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Al Dodger no le importaba esperar. Era bueno haciéndolo. Lo hizo durante años en la casa de locos de Rochester; se limitaba a sentarse, como un reptil, sin mirar a nada, esperando a la nada y sabiendo que nada iba a venir. Desde entonces, aquello le sirvió de mucho en los encargos del Jefe, para esperar a que sus objetivos acabaran de hacer lo que estuvieran haciendo antes de venir a él. No le importaba esperar al investigador privado. Bien podía venir o no venir, bien podía estar aún vivo o no estarlo.

Dejó las luces apagadas, por supuesto. Tras asegurarse de que su entrada no había activado ninguna alarma, el Dodger cogió cinta gruesa y clara de su mochila y cubrió el pequeño círculo de cristal ausente de la ventana. Hacia frío en el hotel abandonado, pero el tal Kurtz sentiría la corriente de aire cuando entrara. Los exconvictos siempre son sensibles a los cambios en sus jaulas.

El Dodger registró las tres plantas y las diecisiete habitaciones del mohoso hotelucho con la ayuda de la pequeña linterna que guardaba en su mochila. Encontró la zona donde dormía Kurtz y una especie de pequeña y extraña biblioteca, por supuesto, pero también los sutiles señuelos y trampas de la habitación triangular del primer piso y los dos escondites de armas en el segundo: el nicho vacío sobre la moldura de la puerta en la habitación contigua a aquella en la que dormía Kurtz y un hueco incluso más inteligente bajo el suelo de una habitación trasera, la más fría y deteriorada del hotel. Kurtz había escondido una Colt 9 mm con su munición, bien envuelta en plástico y en trapos aceitosos. El Dodger cogió la pistola y regresó a la habitación frontal de arriba para esperar, con cuidado de no ponerse delante de la luz parpadeante de los monitores en blanco y negro.

Kurtz no venía. Y seguía sin venir. El Dodger se comenzó a imaginar todas las formas en las que el mayor podría haber matado al investigador privado y su tetuda novia poli. No obstante, esperaba que no lo hubiera hecho. El Dodger quería que Kurtz volviera a casa. Pero no venía.

Eran casi las diez y media cuando el teléfono del Dodger vibró contra su pierna.

—Si —respondió en un susurro, con los ojos fijos en los monitores que mostraban las calles lluviosas y las paredes exteriores.

—¿Dónde estás? —Era el Jefe.

—En casa del investigador privado. —El Dodger trataba de no mentirle al Jefe. El Jefe tenía maneras de saber cuándo mentía.

—¿Kurtz?

—Sí.

—¿Está ahí?

—Aún no.

El Dodger oyó al Jefe exhalar con fuerza. Odiaba cuando se enfadaba con él.

—Deja al investigador privado —dijo el Jefe—. Tienes que subir al centro comercial de Niagara Falls. No queremos que se nos escape nuestra amiga extranjera.

El Dodger necesitó un segundo para ser consciente de que el Jefe hablaba de la mujer que iba a cruzar la frontera aquella misma noche.

—Hay tiempo de sobra —susurró el Dodger. Su llegada no estaba prevista hasta las doce. No quería tener su cuerpo tendido en la furgoneta de control de plagas más tiempo del necesario.

—No, ve ahora —le ordenó el Jefe—. Tendré algo especial para ti cuando te vea el martes.

—Gracias, Jefe —dijo el Dodger. Siempre le agradaban los regalos del Jefe. Todos los años era algo especial, algo que el Dodger no hubiera siquiera considerado comprarse.

—Ahora vete. En marcha.

—De acuerdo, Jefe. —El Dodger cortó la llamada. Se echó la mochila a la espalda, guardó la Beretta y el silenciador en su funda especial y abandonó el Harbor Inn por la ventana, bajando por la salida de incendios del lado norte después de desmantelar las simples alarmas de Kurtz.

A dieciocho kilómetros, en la zona polaca e italiana del barrio de Cheektowaga, Arlene DeMarco se disponía a emprender su camino hacia el centro comercial cerrado de Niagara Falls para recoger a la chica llamada Aysha. Solo pasaban diez minutos de las diez, pero Arlene tenía la firme creencia de que a las cosas importantes se llegaba temprano.

Cogió la 190 y dio un rodeo por Grand Island cruzando el puente de peaje. Acto seguido, giró a la izquierda en la autopista Moses, pasada la niebla de la zona americana de las cataratas, y continuó por la derecha para llegar a la ciudad de Niagara Falls. Casi no había tráfico en aquella penúltima noche de octubre. La lluvia había cesado, sin embargo Arlene tenía activado el limpiaparabrisas del Buick para deshacerse del vapor de las cataratas.

Habiendo crecido en Búfalo, Arlene había visto la transformación de Niagara Falls, Nueva York, de una vieja y placentera ciudad pequeña (muy kitsch, plagada de moteles y hoteles desaliñados para turistas, tan propios de la América de mediados de siglo) a un montón de escombros parecido al Berlín de después de la segunda guerra mundial que pedía a gritos una reordenación urbana. Hoy en día era una tierra de nadie dedicada a las convenciones; si querías ver una ciudad bonita junto a las cataratas del Niágara, con clase y moderna, tenías que cruzar el puente Rainbow hacia el lado canadiense.

Pero aquella noche a Arlene no le importaba la reordenación urbana. Bajó por la calle Niágara hacia el centro comercial Rainbow, a una manzana de las tierras baldías del centro de información y el centro de convenciones, ambos rodeados de una miríada de plazas de aparcamiento vacías. El centro comercial Rainbow tenía un aparcamiento pequeño, donde apenas había unos cuantos vehículos aquel domingo por la noche, que sin duda pertenecían a empleados de seguridad y mantenimiento. No obstante, un muro de contención impedía que se viera nada desde la calle. Pensó que cualquier vehículo de policía que pasara un domingo por la noche cerca de allí sería ajeno a lo que ocurriera dentro. Las instrucciones de Joe eran esperar a la chica, Aysha, a la que dejarían cerca de la puerta principal norte del centro comercial.

Arlene palpó su gran bolso, comprobando por quinta o sexta vez si el gran revólver Magnum estaba allí. Así era. Se había sentido tonta cogiéndolo de la oficina, pero Joe rara vez la enviaba a tareas como esta, y aunque comprendía vagamente la conexión de aquella chica yemení con los sucesos recientes, no tenía del todo claro cuáles podrían ser los otros factores. Arlene solo sabía que Joe debía de estar involucrado en algo importante si la había mandado a ella a recoger a Aysha. Así que, si bien Arlene no estaba alarmada o nerviosa sin motivo aparente, tenía el arma cargada en el bolso, junto a un espray de gas pimienta, el teléfono móvil, su antigua e ilegal identificación que la acreditaba como miembro de la oficina del fiscal del distrito del condado de Erie (convincentemente actualizada) y el permiso de armas para la Magnum. Además, llevaba algo de fruta fresca, dos botellas de agua, un paquete de Marlboro, su útil mechero Bic, un pequeño diccionario de yemení que consiguió el día anterior tras no pocas dificultades, un termo de café y el mejor y más compacto par de prismáticos de la oficina.

Arlene se tomó su tiempo para decidir dónde esperar (no quería ser vista por los miembros de seguridad del centro comercial) y finalmente se decidió por un lugar cerca de los contenedores de basura, entre dos viejos coches que era obvio que llevaban aparcados allí toda la noche. Se acomodó, bajó la ventanilla y encendió un Marlboro.

Pasaron veinte minutos. Ya serían sobre las once cuando la furgoneta entró en el aparcamiento, dio una vuelta (Arlene se agachó en su asiento, fuera de la vista) y luego aparcó cerca de los cuatro coches de los trabajadores, junto a la puerta principal del silencioso centro comercial. Ya que el vehículo estaba en un ángulo propicio respecto al Buick de Arlene, le fue posible usar los prismáticos para echarle un vistazo.

Era una furgoneta de control de plagas. En el lateral había un dibujo de un insecto de nariz larga, jadeando y cayendo en una nube de pesticida. El conductor no había llegado a salir. Su rostro estaba en sombra, pero Arlene mantuvo los prismáticos enfocados en su silueta hasta que la figura se incorporó hacia el volante para mirar en dirección al centro comercial y, durante un momento, las altas luces la iluminaron claramente.

Por un instante, Arlene pensó que el rostro del hombre estaba tatuado o cubierto de rayas y remolinos blancos. Entonces se dio cuenta de que se trataba de cicatrices de quemaduras. Llevaba una gorra de béisbol, y los ojos iluminados por el vapor de las lámparas de sodio parecían brillar con tonos anaranjados más propios de un gato que de un hombre.

Arlene se quedó perpleja, inmóvil, con los prismáticos en la mano. De repente, la cabeza del hombre quemado se giró hacia ella con la suavidad de la de un búho y se la quedó mirando fijamente.