando más por instinto que por habilidad cognitiva, sosteniendo todavía la pesada pistola de clavos sobre la que se había caído, Kurtz se lanzó hacia delante contra el Dodger, empotrándolo contra el marco de la puerta con el hombro y luego empujándolo hacia afuera, al porche. Kurtz usó su mano libre, la izquierda, para agarrar al Dodger por la muñeca derecha mientras los dos salían tambaleantes del porche y rodaban por la hierba colina abajo, aplastando las hojas caídas, hacia la madera desperdigada de la fachada derruida de la casa de la risa.

—Maldito seas, maldito seas —gruñó el Dodger, manoteando y mordiendo la muñeca derecha de Kurtz al tiempo que trataba de liberarse la mano de la pistola.

Kurtz golpeó el rostro del payaso con el ancho cañón de la pesada pistola de clavos. El maquillaje blanco se tiñó de manchurrones de sangre y se le salió la nariz de goma. La Beretta se disparó dos veces; la segunda bala pasó cerca de la oreja izquierda de Kurtz y le rasgó un poco el cuello de su abrigo.

El Dodger era muy fuerte, pero Kurtz era más pesado y cayó encima cuando llegaron rodando junto al rostro de payaso que había tirado en el suelo. Entonces le aplastó el rostro con la pesada culata de la pistola de clavos industrial y trató de arrebatarle la Beretta. Incluso con un clavo de diez centímetros en el estómago, el Dodger no soltaba el arma. Se liberó la mano izquierda y se agarró su propia muñeca para tratar de apuntar el cañón de la Beretta al rostro de Kurtz.

De rodillas, montando a la figura de la camisa sanguinolenta, Kurtz giró la gran pistola de clavos amarilla contra la muñeca del Dodger y volvió a disparar. Dos veces.

Los clavos penetraron en la muñeca del hombre quemado, entre el radio y el cúbito, y lo clavaron a la madera. El Dodger gritó a pleno pulmón.

Kurtz se puso de pie y empujó la Beretta con silenciador de una patada hacia los árboles.

El Dodger pataleó y se agitó en la tabla de madera con la cara de payaso pintada. Kurtz le fijó el correoso brazo izquierdo con la bota, apuntó y disparó un tornillo en la mano izquierda del hombre.

El Dodger se liberó la mano con un grito y un chorro de sangre que empapó el chaleco negro de Kurtz.

Kurtz le pisó de nuevo la mano y disparó la pistola otras tres veces; dos de ellas clavaron la palma y la muñeca del Dodger.

Jadeando, retorciéndose hacia adelante y atrás, apenas consciente tras los terribles impactos en su chaleco kevlar, Kurtz permaneció sentado a horcajadas sobre la frenética figura.

—Estate quieto, maldito seas —dijo con la voz entrecortada.

El Dodger levantó las piernas, buscando darle a Kurtz un rodillazo en las suyas; sus botas repiquetearon en la madera podrida.

Kurtz negó con la cabeza y presionó el ancho cañón de la pistola amarilla de clavos contra la entrepierna del Dodger.

—Estate quieto, loco cabrón.

El Dodger se echó a reír, gritó y se retorció, tratando de liberarse las muñecas y las palmas.

Kurtz le disparó dos veces en los testículos, clavando el centro de su cuerpo al suelo.

El Dodger se quedó quieto, con los labios rojos de su boca de payaso entreabiertos, los dientes muy amarillos a la vista y mirando fijamente a Kurtz con sus ojos demasiado blancos. Gran parte de la pintura blanca se le había corrido, dejando al descubierto las viejas quemaduras que le cubrían el rostro destrozado y que le subían hasta el nacimiento del cabello como los nudos de una cuerda.

—Quiero… saber… —resolló Kurtz—. ¿Le disparaste… a… Peg O’Toole? ¿Formaste parte… de aquello?

La boca del Dodger se mantuvo abierta y silente cuando su cuerpo se tensionó contra los clavos. Parecía estar buscando aliento.

—¿De quién recibes las órdenes? Sé que no era del mayor. —La boca de payaso del Dodger se abrió y cerró igual que la de un pez. Trataba de hablar. Kurtz se acercó a escuchar.

—Una vez… aprendí… algo —masculló el Dodger, su voz era casi inaudible. La canción del carrusel cambió de Farmer in the dell a Three blind mice.

Kurtz se agachó más para oír mejor. De su barbilla y cuello magullados cayó sangre y sudor al rostro blanco del payaso.

—Da… el disparo… siempre… en la… cabeza… —dijo el Dodger, y comenzó a reírse y a gritar. El ruido salía de la boca abierta y tensa igual que una negra pestilencia procedente del infierno. Y no paraba. El Dodger se reía histéricamente, sus gritos y risas producían eco en la falda de la colina y la casa de la risa.

Kurtz se sintió de repente muy, muy cansado.

—Sí —dijo con suavidad—. Tienes razón.

Se echó de nuevo hacia delante, hacia el géiser de gritos, risas y hedor, levantó la pesada pistola de clavos, apuntó el cañón a las rebuznantes fauces oscuras y disparó tres veces.