Hacía frío y el viento soplaba con fuerza cuando Kurtz se dirigió al sur para salir de Búfalo, justo después de que oscureciera. Vio niños disfrazados cargando calabazas de plástico de puerta en puerta al pasar conduciendo por los barrios residenciales cercanos al parque junto a la casa de Gail.
Es Halloween. Como si hiciera falta que se lo recordaran. Llovía intermitentemente y el aire olía como si el agua quisiera convertirse en nieve. Hacia casi tanto frío como para que cupiera esa posibilidad.
Kurtz llevaba de nuevo vestimenta oscura: vaqueros negros, las Mephisto y un suéter oscuro, todo bajo su chaquetón de siempre. También se había puesto una gorra azul marino encima del dolorido cuero cabelludo, con mucho cuidado. Había tomado prestado el Buick de Arlene, a ella y a Aysha les dejó el Pinto, pero no iban a utilizarlo aquella noche. El apartamento de Gail DeMarco estaba en un segundo piso de Colvin, al norte del parque. Era pequeño, solo contaba con una escueta habitación para Gail y otra aún más diminuta para Rachel, pero esta noche no parecía importarles compartirlo. Arlene dijo que se apretaría con Gail, Aysha dormiría en el sofá-cama y harían palomitas para todas y verían los vídeos de El enigma de otro mundo y Ultimátum a la tierra, en honor a Halloween. A Rachel le encantaría tener compañía, aseguró Gail.
La mente de Kurtz quería quedarse en Rachel, pero rehuyó ese tema, recordando en su lugar la conversación con el doctor Charles, del hospital psiquiátrico.
—Sí, claro que me acuerdo del fuego —había dicho el anciano caballero—. Una cosa horrible. Nunca supimos cómo se inició. Varias personas murieron.
—¿Incluyendo a Sean Michael O’Toole? —dijo Kurtz.
—Sí. —Una pausa—. ¿Ha dicho usted que trabaja para el Buffalo Evening News, señor Kurtz?
—No, soy freelance. Estoy escribiendo un artículo para una revista. Los tiroteos en las escuelas están ahora de moda y Sean Michael O’Toole fue uno de los primeros en hacerlo.
—Sí —dijo el doctor Charles con tristeza—. Columbine sigue presente, a pesar de todos estos años.
—¿Oyó alguna vez que se refirieran a su paciente, a Sean, como el Dodger? —preguntó Kurtz—. ¿O tal vez el Artful Dodger?
—¿El Artful Dodger? —repitió el viejo con una carcajada seca—. ¿Como en Dickens? No, estoy seguro de que lo hubiera recordado.
—Dice que tuvo visita el día del fuego —preguntó Kurtz—. De hecho, el fuego comenzó en la sala de visitas cuando se encontraban allí.
—Sí.
—¿Recuerda quiénes eran?
—Bueno, a uno lo recuerdo muy bien —dijo el doctor Charles—. Era el hermano pequeño de Sean Michael.
—Su hermano pequeño —repitió Kurtz, haciendo como que escribía. La cocina de Arlene daba a un minúsculo jardín. Sean Michael O’Toole no tenía hermanos ni hermanas.
—¿Un año o dos menor que Sean? ¿Pelirrojo?
—Oh, no —dijo el doctor Charles—. Los conocí a él y a su amigo cuando firmaron para ver a Sean. Michael Junior era mucho más joven que nuestro paciente, tenía unos veinte años. Sean acababa de cumplir los treinta la semana anterior. El hermano pequeño de Sean no se parecía en nada a él, era mucho más moreno, más guapo.
—Entiendo —dijo Kurtz, aunque no entendía nada de nada—. ¿Y quién era el otro hombre que le visitó?
—No lo recuerdo. No dijo nada en absoluto durante el tiempo que estuve hablando con el hermano pequeño de Sean. Parecía distraído. Casi drogado.
—¿Era, por casualidad, de la misma estatura, edad y peso que Sean? —dijo Kurtz.
El doctor guardó silencio un momento mientras trataba de recordar.
—Sí, creo que así era. Han pasado quince años, ya sabe, y como le he dicho, el otro visitante no dijo nada mientras yo hablaba con el hermano de Sean.
—Pero tanto el hermano como el otro hombre salieron del edificio en llamas, ¿verdad?
—Oh, sí. —El doctor Charles sonaba afectado por los recuerdos del incendio incluso después de tantos años—. Hubo mucha confusión, por supuesto; camiones de bomberos llegando, pacientes y empleados corriendo por todas partes… pero nos aseguramos de que todos nuestros visitantes salieran de allí a salvo.
—¿Vio al hermano de Sean, Michael Junior, y a ese otro hombre después del fuego?
—Muy brevemente. El hermano de Sean estaba bien, el otro hombre estaba recibiendo oxígeno.
—¿Fue al hospital? —preguntó Kurtz.
—No lo creo, no. ¿Adónde quiere llegar, señor Kurtz?
—A absolutamente ninguna parte, doctor Charles. Solo siento curiosidad por los detalles. Dice que ningún visitante resultó herido en el fuego. Ni tampoco los empleados. Solo tres presos.
—Preferimos llamarlos pacientes —observó el doctor Charles con frialdad.
—Por supuesto. Solo tres pacientes. Incluido Sean Michael O’Toole.
—Correcto.
—¿Y se encargó usted de la identificación, doctor Charles?
—De dos de ellos, señor Kurtz. Para lograr identificar a Sean Michael tuvimos que usar restos de ropa, registros dentales y un anillo de graduación que llevaba puesto.
—¿Suministrados por su padre? ¿Por el mayor O’Toole de Neola?
—Eso creo, sí. —La amistosa voz del antiguo director ya no era tal—. ¿Adónde quiere llegar, señor Kurtz? Esto ya no es simple curiosidad.
—Uno nunca sabe lo que los lectores van a encontrar interesante, doctor Charles —adujo Kurtz en su tono más pedante—. Gracias por su ayuda, señor. —Y colgó.
Kurtz condujo el Buick al este y luego al sur por la 400 de cuatro carriles, siguiendo después las oscuras colinas hasta que se convirtió en la carretera 16. Las pequeñas ciudades se sucedieron una detrás de otra. Casi no había tráfico. En la diminuta localidad de Chaffee, Kurtz pudo ver a unos cuantos niños rezagados haciendo truco o trato, correteando de una casa blanca a otra por una calle flanqueada de árboles. Las hojas muertas se amontonaban en la carretera. Las nubes se movían con el viento y cubrían la fría luna en cuarto creciente. Parecía, se sentía y olía a Halloween.
Kurtz había visto las noticias locales de la tarde y la noche en casa de Gail (era consciente de que no le gustaba a la cuñada de Arlene, se ponía nerviosa cuando él estaba cerca, pero no entendía muy bien por qué) y no hubo mención alguna a la masacre de Neola. Dieron un reportaje de quince segundos sobre una mujer policía de Búfalo a la que habían disparado; la agente había estado en quirófano y todavía no se conocían detalles ni pistas. Se confiaba en su recuperación.
Gail mantuvo informada a Arlene del estado de Rigby durante todo el día. Al final de la jornada evolucionó de crítico a serio. Las enfermeras de la uci solo le dijeron a Gail que la detective King tenía vigilancia policial de veinticuatro horas en el exterior de la unidad y que un detective negro pasó allí gran parte del día esperando a que la paciente recuperara la consciencia.
Kurtz iba escuchando su emisora de jazz favorita de Búfalo, hasta que la señal falló cuando se adentró en los profundos valles cercanos a Neola. Se dio cuenta de que estaba dando cabezadas al volante cuando cruzó la interestatal y se encontró en la carretera de cuatro carriles a doce kilómetros de Neola.
La ciudad estaba dormida. La exageradamente ancha calle principal estaba vacía y casi sumida en la total oscuridad. Parecía que había llovido con fuerza y los adornos de papel naranja y negro de algunos de los frontales de las tiendas estaban arrugados o los había arrancado el viento.
Kurtz condujo lentamente por la ciudad, confiado en que a la oficina del sheriff de Neola le pasaría desapercibido un modelo antiguo de Buick azul. Aunque una persona de aquí ha visto el coche, en el centro comercial Rainbow.
Cruzó el puente sobre el Allegheny, giró a la izquierda en la carretera comarcal y apagó los faros en cuanto abandonó la carretera pavimentada. Kurtz se puso las gafas militares de visión nocturna y las encendió, siguiendo fácilmente la carretera de grava y luego barro que subía la colina por el mismo camino que había tomado la otra vez.
Aparcó en la barrera, sacó el equipo que necesitaba del asiento trasero, se guardó alguna cosa y luego se volvió a colocar el abrigo e introdujo en los bolsillos varios cargadores extra para la Browning y dos granadas aturdidoras. Acto seguido, tiró el petate vacío al asiento trasero.
Subió la colina y gateó por el mismo corte en la valla que había hecho el día anterior. Sin embargo, esta vez dio un amplio giro a la colina boscosa con la intención de bajar a Nube Nueve desde la cima. Las gafas de visión nocturna provocaban que la débil luz de luna y la ocasional estrella parecieran tan brillantes como la luz del día.
Estaba siguiendo las vías del ferrocarril en miniatura cerca de la cima de la colina, con la Browning todavía en su funda, cuando escuchó ruidos y vio luces en movimiento.
Música. De organillo. Venía de donde una vez estuvo la avenida central del parque de atracciones. Había luces. Una noria parcialmente iluminada estaba girando.
Sin embargo, otra luz y un sonido más fuerte se estaban acercando colina arriba, donde esperaba Kurtz.
Llegaba el tren.