—Entraré por al puerta que volé por los aires —anunció Angelina—. Rodea la casa por la terraza. Será mejor que nos demos prisa, Baby Doc parece dispuesto a irse sin nosotros, y para él podría ser una ventaja hacerlo. Recoge a Toma y a su chico y salgamos de aquí de una puta vez.
Kurtz asintió y se separaron.
Todavía acarreaba el petate, pero ahora no le hacían falta las gafas de visión nocturna, la casa estaba totalmente en llamas. De las ventanas de la segunda planta asomaban densas lenguas de fuego, las tejas de cedro del tejado humeaban y de las ventanas del primer piso, en los lados este y oeste, salía una gran humareda. La parpadeante luz de las llamas iluminaba todos los elementos del exterior, incluso el Bell Ranger.
Kurtz se detuvo en la esquina de la casa y acto seguido la dobló camino de la terraza sobre el acantilado.
El tipo de Gonzaga, Bobby, giró la escopeta hacia él.
—¡Eh! —dijo Kurtz levantando las manos y la Browning—. Soy yo.
Bobby bajó la escopeta. Estaba vigilando la entrada a la biblioteca y la habitación del mayor, ubicada tras dos pesadas puertas sin ventanas.
—¿Cuál es la situación? —preguntó Kurtz. Sacó una bala de la recámara del Browning y se la metió en el bolsillo. Introdujo la que quedaba en el cargador en la recámara, dejó caer el cargador vacío al suelo de la terraza e insertó otro nuevo de diez balas.
—El jefe está dentro todavía, cogiendo papeles y mierda así e impidiendo que el mayor salga de su habitación. Este jodido lugar está comenzando a arder, el jefe no va a quedarse mucho más tiempo.
Aquella última información era redundante. Las llamas asomaban por las ventanas de la segunda planta sobre la terraza y el calor era patente.
—Creo que la habitación del mayor conecta con la contigua, la de Trinh —dijo Kurtz sobre el chisporroteo de las llamas—. Es posible que el viejo salga por ese lado.
Bobby sacudió la cabeza.
—El jefe me hizo colocar lo que quedaba de la mesa de la biblioteca contra la puerta del dormitorio de Trinh y apilar un poco de mierda encima. El mayor no va a salir por ahí. En una silla de ruedas no, desde luego.
—¿Hay alguien más ahí dentro con el mayor?
—No lo sabemos. El jefe piensa que no. Hubo disparos de pistola en el dormitorio justo cuando nos marchamos. Entonces el mayor cerró la puerta y la bloqueó. El jefe cree que está solo ahí dentro.
—¿C-4? —aventuró Kurtz.
Bobby se encogió de hombros.
—Supongo. Si por mí fuera, dejaría que ardiera el viejo cabrón —dijo elevando la voz para que se oyera dentro.
—Ve a ayudar a Gonzaga —dijo Kurtz—. Yo vigilo aquí.
Cuando Bobby corrió hacia la humeante biblioteca, Kurtz retrocedió para mirar por el borde del acantilado que daba al valle. Allí abajo había varios vehículos de emergencia; distinguió la forma de un camión de bomberos y al menos tres coches del sheriff, además de una manada de vehículos todoterreno, pero nadie remontaba el sinuoso camino o ascendía por la escalinata del zigurat.
Kurtz abandonó la terraza y dio la vuelta por la esquina sur de la casa en llamas. Algo pesado se derrumbó en el interior. Se percibía movimiento en el lado opuesto de la casa. Kurtz se giró con la Browning preparada antes de ver a Angelina, Gonzaga y Bobby cargando bolsas y dirigiéndose al helicóptero.
—¡Kurtz! —dijo la don—. Venga, nos vamos.
Kurtz asintió y agitó una mano en el aire, sin embargo se quedó donde estaba.
Pasaron tres minutos antes de que las puertas bloqueadas se abrieran y el mayor saliera a la terraza en su silla. El viejo iba en pijama y bata y llevaba una enorme 45 de servicio en el regazo. Tenía las dos manos ocupadas en maniobrar la silla para alejarse de las puertas humeantes y la casa en llamas.
El mayor llegó al límite de la terraza y se detuvo. Tosía y escupía con vehemencia.
—Quieto —dijo Kurtz. Había reaparecido de repente en la terraza y ahora apuntaba al mayor, agarrando la Browning con ambas manos. Se acercó a la silla de ruedas, tomándose su tiempo para examinar la entrada al dormitorio del mayor. Estaba cubierto de humo. Si quedaba alguien allí dentro, estaría ya inconsciente; a no ser que llevara una máscara—. Las manos en las ruedas —le ordenó Kurtz, a apenas dos metros del viejo.
El mayor O’Toole giró la cabeza y los hombros, sin quitar las manos de la barra metálica de las ruedas, tal como se le había ordenado. El militar, que tan poderoso parecía en aquella misma terraza once horas antes, tenía ahora un aspecto avejentado y decrépito. Su blanca cabellera cortada a cepillo estaba sudada y enmarañada, dejando a la vista la piel rosa propia de un anciano. Llevaba la parte superior del pijama abierta, dejando entrever el musculoso pecho pero también el vello gris y las viejas cicatrices. Los ojos del mayor parecían cansados y acuosos; una línea de hollín bajo cada orificio de la nariz evidenciaba que ni siquiera los viejos militares eran capaces de respirar humo puro durante demasiado tiempo.
—Dese la vuelta —dijo Kurtz.
El mayor giró la silla. Ambos hombres eran conscientes de la presencia del 45 en el regazo del anciano, pero no había manera de deshacerse de él a no ser que Kurtz le permitiera al mayor levantar las manos o Kurtz se acercara a cogerlo. El viejo tullido no podía mover las piernas para tirarlo.
Kurtz decidió dejarlo estar de momento.
—Señor Kurtz —dijo el mayor antes de empezar de nuevo a toser. Comenzó a llevarse un puño a la boca, vio a Kurtz echar el martillo de la Browning hacia atrás con el pulgar y terminó el ataque de tos dejando sus grandes manos firmemente agarradas a las ruedas. Cuando terminó, levantó el arrugado rostro manchado de hollín.
—Usted gana, señor Kurtz. ¿Qué quiere?
—¿Ordenó la muerte de Peg O’Toole?
El viejo abrió los ojos de par en par.
—¿Ordenar yo que mataran a mi sobrina? ¿Está loco?
—¿Quién lo hizo?
—No tengo ni idea. Supongo que fue uno de sus amigos de la mafia.
Kurtz sacudió la cabeza.
—Mató a su hermano, John. ¿Por qué no también a su hija?
El mayor se contrajo como si Kurtz le hubiera abofeteado en la cara. Sus poderosos brazos y enormes manos se flexionaron.
—¿Por qué mató a su hermano? —le interrogó Kurtz—. Era policía, pero estaba a punto de retirarse. No, espere… fue porque averiguó que estaba intentando expandir su negocio de heroína a Lackawanna y Búfalo, ¿verdad?
El mayor gruñó. Literalmente.
—Entonces, ¿mandó también a su hijo loco a por Peg O’Toole? —le presionó Kurtz.
—Mi hijo… —comenzó el mayor, y su rostro cincelado pareció cambiar de repente, como un efecto visual en una película. Los fuertes huesos parecieron hundírsele en el cráneo—. Mi hijo está muerto. Sean Michael está muerto. Murió hace quince años en un incendio.
—Su jodido hijo, el Artful Dodger, escapó del fuego, ¿verdad, mayor? ¿A quién envió para que sirviera de cadáver? ¿A uno de sus lacayos vietnamitas? No, tenía que ser alguien que se pareciera a un bastardo irlandés chiflado, incluso después de quemado, ¿verdad? Y luego le facilitó los registros dentales a la poli, ¿verdad?
—¡Mi hijo está muerto! —gruñó el mayor. Echó mano de la 45. En lugar de disparar, Kurtz se lanzó hacia delante y le dio una patada a la silla, situando su bota entre las rodillas marchitas del viejo y empujando con fuerza.
El mayor gritó y soltó la 45 al tiempo que trataba de asir las barras de metal de las ruedas con sus poderosas manos. Se echó hacia delante para frenar el retroceso de la silla, que se deslizaba por el borde de la terraza, húmeda por la lluvia. La pistola rebotó en la piedra.
—Le mataré, le mataré, le mataré —rezongó el mayor. Era obvio que quería agarrar a Kurtz por una pierna, ponerle las dos manos en la garganta, ahogarle hasta la muerte. Pero para hacer eso, el mayor tendría que soltar las ruedas.
Kurtz saltó con una pierna, sin dejar de apuntar la Browning, y lanzó otra patada en la que invirtió todo su peso. La silla, con las ruedas trabadas, se deslizó y chirrió otro metro hasta quedar justo al borde de la escalinata casi vertical del zigurat.
—¿Quién me disparó? —masculló Kurtz, acercándose a él—. ¿Quién disparó a Peg O’Toole? ¿A quién envió?
—Le voy a matar —jadeó el viejo. El sudor volaba de su frente tensionada y alcanzó la cara de Kurtz. El aliento del mayor olía a humo y muerte—. Le mataré. Le mataré. —La fuerza de su tren superior era tremenda. Empujó a Kurtz hacia atrás y la pierna derecha se le dobló cuando la silla se desplazó hacia delante unos quince centímetros… y luego otros quince.
—Mande al tarado de su hijo para que lo haga —dijo Kurtz jadeando. Le daban unos calambres salvajes en la pierna izquierda, pero continuó con la bota firmemente plantada en la silla, entre las rodillas del mayor.
—¡Arrghh! —gritó el viejo antes de levantar las enormes manos para agarrar a Kurtz del cuello con intención de quitarle la vida, de arrastrarlo hacia el borde con él.
Kurtz echó hacia atrás su propio tren superior casi horizontalmente para evitar las manos, como si esquivara el ataque de una cobra. Aterrizó con fuerza en el suelo, sobre un codo. Las manos del mayor todavía revoloteaban en el aire cuando Kurtz juntó las piernas y le empujó las rodillas marchitas con ambas botas.
La silla de ruedas y el revoltoso anciano rodaron hacia el borde de la terraza y se precipitaron por el acantilado.
Cuando Kurtz se levantó para acercarse al filo, la silla rota y la figura voladora que gritaba al viento ya habían caído treinta escalones e iban cogiendo velocidad mientras se perdían en la oscuridad.