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Cuando el helicóptero se desplomó, Kurtz prohibió los efluvios de la pastilla azul a su mente y su cuerpo.

Apartó de sí la falsa sensación agradable y el pellizco de buen humor que lo enmascaraba todo. Apartó de su voluntad la nube indolora y dejó que tanto el dolor de cabeza como todo lo que conllevaba volvieran a él igual que tinta negra. Apartó de su voluntad la suave nube farmacológica e invocó la vuelta al deber del duro núcleo del viejo Joe Kurtz.

El enorme Bell Long Ranger aterrizó con fuerza, tanta que le hizo daño a Kurtz en la columna enviando los familiares picos de dolor a su cráneo. El helicóptero se deslizó unos metros por la hierba antes de detenerse. De inmediato, Gonzaga y su hombre, Bobby, salieron corriendo por la puerta lateral. Angelina y su guardaespaldas, Campbell, los siguieron un minuto después portando las MP5 y los petates llenos de munición.

Kurtz se peleó con los cuatro enganches del cinturón de seguridad durante unos segundos, los apartó a un lado, cogió su petate, se colgó la camilla plegada de aluminio y red al hombro y salió por la puerta lateral al tiempo que Baby Doc lo hacía por la del piloto y tiraba de dos largos tubos guardados debajo de su asiento. El piloto se colocó uno de los tubos en el hombro y cargó el otro. Parecían RPG, los viejos lanzacohetes propios de Rusia y Europa del Este.

—¿Qué son? —preguntó Kurtz en un susurro. Los dos corrían hacia la casa rodeados de oscuridad, pasando junto a la sombra del Huey del mayor.

—RPG —dijo Baby Doc, y se giró en la dirección del camino.

—¡Espere! —exclamó Kurtz.

Baby Doc se giró pero no dejó de correr.

—Pensé que se quedaría en el helicóptero —susurró Kurtz.

Baby Doc sonrió.

—Nunca dije que haría tal cosa.

—¿Y si le matan?

La sonrisa continuó inamovible.

—Tendrán que tomar lecciones de vuelo o echar a andar. —Se dio la vuelta y corrió hacia el principio del camino.

Había un hombre muerto tendido en la caseta del guardia. Nada se movía salvo ellos seis corriendo hacia la casa. Las luces externas de seguridad estaban encendidas en la parte trasera, pero la casa permanecía a oscuras.

Angelina Farino Ferrara puso una carga de C-4 en la puerta, activó el detonador y se apartó con los otros tres justo cuando Kurtz llegaba corriendo. El estallido no fue tan fuerte como Kurtz esperaba, pero estaba bastante seguro de que había despertado a todo el mundo en la casa. La puerta voló hacia dentro, dejando al descubierto los refuerzos de acero y quedando colgada de las bisagras.

El primero en entrar fue Gonzaga, su guardaespaldas lo siguió un momento después. Angelina y su hombre se colaron tras ellos.

Esto es una locura, pensó Kurtz, no por primera vez aquella noche. No se asalta una casa sin conocer con sumo detalle los planos. Alzó la Browning y se dirigió hacia la puerta.

Las luces del vestíbulo y la sala se habían encendido, lo cual no era bueno. La distribución era tal como recordaba: la apertura al hall de entrada justo delante, la escalera a la derecha (Angelina y su hombre ya estaban subiendo por ella), una oscura sala de estar formal a la izquierda y puertas cerradas a lo largo del pasillo, a izquierda y derecha.

Gonzaga abrió de una patada la primera puerta a la derecha del vestíbulo y tiró dentro una granada aturdidora. La explosión fue muy fuerte. Bobby, el guardaespaldas, le dio una patada a la segunda puerta de la derecha y se lanzó hacia atrás cuando una lluvia de disparos de armas automáticas atravesó el hall de entrada, rompiendo candelabros y destrozando los floreros y muebles de la sala de estar al otro lado. Bobby disparó su escopeta hacia la sala, recargó, disparó de nuevo, recargó y volvió a disparar. El fuego de ametralladora se detuvo abruptamente.

Arriba, dos explosiones levantaron una gran humareda en los escalones.

Kurtz corrió por el vestíbulo, esparciendo restos de cristales mientras lo hacía. Del alto techo caían grandes pedazos de yeso. Distinguió las puertas de cristal de la biblioteca a más o menos cincuenta metros en línea recta desde su posición. Estaba seguro de que cualquiera podría verle a él desde aquella gran sala oscura. Había muchas luces en el amplio pasillo, pero estaban demasiado empotradas para poder apagarlas a disparos, por lo que se sintió como el objetivo que en realidad era mientras fintaba de un lado a otro y se detenía en el punto donde comenzaba el pasillo.

Gonzaga salió de la habitación detrás de él y disparó a la escalera a la derecha de Kurtz. Una figura vestida de negro cayó por los escalones y un M-16 se estrelló en los azulejos del vestíbulo. No es uno de los nuestros, pensó Kurtz.

—Usted por la izquierda, Bobby y yo iremos por la derecha —gritó Toma Gonzaga.

Kurtz asintió y se lanzó a la izquierda justo cuando los fragmentos de vidrio de las puertas de la biblioteca explotaban hacia el exterior. Toma, Bobby y Kurtz saltaron contra las puertas. Las dos escopetas y la Browning de Kurtz dispararon al mismo tiempo, rompiendo los trozos de vidrio que quedaban en la puerta.

Kurtz quería llegar a la habitación del mayor, a la que se accedía por el lado izquierdo de la biblioteca, en el otro extremo del vestíbulo, pero ahora mismo no podía ir a ninguna parte porque alguien disparaba un M-16 desde la oscuridad de la gran sala.

La segunda puerta a la izquierda de aquel pasillo se abrió y por ella se asomó uno de los guardaespaldas vietnamitas. Se agachó detrás de la puerta, sacó un M-16 y roció el pasillo de balas. Gonzaga y Bobby estaban fuera de la vista, detrás de Kurtz, en las habitaciones del lado opuesto del pasillo. Rugieron varios disparos de escopeta y el aire se llenó de olor a pólvora.

Kurtz trató de entrar en la primera puerta a la izquierda pero estaba cerrada y esperó hasta que cesara el rocío de yeso y balas que rebotaban del M-16. Entonces apuntó la Browning al centro de la puerta rota de madera y disparó cinco balas a la altura del pecho. Se oyó un grito y el sonido de un cuerpo cayendo y rodando por las escaleras.

El sótano. Kurtz quería ir allí, era su misión, pero tenía que asegurar primero la biblioteca. Corrió sin parar de disparar hacia la puerta del sótano. No le devolvieron fuego desde más allá de los cristales rotos de la biblioteca.

Había una luz encendida abajo y Kurtz divisó el cuerpo del guardaespaldas hecho un ovillo en la base de las escaleras. Sacó una granada aturdidora de su petate, la activó y la lanzó hacia abajo, colocándose enseguida detrás de la puerta para esperar a que detonara. Cuando se giró para volver a mirar, advirtió que el sótano estaba lleno de humo y la ropa del guardaespaldas ardiendo. No se había movido.

Más explosiones en el segundo piso. El tiroteo allí era horrible. Kurtz se preguntaba si Angelina había sobrevivido a la batalla de la habitación norte o lo que demonios fuera.

Cuando Kurtz se dio de nuevo la vuelta y se agachó en el peldaño superior de las escaleras del sótano, todavía concentrado en las puertas de la biblioteca, Gonzaga y Bobby asomaron la cabeza desde sus posiciones.

—Estas habitaciones están despejadas —gritó Gonzaga—. Al menos dos caídos. ¿Qué pasa con la biblioteca?

De nuevo surgió fuego de armas automáticas de la oscura biblioteca, agujereando la pared del ancho pasillo y obligando a los tres hombres a agacharse. Kurtz llegó a ver el resplandor de dos cañones.

—No está despejado —dijo desde su escalón—. Al menos dos ametralladoras.

—Arroje una granada aturdidora —aulló Bobby.

Puedo hacer algo mejor que eso, pensó Kurtz, y cogió un taco de C-4 de su petate, lo moldeó en forma de esfera, le metió un detonador y lo preparó para que explotara en 4 segundos. Se asomó al pasillo y lo lanzó como una pelota de béisbol a través de las puertas destrozadas, regresando al escalón justo cuando los M-16 abrieron fuego.

La explosión arrancó las anchas puertas de sus bisagras y creó una nube de humo acre en el pasillo.

Kurtz, Gonzaga y Bobby se adentraron en aquel humo, disparando mientras corrían.

Se abrió la última puerta de la derecha. Una mujer asiática se asomó y gritó algo. Tenía las manos vacías.

—¡No! —gritó Kurtz por encima del hombro, pero demasiado tarde. Gonzaga le disparó con su escopeta desde seis metros de distancia y el tren superior del cuerpo de la mujer voló de vuelta a la habitación como si hubieran tirado de ella con un cable.

Kurtz pateó la puerta colgante de la biblioteca y entró apartando cristales rotos y marcos destrozados. La alfombra estaba ardiendo. La humareda ascendía hacia el techo catedralicio y una alarma de humos aullaba frenéticamente, casi en el mismo tono que el grito de la mujer asiática.

Trinh y otro vietnamita habían estado disparando desde detrás de una mesa larga y pesada que tumbaron a modo de parapeto. La carga de C-4 fracturó la mesa en varios pedazos e hizo volar un millar de astillas antes de empotrarse contra ellos. El guardaespaldas salió disparado por las puertas de cristal que daban a la terraza (una alarma antirrobo se sumó al chillido de la de humo). Era obvio que el hombre estaba muerto. El coronel Trinh yacía inconsciente en la alfombra humeante. Tenía sangre en el rostro y el brazo izquierdo claramente roto, pero respiraba. Sus zapatillas rojas habían volado y una de ellas reposaba a tres metros de altura, en el estante de un mueble. El M-16 destrozado del coronel yacía cerca.

Kurtz puso al coronel bocabajo, sacó unas esposas de plástico del petate y le ató las muñecas a la espalda. Con fuerza.

—Llévalo al helicóptero —le ordenó a Bobby, que estaba haciendo arcos cortos en el aire con su escopeta para cubrir todas las entradas, incluidas las puertas rotas que daban a la iluminada terraza.

—No recibo ordenes de usted.

—Hazlo —dijo Gonzaga, que en ese momento apareció por la entrada rota procedente del pasillo.

Bobby cogió al viejo vietnamita por el pelo, lo levantó hasta la altura de su cintura, se lo echó al hombro sin soltar la escopeta y corrió con él a cuestas hacia el pasillo.

—Un cabrón fuerte —dijo Kurtz.

—Sí.

Los dos hombres estaban agachados sobre una rodilla y cubrían diferentes puertas. Arriba, el concierto de disparos se diluyó en una ráfaga ocasional de fuego automático.

—Es el dormitorio del mayor —observó Kurtz, extendiendo un dedo hacia la puerta cerrada en la pared sur de la biblioteca—. Vaya a por él, yo iré a examinar el sótano.

Gonzaga asintió y se colocó a la derecha de la entrada del dormitorio al tiempo que metía más cartuchos en su escopeta del 12.

Buena idea, pensó Kurtz mientras volvía al pasillo. Sacó otro cargador del bolsillo. Tenía por costumbre contar sus disparos, de momento iban nueve. Deberían quedar dos balas en la Browning, una en la recámara y otra en el cargador.

El cuerpo del guardaespaldas al pie de las escaleras seguía ardiendo, pero el humo del sótano se había disipado un poco. Aparte de la alfombra y los libros quemados en la biblioteca de la primera planta ardía algo en la segunda, pues descendía humo al vestíbulo. El tiroteo de arriba cesó por completo.

De repente se produjo una doble explosión en el exterior, en la zona norte de la casa, hasta donde llegaba el camino desde el valle.

Bueno, al menos Baby Doc ha podido usar uno de sus RPG.

Kurtz bajó las escaleras con la mano de la pistola extendida. Una mirada al bulto de abajo le reveló que había logrado meterle tres balas en el pecho al hombre asiático a través de la puerta. Kurtz se adentró en el sótano.

Sorprendentemente para una casa tan lujosa, el sótano no estaba terminado. La parte central era amplia y alfombrada, había una gran pantalla de televisión, algunos sofás baratos cerca de la pared del fondo, una pequeña cocina y una zona de bar con un frigorífico y bebidas. Además, parte del suelo era solo cemento desnudo y toda la estancia olía a sudor y cigarrillos. Kurtz supuso que era el lugar donde descansaban los guardaespaldas. Descendió más humo por las escaleras.

Kurtz abrió todas las puertas a patadas, había tres pequeños dormitorios y un baño.

Encontró a Rigby en la última habitación.

Yacía medio desnuda en un colchón sanguinolento tirado en el suelo de cemento y parecía muerta. Entonces vio la tosca vía de suero y el bulto de vendaje en la pierna izquierda y se apresuró a su lado de rodillas. Estaba inconsciente, muy pálida, tenía la piel fría y pegajosa, pero cuando le puso los dedos en el lateral del cuello percibió un pulso débil. Habían estado intentando mantenerla con vida hasta el día siguiente para así poder terminar el trabajo en Búfalo usando la pistola de Kurtz. Los ojos de Rigby parpadearon pero no se abrieron.

Se descolgó la camilla de la espalda, la desplegó y se preguntó qué demonios estaba haciendo. No iba a lograr que nadie bajara hasta allí para ayudarle a transportar la camilla.

—Lo siento, Rig —dijo, y metió la Browning en su funda y se echó a la detective al hombro como un bombero. Cogió la botella de suero y subió las escaleras. Rigby emitió un gemido cuando la movió, pero no llegó a recuperar la conciencia.

La casa estaba ardiendo. Se oyeron disparos en la biblioteca, pero Kurtz no se volvió. Cruzó el pasillo camino del humeante vestíbulo.

Un movimiento en las escaleras le hizo cambiarse de mano la pequeña botella de suero y sacar la pistola.

Angelina Farino Ferrara bajaba las escaleras entre la humareda, tambaleándose por el esfuerzo de sostener a un hombre con el hombro. Su rostro, brazos, manos y suéter estaban chorreando de sangre y todavía portaba la MP5 en la mano derecha.

—Dios —exclamó Kurtz al tiempo que ambos salían por la puerta principal con sus cargas—. ¿Es tu hombre?

—Sí —jadeó Angelina—. Campbell.

—¿Vivo?

—No lo sé. Le han dado en la garganta. —Se detuvo junto al porche y señaló con la cabeza las piernas desnudas y pálidas y las bragas blancas de Rigby—. ¿Tu novia? Tendría un buen culo si no fuera por la celulitis.

Kurtz no dijo nada. Respiró el aire fresco de la colina. Las llamas chasqueaban en los pisos superiores. Una figura apareció en el camino y tanto él como Angelina viraron las armas hacia ella.

—No disparen —dijo Baby Doc. Tenía su propia MP5 colgada al hombro y portaba también el lanzagranadas con un proyectil todavía en el cañón.

Kurtz miró hacia donde el camino se topaba con la última barrera del guardia y divisó un todoterreno y un vehículo del sheriff ardiendo en una única llamarada.

—¿Todo eso con un solo proyectil? —dijo cuando los tres se volvieron y comenzaron a correr a toda prisa hacia el helicóptero.

—Sí —afirmó Baby Doc. Tenía el rostro manchado de hollín y una quemadura o corte en la mejilla derecha. Miró a Angelina cargando tambaleante el peso de su guardaespaldas pero no le ofreció ayuda.

—Seguid —dijo cuando pasaron el oscuro Huey—. Yo voy enseguida.

A medio camino del Long Ranger, Angelina tuvo que hacer una pausa para cambiarse el peso de Campbell en la espalda, pero Kurtz no se detuvo. Rigby estaba gimiendo. La sangre le resbalaba por la pierna, le calaba el suéter y le bajaba por el brazo izquierdo.

Una fuerte explosión le hizo girarse. Baby Doc había disparado el RPG que quedaba contra el Huey y la negra máquina ardía enérgicamente. El jefe de Lackawanna pasó corriendo junto a él, solo con la MP5 en las manos.

—Una vieja regla de comando israelí: nunca dejes atrás su fuerza aérea —dijo al pasar—. O algo así.

Baby Doc ya se había montado en el helicóptero y encendido las turbinas cuando Kurtz llegó a la puerta abierta y tendió a Rigby en el suelo cubierto de plástico, junto al lugar donde el doctor yemení trabajaba en el coronel Trinh, todavía esposado y sangrando. El doctor Tafer se apartó del coronel, se acercó a Rigby y le iluminó los ojos y la herida con una linterna.

—¿Cómo está? —preguntó Kurtz, apoyado en la puerta abierta del helicóptero para recuperar el aliento.

—Con un hilo de vida. Ha perdido mucha sangre. —Quitó la aguja de la vía y tiró la botella vacía a la hierba—. Esto es solución salina. Necesita plasma. —Sacó una botella de plasma de su maletín y clavó la aguja en el brazo terriblemente magullado de Rigby.

Angelina subió a trompicones con su hombre y lo tiró al suelo junto a Rigby. Ahora el suelo del Long Ranger estaba lleno de cuerpos.

Triage —masculló antes de sentarse en la hierba.

El doctor Tafer examinó los ojos abiertos e inmóviles de Campbell y la herida de su cuello.

—Muerto —declaró el médico—. Quítelo de en medio, por favor.

—Lo llevamos a casa —dijo Angelina desde la hierba.

Kurtz se agachó y arrastró el cuerpo del guardaespaldas contra el mamparo trasero, medio tapado bajo el banco de atrás.

—Lo de ahí atrás parece la maldita retirada de Napoleón de Moscú —dijo Baby Doc desde el asiento del piloto.

—Cállese —exigió Angelina sobre el rugido del rotor y la turbina. Se puso en pie, soltó el cargador de banana vacío de su rifle y metió uno nuevo tras sacarlo de su petate. Echó a correr junto a Kurtz de vuelta a la casa.