Se elevaron y volaron al sudeste saliendo de Búfalo, pasando los pocos edificios altos del centro y las diosas gemelas situadas sobre los edificios gemelos brindando sus dos brillantes lámparas gemelas hacia las últimas nubes bajas. Surcaron el cielo hacia el sur por la autopista 90 que llevaba a Erie, Pensilvania; luego al este y de nuevo al sur por la autopista 219 de cuatro carriles. Baby Doc mantuvo el Long Ranger a una altitud de cinco mil pies en la primera parte del trayecto hacia Neola. Quedaban pocas nubes y eran altas, por lo que ahora la vista de la ciudad (la gran masa oscura del lago Erie al oeste, las colinas y pueblos al este) era espectacular.
Kurtz, por el contrario, la consideraba detestable. Odiaba montar en helicóptero. Incluso los pilotos que conoció años atrás en Tailandia y las bases del ejército en Estados Unidos admitían casi alegremente lo traicioneras y mortales que eran aquellas estúpidas máquinas. Odiaba volar de noche. Odiaba estar sentado delante, en el lado izquierdo, donde podía ver con facilidad su entorno, incluso a través del suelo de burbuja transparente diseñado para que los turistas contemplaran el paisaje desde aquella máquina infernal. Odiaba el bulto del chaleco kevlar bajo el cortavientos y el hecho de no haberse colocado bien la Browning de la cadera para que no se le clavara en las costillas. Sobre todo odiaba la realidad ineludible de que les iban a disparar en unos pocos minutos.
Aparte de eso, estaba de buen humor. Las pequeñas pastillas azules le mantenían despierto, alerta y feliz, incluso mientras estaba ocupado odiando a muerte un montón de cosas. No obstante, el problema de Joe Kurtz con las pastillas es que seguía siendo Joe Kurtz, fuera cual fuera la cortina farmacológica de emoción o alivio que le concedían las azarosas moléculas. Y el Joe Kurtz tras la cortina no solía tolerar bien el estado propiciado por la pastilla azul en el Kurtz de delante de la cortina.
O al menos aquel fue su análisis mientras los siete volaban al sur en dirección a Neola, a cinco mil pies de altura sobre la autopista 219.
Baby Doc había estado haciendo comentarios en su micro que sonaban a típica jerga de piloto.
—¿Volamos legalmente? —le gritó Kurtz sobre el estruendo de los rotores y las turbinas.
Baby Doc le miró e hizo movimientos arcanos.
Kurtz repitió el grito.
Baby Doc sacudió la cabeza, se tocó los cascos, cubrió el micrófono delante de su boca con su enorme mano y gritó:
—¡Póngase los cascos!
A Kurtz solo le hizo falta un segundo de pastilla azul para darse cuenta de que el piloto hablaba de los gruesos cascos con micro incorporado situados en la consola entre ellos. Miró hacia atrás, a las cuatro personas sentadas en los asientos laterales. El pequeño médico yemení se sentaba solo en la parte de atrás acolchada en la que cabrían otras tres personas. Reparó en que Gonzaga y Angelina ya llevaban los cascos con micro.
Kurtz se los puso. Hizo la pregunta de nuevo, esta vez al micrófono.
—Tiene que pulsar ahí si quiere que se le oiga en el intercomunicador —surgió la voz de Baby Doc en los cascos. El piloto señaló un botón en los controles al que se refirió como el cíclico.
Kurtz pulsó el botón levemente y gritó de nuevo la pregunta.
—Maldita sea, Joe —exclamó Angelina por el intercomunicador.
—¡Eh! —gritó Gonzaga—. ¡Tranquilo!
—Ahora no hace falta que grite —dijo Baby Doc con la voz ligeramente entrecortada pero clara y suave a través del intercomunicador—. ¿Me pregunta si tengo un plan de vuelo? ¿Si volamos legalmente?
—Sí —dijo Kurtz… con suavidad esta vez.
—La respuesta es que más o menos —dijo el piloto—. Hasta hace treinta segundos éramos un vuelo de donación que transportaba dos riñones desde Búfalo al hospital de Cincinnati.
—¿Qué cambió hace treinta segundos? —preguntó Kurtz, no muy seguro de querer saber la respuesta.
Baby Doc sonrió, se puso las toscas gafas de visión nocturna delante de los ojos y pulsó la cosa cíclica esa, al tiempo que retorcía el acelerador.
El Long Ranger bajó de una altitud de cinco mil pies a una de doscientos en menos segundos de los que le harían falta a un vagón de montaña rusa para caer por el descenso más pronunciado de su recorrido.
Kurtz siempre había odiado las montañas rusas.
Bajo ellos, la autopista de cuatro carriles casi vacía se había estrechado a una todavía más desierta carretera de dos que se abría camino entre las altas colinas. Kurtz sabía que ahora debían estar al sur de Boston Hills, en los bosques. No veía adónde se dirigían (las colinas y el horizonte se mezclaban negro sobre negro) pero podía sentir que seguían la carretera. El gran helicóptero osciló a izquierda y derecha y luego de nuevo a la izquierda en el valle. Kurtz solo quería asomarse a la ventana y vomitar. Estaba bastante seguro, por otra parte, de que estas ventanas no se bajaban con una manivela, y en cualquier caso no iba a dejar de aferrarse con fuerza a los laterales del asiento del copiloto para buscar el botón o lo que fuera.
Baby Doc le dijo algo.
—¿Qué? —gritó Kurtz, dándose cuenta de lo elevado de su tono solo tras la lluvia de epítetos desde los asientos de atrás.
—He dicho, que si sabe qué significan las siglas IFR —repitió Baby Doc.
—¿Algo de reglas instrumentales de vuelo? —dijo Kurtz.
—Esta noche nos dan igual —dijo Baby Doc con una sonrisa—. Esta noche importa el SC: Seguimos Carreteras.
Kurtz no entendía cómo, incluso con la ayuda de aquellas estúpidas gafas, el hombre se las arreglaba con los giros y recovecos de las oscuras colinas y era capaz de reaccionar con semejante rapidez y soltura al manejo de los mandos. Al dejar atrás unas luces a mano izquierda, Kurtz se dio cuenta de que debían de estar cerca de la desierta zona de esquí de Kissing Bridge, a más de medio camino de la pequeña ciudad de Neola, el lugar que Gonzaga designó como frontera para Baby Doc si este llegaba a apoderarse del negocio local de la droga. Kurtz decidió que volvería andando a Búfalo si sobrevivía a la próxima media hora.
—Skrzypczyk… —surgió la voz de Angelina en los cascos, pronunciando correctamente el apellido de Baby Doc: escripzic—. ¿Qué pasa si hay cables de alta tensión en el valle de ahí delante?
—Que moriremos —sentenció Baby Doc.
Kurtz cerró los ojos y deseó que no hubiera más preguntas.
—¿Tenemos claro el plan una vez estemos dentro? —dijo Gonzaga. Los mafiosos de atrás tenían todos puestas sus gafas de visión nocturna. Kurtz no había sacado las suyas del petate y no lo iba a hacer ahora si tenía que apartar las manos del asiento. A la mierda.
—Campbell y yo despejamos las escaleras —dijo Angelina—. Tú y Bobby registráis la primera planta y el sótano. Kurtz dará vueltas por ahí.
—¿El doctor… como se llame… no viene con nosotros? —preguntó Kurtz por el intercomunicador.
Baby Doc sacudió la cabeza.
—El doctor Tafer. Y no, el trato es que se queda en el helicóptero. Pero la camilla plegable está ahí atrás. Llévesela por si la poli… como se llame…
—King —dijo Kurtz.
—Por si sigue viva —terminó Baby Doc—. Ahí está Neola.
Llegaron a la ciudad por el noroeste. Ahora no había autopista bajo ellos, solo colinas oscuras. Incluso sin las gafas de visión nocturna, la pequeña ciudad parecía una reluciente metrópolis de luces tras la negrura al sur de Boston Hills.
Baby Doc ganó altitud, gracias a Dios, para volar de norte a sur sobre la calle principal a una altura que no despertara a la gente con el ruido.
—Tiene que ayudarme a encontrar la casa —dijo Baby Doc—. Será mejor que se ponga las gafas de visión nocturna.
—Tal vez no las necesite —aventuró Kurtz—. Siga la calle principal hacia el sur, cruce el río y tuerza a la izquierda… allí está.
Pasaron sobre el lazo iluminado por las estrellas que era el río Allegheny, en el límite sur de Neola. Baby Doc había ido poco a poco ganando altura para que no les oyeran y enseguida se hizo visible la carretera del condado, al este de la autopista 16. Potentes lámparas de vapor de sodio iluminaban la base del acantilado en forma de zigurat y había luces de seguridad a lo largo de la calzada que se extendía dos kilómetros en su subida a través de los puestos de control, en dirección a la gran casa en la cima de la colina. No había luces visibles en la propia residencia, no obstante varios focos exteriores iluminaban la parte superior de la calzada, la parte trasera de la casa y la terraza.
—Entre desde el sur —dijo Kurtz. Se preguntaba si Nube Nueve sería visible en la oscuridad.
Baby Doc asintió. Hizo un amplio círculo en el aire virando dos o tres kilómetros al este y llegó a la finca desde el sudeste, lejos del camino de entrada. Incluso sin las gafas de visión nocturna, Kurtz percibía la luz de las estrellas refulgiendo en los raíles del pequeño ferrocarril de abajo. En lugar de tomar tierra, Baby Doc levitó a mil pies del suelo, a un kilómetro de distancia de la casa. Rotó el morro del Long Ranger para que apuntara a unos noventa grados a la izquierda de su alineación con la finca.
Gonzaga se quitó el cinturón de seguridad, sacó de debajo de su asiento un largo rifle con una enorme mirilla y se acercó a la puerta lateral. Su hombre, Bobby, descorrió la puerta por los raíles internos a la izquierda. Gonzaga se apoyó en el suelo con una rodilla y se agarró al mamparo trasero al tiempo que movía el rifle en lentos círculos y miraba por el objetivo.
—Veo a un hombre en la barrera sobre la calzada —anunció Gonzaga por el circuito del intercomunicador—, y a otro más cerca, en la pequeña cúpula de observación abierta que Kurtz decía que estaba climatizada.
—¿Tiene tiro? —preguntó Baby Doc.
—Para el que está lejos, no. Eliminaré al de la cúpula de observación.
Kurtz se llevó las manos a las orejas antes de recordar que llevaba los cascos puestos.
El rifle de francotirador iba equipado con una especie de silenciador. Escupió fuego una vez, dos… una tregua… luego una tercera vez.
—Ha caído —informó Gonzaga, y se deslizó hacia el banco trasero, junto al médico, y se puso el cinturón. Todavía sostenía el arma larga.
—¿Lo ha visto el otro guarda? —preguntó Angelina.
—No.
—Muy bien, todo el mundo —dijo Baby Doc—. Aguantad. Lo voy a bajar a esa zona achatada de césped a quince metros de donde está el Huey. Esa manga de viento va a ayudar.
—Espere —intervino Kurtz—. ¿Cómo va a aterrizar esta cosa sin que el ruido despierte a todo el mundo?
—Voy a usar una técnica llamada autorotación —dijo Baby Doc. Estaba apagando un montón de interruptores.
Kurtz se volvió para mirarlo.
—¿No es eso una especie de choque controlado usando los rotores pero apagando el motor?
—Sí. —Baby Doc apagó las turbinas gemelas. La noche se sumió en el silencio, salvo por el menguante giro de los rotores y el creciente sonido del viento.