Rigby recuperó el sentido cuando estaban cerca de Kissing Bridge.
El despegue había sido interesante. Al salir de Búfalo, el interior del Long Ranger estaba bastante ordenado, a pesar de la extraña disposición de asientos; al despegar de Neola todo fue confusión. La mayoría de los ocupantes estaban agachados en el suelo y el pequeño médico yemení saltaba hacia delante y atrás mientras trabajaba en Rigby King y el coronel Trinh. El interior del helicóptero olía a humo, sudor, sangre, pólvora y mierda; Kurtz supuso que a Campbell se le habían aflojado los intestinos cuando murió.
—Somos demasiado pesados —gritó Baby Doc desde el asiento del piloto—. Arrojad a alguien.
—Campbell se viene a casa con nosotros —gritó Angelina. Se estaba limpiando la cara con una manga, pero tenía ya tanta sangre en ella que lo único que conseguía era formar nuevas manchas en forma de remolino.
—Si acabamos estrellados en la falda de una colina, no me echéis luego la culpa —gritó Baby Doc Skrzypczyk. Sin embargo, las turbinas aullaron, los rotores se convirtieron en un borrón en el aire, los patines botaron y el sobrecargado helicóptero despegó.
Nadie cerró la puerta lateral. Kurtz se aguantó y miró hacia abajo durante el ascenso. Se ladearon hacia la izquierda sobre la casa en llamas y volaron hacia el valle de Neola.
En la carretera bajo ellos seguía habiendo vehículos y luces pero, a excepción de los dos vehículos en llamas en lo alto de la colina, el camino estaba vacío. Nadie había tratado de asaltar el puesto del guarda desde que Baby Doc disparó el primer RPG y roció con fuego de su MP5 a los rescatadores que intentaban huir. Justo cuando bajaron por el borde del acantilado, el tanque de gasolina del Huey explotó tras ellos enviando al aire una segunda bola de fuego. La cima de la colina al completo estaba en llamas.
Nadie del valle les disparó. O al menos Kurtz no vio el resplandor de ningún cañón. Tal vez, pensó, creyeran que el Long Ranger era el Huey del mayor.
Cuando Rigby despertó unos pocos minutos después, volaban a cien pies de altura sobre las oscuras colinas y el aire entraba a raudales por la puerta abierta. El doctor Tafer la había cubierto con una manta, y ahora Kurtz se la ajustó para que se sintiera más cómoda. Estaba temblando.
—¿Joe?
—Sí. —Le puso una mano en el hombro.
—Sabía que vendrías a por mí.
No tenía nada que decir a eso.
—Rigby —gritó sobre el viento y el rugido de las turbinas—. ¿Necesitas un poco de morfina?
Los dientes de la mujer castañeteaban, pero no de frío, supuso Kurtz. Sospechaba que estaba a punto de entrar en shock a causa del dolor y la pérdida de sangre.
—Oh, sí, eso estaría bien. No me han dado nada para el dolor en todo el día. Solo la maldita vía. Y no consiguieron que dejara de sangrar.
—¿Te hicieron algo más?
Sacudió la cabeza.
—Solo preguntas estúpidas. Sobre ti. Sobre para quién trabajábamos. Si hubiera sabido las respuestas, se las habría dicho, Joe. Pero no sabía nada, así que no pude.
Le volvió a apretar el hombro. El doctor Tafer se acercó, pero Kurtz lo empujó a un lado.
—Rigby, el médico va a ponerte una inyección, pero tienes que escucharme un momento. ¿Me oyes?
—Sí. —El castañeteo de sus dientes era ahora salvaje.
—Vas a salir de esta —dijo Kurtz—. Probablemente te despiertes en el hospital. Pero es importante que no les digas quién te disparó. No se lo digas a nadie, ni siquiera a Kemper. ¿Lo entiendes?
Sacudió la cabeza a modo de negativa.
—Sí —dijo sin embargo.
—Es importante, Rigby. No le digas a nadie que viniste a Neola, lo del mayor… nada de eso. No recuerdas lo que pasó. No recuerdas dónde ni quién te disparó ni nada. Diles eso. ¿Podrás hacerlo?
—No lo… recuerdo —masculló Rigby, apretando los dientes ante la oleada de dolor.
—Bien. Te veré después. —Asintió hacia el doctor, que desde su posición, de rodillas junto a Rigby, le puso a la mujer una inyección de morfina.
El helicóptero se resintió y se sacudió.
—¡Pesamos demasiado! —gritó Baby Doc—. El Ranger está preparado para llevar a no más de siete personas. Somos nueve. Al menos vuelva delante, Kurtz. Ayude a compensarlo.
—En un momento —gritó Kurtz, y se arrastró hacia la parte de atrás, donde Gonzaga y Angelina estaban interrogando a Trinh cerca de la puerta.
El brazo roto del viejo vietnamita estaba retorcido en su espalda y las muñecas todavía esposadas. Gonzaga le había aprisionado también los tobillos y el hombre estaba apoyado penosamente contra el marco de la puerta abierta. El aire rugía a más de doscientos kilómetros por hora.
—Díganos lo que queremos saber —gritó Toma Gonzaga—, o va fuera.
Trinh miró a la oscuridad que pasaba a toda prisa a su lado y sonrió.
—Sí —dijo tan suavemente que su voz apenas fue audible sobre el ruido—. Me resulta familiar.
—Apuesto a que sí —espetó Angelina. Su pelo y rostro eran una máscara de sangre—. ¿Por qué mataban a nuestros yonquis y camellos?
Trinh se encogió de hombros y luego hizo una mueca provocada por el dolor del brazo y las heridas.
—Era una guerra.
—No es una maldita guerra —gritó Gonzaga—. Ni siquiera sabíamos de su existencia hasta hoy. Nunca os tocamos. ¿Por qué mataban a nuestra gente entonces?
El viejo coronel miró a Gonzaga a los ojos y sacudió la cabeza.
—¿Cuál es la conexión? —gritó Kurtz. Estaba sentado de rodillas sobre las piernas de Campbell. La sangre fluía arriba y abajo en el plástico que cubría el suelo cuando el sobrecargado helicóptero se ladeaba, bajaba o subía—. ¿Quién ha estado protegiendo vuestras operaciones todos estos años, Trinh? ¿La CIA, el FBI? ¿Quién?
—Éramos tres en Vietnam —relató el viejo—. Trabajábamos muy bien juntos. Hemos trabajado muy bien desde entonces.
—¿Tres? —repitió Gonzaga extrañado, y miró a Kurtz.
—El mayor para el ejército —gritó Kurtz sobre el rugido del viento—. Trinh para los vietnamitas. Y alguien en la inteligencia americana, probablemente la CIA. ¿Me equivoco, coronel?
Trinh se volvió a encoger de hombros.
—Pero ¿por qué os cubría? —gritó Angelina—. ¿Por qué mantendría una agencia federal vuestro círculo de heroína en secreto?
—Traíamos mucho más que heroína —dijo Trinh. Se echó hacia atrás en el marco de la puerta, casi informalmente, como si estuviera en su propia sala de estar—. Nuestra gente en Siria, en el valle de Bekkah, Afganistán, Turquía… todos muy útiles.
—¿Para quién? —exigió Gonzaga.
—¿Qué van a hacer conmigo? —preguntó el coronel. Tuvo que repetir la pregunta, por el ruido. Su voz sonaba calmada.
—Vamos a tirarle por la maldita borda si no responde mejor a nuestras preguntas —lo amenazó Gonzaga.
—Le llevaremos a un hospital con Rigby —dijo Kurtz—. Solo díganos quién es la conexión federal y por qué…
—¿Saben cuál es la ironía? —interrumpió el coronel Trinh, sonriendo de repente—. El mayor O’Toole y yo estamos retirados… solo volvimos a Nueva York para la reunión de accionistas de SEATCO y porque Michael quería ver a su sobrina.
El coronel sacudió la cabeza, sin dejar de sonreír, y luego giró deliberadamente a la izquierda.
Gonzaga y Angelina tiraron de las piernas y las botas del hombre, pero antes de que pudieran agarrarle ya había desaparecido en la oscuridad de la puerta, arrastrado al abismo por el viento y la gravedad.
—Oh, mierda —exclamó Angelina Farino Ferrara.
—¡Mejor así! —gritó Baby Doc desde delante—. Ahora que alguien se siente en el asiento del copiloto y me ayude a compensar esta bestia.