La conferencia con Baby Doc Skrzypczyk, cuyos dos hombres revisaron la oficina durante más tiempo y con más exhaustividad que los de Gonzaga y Angelina, duró más de lo previsto por Kurtz. Había muchos detalles de los que discutir. Era evidente que Gonzaga y Farino querían aprovechar sus tres cuartos de millón de dólares.
Nadie estrechó la mano de nadie cuando los guardaespaldas de Baby Doc se marcharon. Nadie habló. Kurtz no hizo ninguna presentación. Dudaba que los tres se conocieran, pero sabían lo suficiente los unos de los otros. El jefe de Lackawanna, con su poderoso porte, se limitó a quitarse la cara chaqueta de pelo de camello, la colgó en un perchero, se sentó en el sofá, miró a Toma Gonzaga y Angelina Farino Ferrara y dijo:
—¿Han decidido si les vale la pena gastar el dinero? En cualquier caso, ya estamos perdiendo el tiempo.
Angelina miró a Baby Doc, luego a Gonzaga, y se mordió el labio inferior durante un segundo.
—Me apunto —dijo al fin.
—Sí —aceptó también Toma Gonzaga.
—¿Sí? —dijo Baby Doc, sonando igual que un profesor de escuela motivando a un estudiante—. ¿Qué significa eso?
—Significa que estoy dispuesta a poner mi mitad. Si puede conseguir todo ese material para esta noche. Y si no tiene otras demandas.
—En realidad las tengo —dijo Baby Doc—. Quiero tomar el testigo del imperio del mayor, si puedo.
Bueno, pensó Kurtz, empieza el viejo juego.
Angelina le lanzó una mirada a Gonzaga, sentado en el otro extremo del escritorio de Arlene.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Toma Gonzaga, que obviamente lo había entendido pero se estaba concediendo un momento para pensarlo.
—Lo que he dicho. Quiero que reconozcan mi derecho a retomar los negocios del mayor. No necesito ayuda… solo quiero su palabra de que si puedo hacerlo, no intentarán quitármelo.
Angelina y Gonzaga volvieron a mirarse.
—¿Va a introducirse en la venta del… producto? —dijo Angelina.
—Lo haré si puedo retomar el negocio del mayor y el coronel —dijo Baby Doc—. No tiene porqué competir con el de ustedes. Todos sabemos que es poca cosa… algo rural.
—Varios millones de dólares al año de poca cosa —apuntó Gonzaga. El don se frotaba la mejilla mientras pensaba.
—Sí —dijo Baby Doc. Y esperó.
Angelina lanzó una última mirada a Gonzaga; ambos asintieron como si se hubieran comunicado mediante una especie de telepatía mafiosa.
—De acuerdo. Tienes nuestra palabra. Si consigue apropiarse de esa red, es suya. Mientras no pase al norte de Kissing Bridge —matizó Angelina.
Kurtz sabía que Kissing Bridge era una zona de esquí a medio camino entre Búfalo y Neola.
—Hecho —dijo Baby Doc—. Ahora hablemos de cómo hacer esto.
Kurtz había estado trabajando en un plano de la casa y los terrenos del mayor. Se acercó a la fotocopiadora tras el escritorio de Arlene, calentó la máquina e hizo tres copias. Todos estudiaron el plano.
—¿Cómo sabe que el guardia estará ahí fuera, en este trazado cercano a las pequeñas vías de tren? —preguntó Gonzaga.
—Cuando estaban llevándome a la casa desde el helipuerto reparé en que la cúpula tenía un baño portátil al lado y uno de esos grandes calentadores a gas dentro. Es el lugar lógico para una garita.
—¿Dónde más? —preguntó Angelina—. Aquí, en esta pequeña garita en lo alto del camino, antes de donde gira hacia la parte trasera de la casa.
—Sí —afirmó Kurtz—. Hay un tipo ahí. Cerca de la pequeña garita no hay entrada ni barrera. Todo eso está colina abajo.
—¿Alguien en la terraza? —preguntó Baby Doc.
Kurtz se encogió de hombros.
—Lo dudo. Nadie va a subir por esa escalinata. La mayoría de su gente se dispone colina abajo.
Hablaron durante otra hora. Finalmente, Baby Doc se levantó.
—Si queda algún otro detalle, ahora es el momento de comentarlo… Solo cuento con cinco horas para hacer el pedido, ya saben.
—Un médico —dijo Kurtz.
—¿Qué? —dijo Angelina.
—Necesito que venga alguien con conocimientos médicos —pidió Kurtz—. Si Rigby King sigue viva allí abajo, y si podemos mantenerla con vida durante el tiroteo de O. K. Corral, quiero traerla al centro médico del condado de Erie. No quiero que se desangre durante el viaje de vuelta.
—¿Por qué? —dijo Angelina.
Kurtz la miró.
—¿Por qué qué?
—¿Por qué piensas que puede seguir viva? ¿Qué motivaciones pueden tener el mayor O’Toole y el coronel Trinh para mantenerla con vida?
Kurtz suspiró y se frotó la cabeza. Estaba muy cansado. Le dolía todo y se dio cuenta de que se había jodido la espalda durante su escabroso descenso por el zigurat.
—Quieren que mate a Rigby —dijo al fin.
—¿Cómo es eso? —intervino Baby Doc.
—No les importa enfrentarse a las Cinco Familias si se cargan a Gonzaga y Farino mañana en Neola —dijo Kurtz—. Sin embargo, no creo que su influencia se extienda al Departamento de Homicidios de la Policía de Búfalo. Además, no se me espera mañana en la oficina del sheriff, así que tendrán que matarme de todas formas. Quedará más aseado si provocan que parezca que he matado a la detective King, probablemente en mi propia casa. Tal vez a ella le diera tiempo a darme un tiro antes de morir. Tienen en su poder nuestras dos armas y usaron la mía para dispararle en la pierna.
—Forense —sentenció Gonzaga, queriendo decir que el forense determinaría las horas de las muertes con una o dos horas de diferencia, de tal modo que el mayor no quería que King muriera días antes del hipotético tiroteo con Kurtz. Tenían que morir al mismo tiempo.
—Sí —dijo Kurtz.
—Qué romántico —exclamó Angelina—. Unos Romeo y Julieta de la vida.
Kurtz la ignoró.
—¿Puede meter a un médico y material clínico en la lista? —le preguntó a Baby Doc—. ¿Una camilla, vendajes, una vía, algo de morfina?
El hombre se tosió en el puño.
—¿Es eso un sí? —dijo Kurtz.
—Es un sí —afirmó Baby Doc Skrzypczyk—. Pero un sí con un poco de ironía. El único médico que puedo conseguir y que me garantice que va a mantener la boca cerrada es yemení, como nuestro mutuo amigo Yasein Goba. ¿Le resulta aceptable, señor Kurtz?
—Sí, es aceptable. —¿Qué más daba?
—A medianoche entonces, en casa del señor Gonzaga —los citó Baby Doc, e hizo un vaguísimo gesto de cabeza hacia Gonzaga y Angelina. Salió por la puerta y bajó las escaleras.
—¿Quién es Yasein Goba? —preguntó Angelina. Kurtz sacudió la cabeza y reaccionó con una mueca a su propio movimiento. Nunca aprendería.
—No importa —dijo a pesar del dolor.
—A medianoche entonces —convino Toma Gonzaga un minuto después, y bajó por las largas escaleras para unirse a sus guardaespaldas. Angelina remoloneó allí un poco, mientras Kurtz apagaba las luces.
—¿Qué? —dijo—. ¿Estás esperando que te sirva un refresco?
—Ven a casa conmigo —dijo con suavidad—. Tienes una mierda de aspecto.
—¿Qué dices de irme a casa contigo? ¿Vas a secuestrarme otra vez a punta de pistola?
—Deja ya eso, Joe. De verdad, estás horrible. ¿Cuándo fue la última vez que comiste?
—El almuerzo —dijo. En realidad no recordaba qué comió con Rigby, tantas horas antes, aquel mismo infinito día, pero sí recordaba con total claridad haber vomitado junto al Pinto mientras el sheriff y su segundo le observaban y reían sin parar.
—¿Tienes comida en casa? —quiso saber ella.
—Por supuesto que tengo comida en casa. —Se dio cuenta de que debería parar en Ted’s y comprar un perrito caliente de camino al Harbor Inn.
—Mentiroso. Ven a Marina Towers. Te prepararé un filete. Tengo una de esas planchas de interior, podemos hacerlo a la parrilla.
El estómago de Kurtz rugió. Se dio cuenta de que llevaba un rato haciéndolo, sin embargo no le había prestado atención porque tenía dolores y preocupaciones más urgentes.
—Tengo que cambiarme de ropa —adujo tontamente.
—Tengo ropa de tu talla en el ático. Puedes ducharte, afeitarte y lavarte los dientes mientras preparo los filetes.
Miró a la hija del don, la don en funciones. No iba a preguntarle por qué tenía ropa de hombre de su talla en sus armarios de Marina Towers. No era asunto suyo.
—No, gracias —dijo—. Tengo otras cosas que hacer…
—Tienes que comer algo y dormir un par de horas antes de esta noche —dijo Angelina—. Tal como estás ahora, vas a ser más un estorbo que una ventaja. Come, duerme y te daré unas pastillas que te provocarán el mayor subidón de tu vida.
—No dudo que las tengas —dijo Kurtz.
La siguió por la puerta y las escaleras. Todavía estaba lloviendo fuera, pero el viento había amainado y solo caía una ligera llovizna. Kurtz alzó la mirada para observar las nubes (Baby Doc dijo que serían un factor importante), pero los neones de la calle Chippewa hacían imposible adivinar qué estaba pasando allá arriba.
—Vamos, Joe. Te llevaré.
Kurtz sacudió la cabeza lentamente.
—Conduciré yo, pero te seguiré. —Giró en la esquina del callejón; la voz de Angelina Farino Ferrara le detuvo.
—Kurtz, ¿lo de esta noche no es para salvar a la poli, verdad? No se trata de esa mierda de la damisela en apuros, ¿verdad?
—Estarás de broma —dijo Kurtz.
—Tiene pinta de merecer ser salvada —opinó Angelina—. Esa sonrisa encantadora, sus grandes ojos, sus grandes tetas. Pero eso significaría que mientras se te pone dura con ella, se te pone blanda con nosotros, y no necesitamos eso ahora mismo.
—¿Cuándo has visto a Rigby King? —preguntó Kurtz.
—Veo muchas cosas que no crees que veo —dijo Angelina.
—Lo que tú digas —dijo Kurtz, y caminó por el oscuro callejón hacia su coche.