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Angelina llevó a Kurtz y a Rigby al hospital.

Cogieron el todoterreno que Campbell había conducido al complejo de Gonzaga y echaron su cuerpo detrás. El doctor Tafer y Kurtz transportaron a Rigby en una camilla y la colocaron en la superficie plana de suelo que quedó libre tras plegar hacia delante los asientos. Entonces, Tafer se fue con los hombres de Baby Doc. Gonzaga ya se había marchado con Bobby y su equipo y Baby Doc levantó de nuevo el Long Ranger con un rugir de turbinas y formando un huracán de basura.

Kurtz había cogido las llaves y estaba rodeando el todoterreno camino del asiento del conductor, pero Angelina llegó primero.

—Yo conduciré —dijo—. Tú quédate atrás con la señorita Celulitis. Mandaré a alguien a recoger el otro coche.

Se montó atrás y se acomodó la cabeza de Rigby en sus piernas. Tafer le había puesto una segunda unidad de plasma y estaba inconsciente por la morfina. El médico yemení le había advertido que se hallaba en shock y en muy mal estado a causa de la pérdida de sangre.

Estaban a solo tres kilómetros del centro médico del condado de Erie. Por una vez, pensó Kurtz, había hecho planes con antelación.

—No podemos llevarla dentro, ya lo sabes —dijo Angelina desde delante. Conducía con cuidado, siempre respetando el límite de velocidad y parando en los semáforos incluso cuando la intersección estaba oscura y vacía. Kurtz sonrió al pensar en la imagen que se encontraría el policía que los detuviera por superar el límite de velocidad: una poli herida, un matón muerto, un alijo de gafas de visión nocturna y armas automáticas robadas y una don de la mafia llena de sangre al volante.

—Lo sé. La dejaremos en urgencias. Confío en que el todoterreno no esté registrado y la matrícula sea falsa.

—Totalmente. Esta cosa será chatarra antes del amanecer.

Circularon en silencio durante una manzana o dos. Eran las dos cuarenta y cinco de la mañana. La hora, según sabía Kurtz por experiencia, en la que los seres humanos se aferraban menos a la vida. Rigby estaba fría al tacto y parecía muerta. Kurtz usó tres dedos para buscarle el pulso en el cuello. Le resultó difícil encontrarlo.

—Bueno —dijo Angelina—, está claro que nos has regalado a mí y a Toma una experiencia que no olvidaremos jamás, tal como prometiste.

Kurtz no tenía nada que decir a eso. Miró los oscuros edificios que iban pasando a su lado; acababan de cruzar Delavan y se encontraban a un par de manzanas del hospital.

—Esa tercera parte de la que hablaba Trinh antes de saltar —dijo Angelina—. ¿Has considerado que pueda tratarse de Baby Doc? ¿Que haya estado trabajando a dos bandas?

—Sí.

—Si lo es, le acabamos de pagar al hijo de puta tres cuartos de millón de dólares para ayudarle a conseguir un negocio de heroína que llevaba intentando conquistar desde hace años.

—Sí —convino Kurtz—. Pero no es Baby Doc.

—¿Cómo lo sabes?

—Simplemente lo sé —dijo Kurtz.

Aparcaron en urgencias. Kurtz abrió la puerta de atrás del todoterreno, tiró de la aguja de la vía, sacó a Rigby y la tendió en el frío cemento. Angelina tocó el claxon. Kurtz volvió dentro y ya conducían a gran velocidad cuando las primeras enfermeras y asistentes aparecieron por las puertas automáticas.

—¿Crees que va a salir adelante? —preguntó Angelina, y giró el todoterreno en la autopista Kensington. Nadie les perseguía.

—¿Cómo coño voy a saberlo?

El cuerpo del guardaespaldas rodó hacia Kurtz cuando el vehículo giró camino del centro. Kurtz regresó al asiento del copiloto.

—¿Dónde acabará Campbell? ¿En otro desguace?

—Más o menos.

—¿Por qué traerlo de vuelta entonces?

—No dejar a ningún hombre atrás y esas cosas de macho, ¿de acuerdo? —Angelina le miró—. ¿Estás enamorado de la detective, Joe?

Kurtz se frotó las sienes.

—¿Vas a volver al ático?

—¿Adónde si no?

—Bien. Mi Pinto está allí.

—No vas a volver a tu estercolero en el Harbor Inn, ¿verdad?

—¿Adónde si no?

—¿Tienes idea de lo que va a pasar cuando identifiquen a tu novia?

—Sí —dijo Kurtz cansado—. El Departamento de Policía de Búfalo se va a volver loco. Y el compañero de Rigby, un tipo duro llamado Kemper, se va a volver más loco que el resto. Estoy bastante seguro de que Rigby le contó ayer que venía conmigo, así que mandará coches patrulla a por mí en cuanto se entere.

—¿Y aun así vas a volver a tu casa? —Kurtz se encogió de hombros.

—Creo que tenemos unas horas de margen. Rigby no llevaba identificación encima y va a estar inconsciente durante horas o…

—Muerta —terminó Angelina.

—O se despertará pero mantendrá la boca cerrada un tiempo.

—Pero es una herida de bala —objetó Angelina, queriendo decir que informarían a la policía desde urgencias y enviarían a un poli a husmear.

—Sí.

—Ven a pasar la noche al ático —dijo Angelina—. No voy a violarte.

—Otro día —dijo Kurtz, y miró a la hija del don—. Aunque debo confesar que tu aspecto es arrebatador.

Angelina Farino Ferrara se echó a reír sin pretenderlo y se apartó hacia atrás el pelo sudado y lleno de sangre.

Kurtz supo en cuanto entró por la puerta principal del Harbor Inn que alguien había estado allí. Tal vez seguía allí. Sacó la Browning. Clavó una rodilla en el suelo, soltó el petate, se puso las gafas de visión nocturna (que casualmente había olvidado devolverle a Baby Doc entre tanta confusión) y las encendió. Las gafas cobraron vida y el oscuro vestíbulo resplandeció ante sus ojos con un brillo verde y blanco.

Los señuelos estaban en su lugar junto a las escaleras y en el centro de la estancia principal, pero eso no significaba nada. Kurtz sentía un movimiento de aire que no debería estar ahí. Olía a orina.

Registró todas las habitaciones de abajo antes de subir las escaleras con la mano de la Browning extendida.

Descubrió el círculo de cristal tapado con cinta en la ventana frontal. Alguien había destruido sus tres monitores de vídeo invirtiendo una bala en cada uno. Habían orinado en el colchón y las almohadas del dormitorio y tirado las sábanas por ahí. En la sala de lectura, el mismo tipo había usado un cuchillo en su silla Eames restaurada, destrozando los cojines hasta sobrepasar los límites del salvajismo. La mayoría de los libros fueron arrojados de sus estantes y estos sacados de los enganches. Su visitante había defecado en la alfombra persa.

Kurtz no tuvo que preguntarse quién había sido; aquel no era el estilo de los chicos locales. Registró el resto del edificio y descubrió que su arma de repuesto había desaparecido. La ventana de la salida de incendios seguía ligeramente abierta. La cerró y echó el pestillo.

—Espero que te lo hayas pasado bien, Artful Dodger —murmuró Kurtz. Encontró algo de ropa limpia sobre la que no había meado nadie y entró a darse una ducha, teniendo la cautela de comprobar si había algún tipo de trampa antes de meterse en el agua. Después echó la ropa prestada en una bolsa de lavandería junto con las cosas en las que su visitante había orinado y limpió la mierda de la biblioteca; se sintió como esos idiotas a los que había visto en el parque junto al río paseando a sus grandes perros con el recogedor siempre preparado. Lo tiró todo (la ropa sucia, la bolsa de heces, el colchón, la ropa de cama, las almohadas y la silla Eames) al contenedor bajo la ventana trasera. Luego Kurtz se volvió a lavar las manos y, totalmente vestido a excepción de las botas Mephisto que había decidido quedarse, se acurrucó en su banco de ejercicios de la habitación frontal de la segunda planta, puso su alarma mental a las siete de la mañana y se durmió al instante.