El hombre con el rostro terriblemente quemado la estaba mirando desde el otro lado del oscuro aparcamiento.
Arlene no entendía cómo era capaz de verla sin prismáticos, ya que ella solo podía verle con los suyos. Se echó contra el reposacabezas del Buick para sumirse en las sombras, asegurándose de que los brillos de las lámparas de vapor de sodio no se reflejaran en las lentes de los prismáticos.
El hombre quemado no paraba de mirarla desde la furgoneta de control de plagas. Su absorta aunque ciega atención le recordaba a Arlene a algo que tardó un momento en reconocer. Cuando lo hizo, no le resultó precisamente tranquilizador.
Un animal, un depredador que no ve a su presa pero puede olerla.
Encendió el móvil y pulsó el quinto botón de marcado rápido. Aquella misma noche había buscado el número de la comisaría de Niagara Falls más cercana al centro comercial Rainbow… a veces eso era más rápido que el número habitual de emergencias.
El hombre quemado miró en su dirección otro minuto pero luego echó hacia atrás su rostro lleno de cicatrices hasta perderse entre las sombras de la furgoneta. Arlene no veía ahora ni siquiera una silueta.
¿Está en la parte de atrás de la furgoneta? ¿Ha salido por el otro lado? La luz de la cabina no se encendió, sin embargo Arlene estaba segura de que el hombre hacía mucho que había quitado la bombilla. Fuera quien fuera, era un depredador. Le encantaba la noche.
Arlene se pasó la punta de la lengua por los labios y consideró sus opciones. Suponía que el hombre quemado también esperaba a Aysha, aunque todavía no tenía pruebas de ello. Pero, al igual que su jefe, Arlene rara vez creía en las coincidencias.
Si el hombre echaba a andar hacia ella los ochenta metros que separaban la furgoneta de su coche, aparcado entre las sombras junto a los contenedores de basura, arrancaría el Buick y se marcharía a toda pastilla.
¿Y si saca un arma?
Bajaría la cabeza, manejaría el volante por instinto y trataría de atropellarlo.
¿Y si arranca la obscena furgoneta de control de plagas y viene hacia mí?
Correr más que él. Alan siempre había tenido los Buicks bien mantenidos y Arlene había continuado la tradición tras la muerte de su marido.
Pero ¿y si se queda ahí sentado y espera a que llegue Aysha?
Aquella era la contingencia para la que no tenía respuesta. El hombre quemado estaba mucho más cerca de las puertas del centro comercial que ella. A la chica yemení, Aysha, le habían dicho que la recogería su prometido (el hombre que mató Joe) o alguien que la llevaría hasta él. Se metería en el primer vehículo que le dijeran.
Entonces ¿qué hago?
La dejaría ir. Los dejaría ir a los dos. Era la respuesta obvia. ¿Es tan importante?, pensó Arlene, ¿tanto como para arriesgar mi vida recogiendo a una extraña?
Joe me lo pidió. No sabemos lo importante que puede ser.
El hombre quemado seguía siendo invisible en la oscuridad del ensombrecido interior de la furgoneta. Arlene imaginó al hombre sacando un rifle de la parte de atrás, sentado en la aún más sombría oscuridad del asiento del copiloto, invisible a sus prismáticos, mirándola ahora mismo por la lente de la mirilla.
Para. Arlene resistió el impulso de hundirse en el asiento, fuera de la vista, o arrancar el Buick y salir a toda velocidad. Lo más probable es que esté esperando a su novia para recogerla, una limpiadora del centro comercial o algo parecido.
—Sí, seguro… —susurró Arlene en alto.
Quería desesperadamente fumarse un cigarrillo, pero no había manera de hacerlo sin mostrarle al hombre quemado que había alguien en el coche oscuro y silencioso aparcado en las sombras junto a los contenedores.
Puede que merezca la pena. Enciende el Marlboro. Disfrútalo. Que el tipo revele sus cartas.
Sin embargo, Arlene no estaba segura de querer que el hombre quemado revelara sus cartas. Ahora mismo no. Todavía no. Arlene miró su reloj; eran casi las once y veinte.
Estaba mirando otra vez por los prismáticos, tratando de decidir si aquella oscuridad dentro de la oscuridad era la silueta sin forma de un hombre tras el volante de la furgoneta, cuando sonó su teléfono.