—¿Arlene? ¿Estás ahí, Arlene?
Era su cuñada, Gail DeMarco. Arlene respondió al móvil con un suspiro, aunque era poco probable que el hombre quemado pudiera oírla desde tal distancia.
—¿Va todo bien? —preguntó Gail—. Íbamos a hablar después del tiempo…
Las dos mujeres hablaban casi todas las noches después del parte meteorológico del canal 4, antes de los deportes e irse a la cama. Arlene había estado esperando con ilusión aquella charla porque iban a hablar del decimoquinto cumpleaños de Rachel, que iban a celebrar aquella misma semana, aunque Arlene tenía miedo de que Gail le preguntara si Joe iba a asistir. Rachel adoraba y tenía en un pedestal al ocasional invitado a cenar, Joe Kurtz. Arlene estaba segura de que era su verdadero padre, si bien Joe parecía ajeno a todo aquello. Su indiferencia llegaba hasta tal punto que Gail no soportaba a Joe, al que consideraba un capullo (y con ese apelativo se refirió a él durante una reciente conversación con Arlene) pero por otra parte la cuñada entendía la situación y quería que Rachel conociera al hombre que probablemente era su padre.
—Lo siento —se disculpó Arlene, sin apartar la mirada de la oscura furgoneta de control de plagas aparcada junto al centro comercial—. Estoy fuera haciendo un recado para Joe y se me fue la hora.
—¿Un recado para Joe? —dijo Gail—. ¿A estas horas? —Arlene notó el reproche en la voz de su amiga. Arlene siempre estuvo muy unida a la hermana de su marido cuando Alan y su hijo vivían, pero se acercaron más si cabe en los años que habían pasado desde sus muertes.
—Un asunto que había que resolver —dijo Arlene. Mataría por un cigarrillo, pensó, dándose cuenta luego de que era una opción. Acercarse a la furgoneta de bichos del señor Cara Quemada y ponerle dos balas del 44 en el cuerpo. Mientras espera a que su novia salga del turno de noche de limpieza para cenar con ella a medianoche. Arlene decidió que si tomaba esa resolución, usaría la defensa del mono de nicotina en el juzgado. Tal vez el jurado estaría compuesto por exfumadores. Demonios, con uno valdría.
Charló con Gail unos minutos. Arlene mantuvo la voz baja y las ventanas del Buick subidas. Si el hombre quemado seguía en la cabina de la furgoneta, no se había movido.
—Bueno —dijo Gail, cambiando la voz ligeramente—, ¿vendrá Joe Kurtz a cenar el viernes por la noche?
Arlene se mordió el labio.
—No se lo he preguntado todavía. Ha estado… ocupado.
—Sí. El doctor Singh me pregunta por Joe Kurtz casi cada día. Imagino que Joe ha estado en cama bastante tiempo. Debe suponer mucho trabajo extra para ti en la oficina.
—No tanto —dijo Arlene, refiriéndose a la primera parte de la frase de Gail pero dejando que ella creyera que era un comentario a la segunda.
—Pero ¿crees que estará dispuesto a ir a la fiesta de cumpleaños de Rachel? Significaría mucho para ella.
Arlene sabía que Rachel, aunque era una chica sensible y adorable, tenía pocos amigos en el colegio. Aparte de Gail y Arlene (y tal vez Joe), a la fiesta solo acudiría una adolescente amiga de Rachel, una chica delgada con pinta de empollona llamada Constance.
—Se lo preguntaré mañana —le prometió Arlene.
—Bueno, pero se acuerda de que es el cumpleaños de Rachel, ¿verdad? —preguntó Gail elevando un poco la voz.
—Le preguntaré mañana si se siente con ganas de ir —insistió Arlene—. Estoy segura de que lo hará si puede, Gail. ¿Tienes, por casualidad, el teléfono de Rachel cerca, el que te di en primavera?
—¿El móvil de Rachel? —dijo su cuñada—. Sí. Nunca lo lleva encima. Creo que está en su habitación. ¿Por qué? ¿Quieres recuperarlo?
—No, pero ¿podrías ir a por él ahora y comprobar la batería?
—¿Ahora?
—Sí, por favor —le pidió Arlene. Hubo movimiento en la cabina de la furgoneta de control de plagas. El hombre quemado estaba cambiando de posición, tal vez preparándose para salir.
Gail suspiró, dijo que tardaría un minuto y soltó el teléfono.
Arlene consideró sus opciones. Eran extrañas. Quería a este hombre quemado fuera de su camino para poder recoger a la tal Aysha en… miró su reloj… veintiún minutos. Incluso si el hombre quemado no estaba también esperando a la chica yemení (su instinto le decía que así era), sería mejor que no hubiese testigos. La chica era ilegal en más de un sentido. ¿Y si no se quería meter en el coche con Arlene? Bueno, para ser sinceros, había una buena razón por la que Arlene había traído el Magnum 44.
Entonces ¿cómo iba a quitar a este tipo de en medio? ¿Y qué haría si de repente conducía hacia el Buick o se dirigía caminando hacia ella? Arlene no tenía ni idea de por qué el hombre de las cicatrices en la furgoneta de los bichos quería recoger a Aysha, pero tenía la sensación de que eso era precisamente lo que iba a hacer dentro de… diecinueve minutos. A menos que Arlene interviniera.
¿Cómo? Tenía a la policía de Niagara Falls en marcación rápida, pero incluso si lograba hablar con alguien que mandara un coche patrulla a tiempo, este estaría presente en el momento en que los canadienses soltaran a Aysha en la puerta del centro comercial. Y si los contrabandistas del norte divisaban luces rojas y azules brillantes de la policía en el aparcamiento, continuarían su camino y dejarían a Aysha en otro lugar, lejos de aquí.
Tal vez podría seguirlos y…
Arlene sacudió la cabeza. Tras ver un coche de policía, aunque fuera de reojo, los paranoicos contrabandistas se volverían aún más paranoicos. Las calles de aquella húmeda y fea caricatura de ciudad estaban mojadas y había poca o ninguna opción de que Arlene siguiera a los contrabandistas sin que ellos la vieran. Y si los asustaba demasiado puede que mataran a la chica y la tiraran en cualquier parte. Arlene no sabía a qué atenerse respecto a Aysha, a la gente que la pasaba por la frontera, al hombre quemado de la furgoneta de bichos justo enfrente de ella o incluso respecto a Joe.
Podría irme a casa y ya está. Era ciertamente la opción que tenía más sentido.
«Oh, está bien. Solo quería charlar con la chica si era posible, no pasa nada», diría Joe a la mañana siguiente.
Ajá, pensó Arlene.
—De acuerdo, he vuelto con el teléfono —surgió la voz de Gail en su oreja—. ¿Ahora qué?
—Eh… solo tenlo un momento —dijo Arlene, sabiendo lo tonta que sonaba. Era como las viejas bromas del instituto en las que algún chico te llamaba fingiendo ser un reparador de teléfonos y te hacía quitarle la cubierta al aparato (cuando los teléfonos eran todos iguales y tenían cubiertas) y luego te incitaban a hacer una cosa detrás de otra para «arreglarlo», hasta que te veías girando sobre tu cabeza una bolsa de piezas y piando como un pollo.
Joe había convencido a Arlene de que le comprara un móvil a Rachel hacía varios meses. Siempre estaba preocupado de que la chica estuviera en peligro, que alguien pudiera ir tras ella de la misma manera que lo hizo su padrastro, y le gustaba la idea de que Rachel llevara un móvil con los números de Arlene en marcación rápida.
A Gail no le hizo demasiada gracia el regalo.
—Si Rachel quisiera un teléfono, yo le hubiera comprado uno —había dicho con bastante lógica, pero Arlene la convenció de que aquella era la extraña manera que tenía Joe de establecer contacto con la chica, de observarla desde la distancia—. Puede establecer contacto viniendo a cenar y viéndola con mayor frecuencia —adujo Gail obstinada. Arlene no pudo discutírselo.
Ahora había pensado en el teléfono porque, aunque las facturas las pagara campanasdeboda.com, si alguien intentaba averiguar la procedencia de la llamada, los registros solo mostrarían el prefijo de Campanas de boda.
Catorce minutos para medianoche. Era bastante posible que los contrabandistas llegaran con Aysha unos minutos antes de la hora, en cualquier momento, y Arlene no tenía ni idea de qué hacer. Si el hombre quemado secuestraba a la chica, podría tratar de seguir a la furgoneta de los bichos de tal modo que al menos podría decirle a Joe adónde la había llevado, pero las calles vacías y húmedas de la ciudad tornaban semejante idea en igual de poco factible que la de perseguir a los propios contrabandistas.
A Arlene no le gustaba decir obscenidades, pero debía admitir que estaba jodida y bien jodida.
—¿Arlene, estás bien?
—Estoy bien. ¿Está cargado el teléfono?
—Sí.
—Bien. Llama al 911.
—¿Qué? ¿Hay alguna emergencia?
—Todavía no. Pero márcalo. No le des al botón de llamar todavía.
—De acuerdo. ¿Qué emergencia les digo que hay?
—Diles que hay un hombre con un ataque al corazón, una crisis cardiaca, justo en la entrada sur del centro comercial Rainbow.
—¿El Rainbow? ¿El de Niagara Falls?
—Sí.
—¿Estás allí? ¿Hay alguien con una crisis cardiaca? Puedo decirte cómo hacer una reanimación hasta que lleguen los paramédicos.
—Es un asunto de detectives, Gail. Solo diles que un hombre está sufriendo un ataque al corazón en el exterior del centro comercial Rainbow… e indícales que está en una furgoneta cerca de la entrada principal sur en la que pone «Control total de plagas» en un lateral.
—Espera… espera… deja que lo escriba. ¿Cómo se llamaba…?
—«Control total de plagas». Como los cereales.
—¿Hay unos cereales llamados «control de plagas»?
—Tú escríbelo. —Arlene disfrutaba a veces del extraño sentido del humor de Gail, pero esta noche no tenía tiempo.
—¿No me arrestarán por hacer una denuncia falsa?
—No te van a encontrar. Confía en mí. Después de hacer la llamada… si haces la llamada… coge un martillo y aplasta ese teléfono móvil y tira los pedazos. Te daré uno nuevo.
—Parece un teléfono bastante caro. No estoy segura…
—Gail.
—De acuerdo. Un hombre con una crisis cardiaca en la entrada sur del centro comercial Rainbow, el que está cerca del centro de convenciones de Niagara Falls… y está en una furgoneta con la inscripción «Control total de plagas» en un lateral.
—Así es. —Arlene miró su reloj. Once minutos para la medianoche. Era casi demasiado tarde para…
La furgoneta había arrancado. Arlene distinguía el humo del escape rico en aceite en el aire húmedo. Oía el motor incluso con las ventanas subidas.
Oh, gracias a Dios. No tengo que…
La furgoneta dio un giro brusco a la izquierda y aceleró en dirección a Arlene. Durante un segundo, las luces le hicieron daño en los ojos.
De inmediato, se lanzó de lado al asiento del copiloto y buscó a tientas en su bolso el Magnum del 44. Se le cayó el móvil del regazo, rebotó, y por un momento estuvo segura de que la llamada de Gail se había cortado.
—¿Hola? ¿Hola? —gritaron a la vez Gail y Arlene.
La furgoneta se detuvo a quince o veinte metros del Buick. Los faros tiñeron su parabrisas de un denso blanco lechoso.
—¡Llama al 911! —gritó Arlene—. Diles lo que te he dicho.
Arlene bajó al suelo apoyando la espalda contra la puerta del copiloto. Dejó el móvil en el asiento, pasó los pies por encima de la palanca de cambios y los posó en el suelo alfombrado. Se colocó la pesada Magnum en la rodilla y la amartilló, manteniendo el cañón apuntando al techo. Si el hombre quemado venía por la puerta del copiloto, es posible que no la viera allí abajo entre las sombras, sobre todo porque los faros iluminaban demasiado todo lo demás. Apuntó con el arma hacia la puerta del asiento del conductor.
Los faros de la furgoneta se apagaron y el motor enmudeció.
—¡Arlene! —Fue un chillido, pero no de pánico. Gail era enfermera desde hace mucho. Mientras más tensas se ponían las cosas, más calmada estaba. Arlene lo sabía. Eso es así en el trabajo, claro.
—Tsssss —susurró Arlene, echándose a la izquierda para sisearle al teléfono—. No hables, no hables.
No se produjo otro ruido. Ni siquiera de pasos. El motor de la furgoneta seguía apagado, al igual que los faros. Arlene miró la ventana del conductor, apuntando el cañón del arma. Parecieron transcurrir varias horas de silencio, aunque sabía que solo debieron de ser un par de minutos.
Oh, Dios. ¿He cerrado las puertas?
Era demasiado tarde para cerrar la del otro lado. Consideró la idea de levantar un brazo por encima de la cabeza y cerrar la del suyo. Si la abre, voy a caer hacia atrás como un saco de patatas. Sabía que el cierre sonaría con la misma potencia de un disparo si lo bloqueaba. Lo dejó estar.
La puerta de la furgoneta se cerró. Arlene colocó el dedo en el gatillo. Había practicado lo bastante con esta arma como para saber que hacía falta una gran presión en el gatillo para que se disparara. Apoyó la cabeza contra la puerta para no lastimarse la barbilla con el importante retroceso de la Magnum. Sostuvo la enorme arma en su regazo, colocó la mano izquierda bajo la derecha para estabilizarla y echó hacia atrás el martillo hasta que chasqueó.
Oyó los pasos en el cemento. El hombre se dirigía al asiento del copiloto.