Kurtz no sabía por qué había aceptado seguir a Angelina Farino Ferrara a su casa en lo alto de Marina Towers.
Se dijo que era porque sabía que el detective Paul Kemper podría emprender su búsqueda en las próximas horas, ya que casi seguro sabía que Rigby King empezó el día con Kurtz y se estaría preguntando dónde demonios estaba ella ahora.
Se dijo que era porque necesitaba que Angelina aceptara hacer lo que le había pedido y no era momento de ofenderla. Su vida podía depender de su decisión.
Se dijo que era porque tenía hambre.
Al final, lo tuvo claro: estaba lleno de mierda.
La cena fue fantástica. Un filete perfectamente pasado a la parrilla, una ensalada fresca con una especie de revestimiento de mostaza, patatas asadas, judías verdes frescas y crujientes, pan caliente y agua helada en un vaso largo. No le provocó ganas de vomitar, algo que no podía decir de ninguna otra comida que hubiera probado desde el miércoles.
Angelina insistió en que se duchara, afeitara, se lavara los dientes y se pusiera ropa limpia antes de cenar. Kurtz no se opuso. El agua caliente fue un castigo (Angelina había instalado no menos de tres salidas de agua en la enorme mampara acristalada de la habitación de invitados) y el dolor aumentó. Sin embargo, poco le faltó para quedarse dormido allí de pie. Cuando salió desnudo del baño no encontró sus viejos harapos, sino ropa nueva sobre la cama: un suéter negro de cuello vuelto de seda cara que apenas pesaba nada, unos suaves pantalones que parecían haber sido confeccionados a medida, un cinturón nuevo, calcetines limpios y unas botas negras Mephisto de su talla. También había en la cama un cortavientos negro sin aislamiento; Kurtz se lo probó y descubrió que estaba fabricado con una tela suave que no crujía ni hacía ruido de frotación, como el nailon, un factor que podría ser decisivo en las próximas horas.
Kurtz dejó el cortavientos sobre la cama de invitados y salió al salón del ático para la cena.
—Normalmente tomaríamos vino —dijo Angelina al tiempo que encendía una vela—, pero no vamos a mezclar alcohol con las pastillas que te voy a dar cuando te levantes.
—¿Cuándo me levante? —repitió Kurtz mirando su reloj, lo único que conservaba aparte de su cartera.
—Tienes que dormir un par de horas antes de que nos vayamos esta noche.
—¿Tú vienes? —quiso saber Kurtz. Se convino que los Gonzaga y los Farino contribuirían cada uno con dos personas para la incursión de aquella noche, pero Kurtz no había oído a Angelina o al otro don especificar que iban a ir ellos mismos.
Angelina levantó una ceja.
—No se trataría de la prometida experiencia de unión de vínculos si Toma y yo no fuéramos, ¿no crees? —respondió finalmente al tiempo que le pasaba su plato.
Comieron en silencio sobre la mesa pulida de palisandro que había junto a la chimenea. El ático de Angelina se extendía por toda la planta superior de Marina Towers y había pocos muros que taparan la vista en la zona central de la sala de estar y el comedor. Por encima del hombro de la mujer, Kurtz veía las luces de los barcos saliendo del lago Erie y entrando en el río Niágara y, tras él, la línea del horizonte de Búfalo se volvía más brillante a medida que amainaba la llovizna y se levantaban las nubes. Para cuando terminaron con el postre, una tartaleta de hojaldre y manzana, Kurtz ya veía las estrellas y la luna creciente entre el discurrir de las nubes.
Angelina le condujo a una esquina en el lado del lago, donde había encendida otra chimenea de gas. Las sillas y el amplio sofá se encontraban dispuestos para facilitar la conversación. Angelina tiró los cojines del sofá en la espesa alfombra detrás de él y sacó una almohada y dos mantas de un armario. Echó una sobre el sofá y la otra en el respaldo.
—Son poco más de las ocho —dijo—. Tienes que dormir un poco.
—No… —comenzó a decir Kurtz.
—Cállate, Kurtz —dijo. Luego, en voz más baja, añadió—. No sabes lo mierda que estás hecho. Mi vida puede depender de ti esta noche, y no puedo confiar en un zombi.
Kurtz miró el sofá, dubitativo.
—Te voy a despertar dentro de un rato largo —dijo Angelina Ferrara Farino—. Ahora mismo tengo que bajar un piso en el ascensor y decidir cuál de mis hombres se viene conmigo esta noche a nuestra expedición.
—¿Cuáles son los criterios? —preguntó Kurtz. Un barco largo e iluminado se desplazaba lentamente hacia el sudoeste por el lago.
—Inteligente pero no demasiado —comenzó Angelina—. Capaz de matar cuando tenga que hacerlo, pero también capaz de saber cuándo no. Y por encima de todo, prescindible. —Hizo un gesto hacia el sofá mientras se alejaba—. En otras palabras, estoy buscando a otro Joe Kurtz.
Cuando se fue, Kurtz pensó un minuto, luego se quitó sus nuevas botas Mephisto, ajustó la alarma de su reloj y se acostó en el sofá un momento. No iba a dormirse, un par de horas de sueño solo le servirían para sentirse incluso más cansado, pero sería agradable tenderse allí unos minutos y dejar que el bombeo de la cabeza se le calmara un poco.
Kurtz se despertó cuando Angelina le zarandeó el hombro. El reloj estaba sonando, pero no lo había oído. Miró el brillante dial; eran las once y diez. Kurtz no estaba seguro de si alguna vez se había sentido tan atontado. Trató de concentrarse en la mujer delante de él, pero ahora iba vestida de negro por completo y lo único que distinguía de ella a la luz del fuego era su resplandeciente rostro.
—Toma —dijo, ofreciéndole un vaso de agua y dos pastillas azules—. No te preocupes. Tómatelas. Hablaba en serio cuando te dije que debías estar lo bastante consciente para que mereciera la pena llevarte esta noche.
Se tragó las pastillas, se puso las botas y fue al baño de invitados para usar el váter y echarse agua en la cara. Cuando salió, con el cortavientos puesto y el móvil en el bolsillo (había dejado el de Gonzaga en la oficina), Angelina le tendió una Browning de 9 mm semiautomática.
—Toma. Diez en el cargador, una en la recámara. —Le dio dos cargadores y una cara funda de cinturón del cuero más tupido que Kurtz había tocado nunca.
Kurtz se metió los cargadores en el bolsillo del cortavientos y se ajustó la funda en el lado izquierdo de su cinturón, bajo el desabotonado abrigo, con el mango al revés para sacarla a contramano. Era su desenfunde más rápido.
Acudieron al lugar de encuentro en dos todoterreno. Angelina conducía uno y el matón que había elegido les seguía en otro. Se trataba de un guardaespaldas delgado y serio llamado Campbell. Kurtz había pedido una furgoneta o todoterreno extra para usarlo de ambulancia si Rigby seguía viva. O de coche fúnebre, si no.
—Mierda —maldijo Kurtz. Se le había olvidado llamar a Arlene para decirle que se olvidara de recoger a Aysha. Algo no olía bien en aquel encuentro, aunque Kurtz no podría decir qué era.
Fuera lo que fuera, no merecía la pena arriesgar a Arlene por ello. Resolvería el pequeño puzle sin la chica yemení.
Eran las once y veintitrés cuando llamó al número de Arlene y se encontró la línea ocupada. No era propio de ella. Continuó intentándolo hasta que llegaron a su destino, un gran complejo industrial y de almacenaje cerca de las vías, a menos de tres kilómetros del centro médico del condado de Erie. Gonzaga era el dueño del lugar y Kurtz había pedido que fuera el punto de partida y retorno por su cercanía al hospital. Se lo habían concedido.
Los guardaespaldas de Gonzaga que les esperaban abrieron no menos de tres puertas antes de que los dos todoterrenos llegaran al centro del complejo, un patio de descarga de cien metros de largo inundado de agua de lluvia, flanqueado en tres de sus lados por viejos y oscuros edificios industriales.
La línea de Arlene seguía ocupada.
—Mierda —exclamó Kurtz, y se guardó el teléfono.
—Por eso me gusta viajar contigo, Kurtz —dijo Angelina—. La conversación.
Toma Gonzaga apareció después en un Suburban negro. Traía a tres de sus hombres consigo, pero solo uno, el guardaespaldas de párpados pesados pero mirada alerta que Kurtz había visto en la limusina junto a Gonzaga, iría aquella noche a la incursión con el don. Kurtz se estrujó el cerebro dolorido para recordar su nombre… Bobby. Todos llevaban pantalones negros y cuellos vueltos. Era como un evento formal de mafiosos. Los hombres habían comenzado a descargar mercancía de los todoterrenos cuando apareció otro par de grandes vehículos. Los hombres de Baby Doc. Eran los que debían descargar un mayor número de cajas de madera y metal. Todo el mundo iba armado, la mayoría con armas automáticas, y las cajas que se descargaban de los vehículos de Baby Doc eran en su mayoría contenedores de munición y armas con inscripciones del ejército.
Esto comienza a parecerse al anuncio de una marca deportiva del infierno, pensó Kurtz, y casi se echó a reír en alto cuando se dio cuenta de que el dolor de cabeza le había disminuido todo lo posible, la mayoría de sus anteriores dolores y padecimientos habían desaparecido y se sentía bien, vivo, alerta, ansioso, preparado para volar solo a Neola y encargarse del mayor y sus hombres con sus propias manos si hacía falta.
Tengo que pedirle a Angelina la receta de esas pastillas azules, pensó Kurtz.
Luego, unos minutos antes de la medianoche, llegó el propio Baby Doc en un helicóptero Long Ranger. La cosa apareció zumbando desde el norte, dio dos vueltas en círculo al complejo y aterrizó junto a los todoterrenos. Kurtz se sorprendió de lo grande que era el helicóptero y de cuánto ruido hacía. ¿Se supone que vamos a coger por sorpresa al mayor y sus hombres en esta maldita cosa?, fue su primer pensamiento.
Bueno, al fin y al cabo todo aquello había sido idea de Kurtz. Se echó atrás imitando a los otros mientras el Bell Long Ranger verde oscuro aterrizaba con sus patines entre un ciclón de polvo y un remolino de escombros. Parecía que Baby Doc, en el asiento delantero derecho del piloto, era su único ocupante. Apagó las turbinas y el aullido fue bajando a un quejido y se convirtió en un susurro. Los grandes rotores aminoraron su giro y Baby Doc se quitó los cascos y el micrófono, desapareció un segundo y abrió la gran puerta trasera deslizante de carga. Hizo un gesto impaciente para que sus hombres comenzaran a cargar algunas cajas.
En el interior del Long Ranger, los seis asientos estaban echados hacia un lado contra las mamparas exteriores o el fuselaje o como se llamara. La planta central estaba vacía y había sido cubierta con una lona de plástico pegada al suelo.
Me pregunto por qué… comenzaron de nuevo los pensamientos de Kurtz, para terminar con un ¡Ah, sí! El helicóptero era de alquiler, y Baby Doc ciertamente no quería devolverlo con sangre por todas partes. Probablemente perderá su fianza, pensó Kurtz, y tuvo que contener otra carcajada.
Baby Doc estaba en la puerta y miró a Angelina y Gonzaga.
—¿Tenéis algo para mí?
Campbell regresó a su todoterreno y transportó una bolsa de viaje al helicóptero. Uno de los hombres de Gonzaga hizo lo propio con una mochila de nailon. Baby Doc le indicó con un gesto de cabeza a uno de sus hombres que abriera las bolsas; el tipo contó los tres cuartos de millón de dólares, le dedicó un gesto afirmativo a su jefe y llevó las bolsas de vuelta a su vehículo. Kurtz se preguntó dónde era capaz la mafia de encontrar trescientos setenta y cinco mil dólares en efectivo un domingo por la noche.
—Escuchen —dijo Baby Doc—. Esto es lo que reciben esta noche a cambio de su dinero.
El estibador y jefe de la mafia de Lackawanna vestía su antiguo traje verde de vuelo del ejército (en el parche de velcro se podía leer: «Teniente Skrzypczyk») y todavía le quedaba bien doce años después. Llevaba una funda regulada de piloto en el hombro con lo que parecía una 45 de servicio dentro. Baby Doc comenzó a abrir las cajas de color verde oliva y a hacer entrega del equipo, empezando por los petates de lona, útiles para transportar objetos sueltos al hombro.
Uno de sus hombres extrajo armas automáticas de la caja más larga, que a juzgar por su forma tubular Kurtz supuso que eran MP5, si bien su familiaridad con las armas del ejército empezaba y terminaba en su cualificación para los M-16 y las armas cortas. Su arma preferida en su época de policía militar, hace muchos años, fue la porra. El hombre de Baby Doc le ofreció un rifle corto a cada persona que participaría en el asalto.
—Quédate tus juguetes del ejército —espetó Toma Gonzaga. Él y su hombre, Bobby, levantaron sus escopetas recortadas del 12.
El guardaespaldas de Angelina, Campbell, cogió una MP5 para él y otra para su jefa, echándose ambas al hombro.
—Los cargadores pequeños tienen treinta balas, los grandes ciento veinte —explicó Baby Doc—. Llevad todos los que podáis meter en los petates que os he dado…
—Santa madre de Dios —susurró Angelina cuando les entregaron los cargadores tipo banana para guardarlos—. De verdad vamos a la guerra.
—Eso parece —murmuró Toma Gonzaga. El guapo don parecía divertirse.
Kurtz apartó con la mano el rifle automático. Si la Browning 9 mm y los dos cargadores extra no eran suficientes para esta noche, estaba metido en más mierda de la que imaginaba.
Los hombres de Baby Doc llevaron las MP5 sobrantes a su todoterreno y abrieron otra caja verde oliva para repartir una especie de gruesas granadas cilíndricas.
—Granadas aturdidoras —anunció Baby Doc, de pie todavía en la puerta del helicóptero—. No revientan nada por los aires, pero dejan ciego y sordo a cualquiera que esté en la habitación durante unos pocos segundos. Recuerden tirarlas antes de entrar por la puerta. —Dio unas rápidas instrucciones de cómo activarlas y lanzarlas.
Kurtz metió tres de esas granadas aturdidoras en su nuevo pequeño petate.
Abrieron otro contenedor y les ofrecieron esposas de plástico.
—Eh —dijo Toma Gonzaga—. No voy allí para arrestar a nadie.
Angelina hizo a Campbell coger unas pocas.
—Querremos que alguien hable con nosotros —dijo.
Kurtz cogió unas cuantas. Los hombres de Baby Doc abrieron otra caja grande de madera y sacaron chalecos negros de kevlar. Todo el mundo cogió uno.
Es como la mañana de Navidad en el centro de Bagdad, pensó Kurtz. Se colocó el petate y el resto del equipo, se quitó el cortavientos y se ajustó los velcros del fino pero pesado chaleco.
—Eh, le ayudo —dijo el guardaespaldas de Angelina, Campbell. El hombre le ajustó y le abrochó con firmeza las tiras laterales de su chaleco a Kurtz.
—Gracias.
—No son el estándar del ejército —decía entretanto Baby Doc—. Pero son iguales a los de los SWAT. De hecho, fueron robados de uno de sus almacenes.
Cuando todo el mundo estuvo vestido, abrigado y menos cómodo, el propio Baby Doc abrió la última caja de metal y mostró un puñado de artilugios más.
—Gafas de visión nocturna de última generación. Cada par pesa alrededor de un kilo, tiene controles digitales y un modo infrarrojo en el que mejor será que no os lieis. También tiene cinco aumentos con los que tampoco queréis liaros.
—¿Y con qué querremos liarnos? —preguntó el hombre de Gonzaga, Bobby.
Baby Doc les explicó cómo ajustarse las sujeciones y encenderlo todo. Los guardaespaldas intentaron ponérselas. Gonzaga, Angelina y Kurtz metieron las suyas en los henchidos petates.
—Mejor tengan cuidado —les advirtió Baby Doc—. Si se rompen, hay que pagarlas.
—Creía que ya las habíamos pagado —dijo Gonzaga.
Baby Doc se echó a reír con delicadeza.
—Han alquilado este material para una noche, señor Gonzaga, así que no quieren perderlo ni estropearlo.
Los hombres cargaron varias cajas a bordo del Long Ranger y las aseguraron con cuerdas y agarres.
—Material médico —dijo Baby Doc, y señaló a un pequeño hombre moreno que se hallaba de pie junto a sus guardaespaldas. El caballero llevaba un suéter, corbata y gafas gruesas.
»Este es el doctor Tafer —dijo a modo de presentación—. Viene con nosotros pero no va a salir del Long Ranger. Si resultan heridos, tendrán que arrastrar su culo hasta el helicóptero o encontrar a alguien que lo haga. —El pequeño doctor sonrió vacilante y asintió hacia el grupo de hombres junto a Angelina. Todo el mundo le observó.
Baby Doc miró su enorme reloj.
—¿Alguna pregunta antes de que despeguemos?
—Vamos a cerrar la boca y ponernos en marcha —exclamó Angelina—. Me empiezo a sentir como la protagonista de una peli de Jerry Bruckheimer.
El guardaespaldas de Gonzaga soltó una carcajada al oír eso, pero se calló rápido al ver que nadie le seguía.
—Kurtz —dijo Baby Doc—, siéntese delante conmigo.
—¿Por qué? —protestó Kurtz. Odiaba los helicópteros, siempre los había odiado, y prefería no sentarse en el asiento con mejor vista.
—Porque sí, porque es el único que de verdad sabe dónde vamos.
Todos subieron a bordo y las potentes turbinas volvieron a encenderse.