No había otra cosa que Kurtz deseara con más fuerza que regresar a su casa, quitarse la ropa mojada y destrozada, darse una ducha caliente, cambiarse el vendaje de la cabeza, ponerse ropa limpia, coger su única otra arma del escondite en la habitación trasera del Harbor Inn y aparecer en la reunión con Farino y Gonzaga como algo parecido a un ser humano. Un ser humano armado, claro.
No tenía tiempo para nada de eso.
Al ser domingo por la noche había poco tráfico, pero salió muy tarde del restaurante Curly’s y, si quería llegar antes que los otros, debía ir directo a la oficina de Chippewa. Surgió del callejón donde había aparcado el Pinto y llegó a la puerta de abajo de su oficina justo cuando aparecía Angelina acompañada de dos nuevos guardaespaldas y aparcaba el todoterreno negro al otro lado de la calle. Los tres emergieron a la vez del vehículo. Los dos tipos nuevos eran más grandes y pesados, cercanos al arquetipo siciliano que se peina el pelo hacia atrás con una tostada de mantequilla.
Kurtz hizo una pausa antes de abrir la puerta que daba a la calle.
—Solo tú —espetó.
—Primero vamos a echar un vistazo —dijo Angelina.
—¿Acaso no confías en mí? —preguntó Kurtz—. Después de lo de anoche y…
—Abre la puta puerta.
Los tres le siguieron por la empinada escalera y esperaron a que abriera la puerta de la oficina y encendiera las luces. Los dos matones pasaron junto a él.
—Adelante —dijo Kurtz.
Registraron rápidamente la oficina, la cálida habitación trasera de los servidores y el pequeño baño. Kurtz no tenía otro remedio que reconocer que eran eficientes. En la segunda pasada, uno de ellos miró bajo el escritorio de Arlene.
—Hay una funda pegada aquí, señorita Ferrara. No hay pistola.
Angelina miró a Kurtz.
—Es la de mi secretaria —explicó—. Trabaja aquí por las noches hasta tarde. —Mierda, contaba con que esa Magnum estuviera ahí.
La hija del don les hizo un gesto a los dos guardaespaldas para que se fueran y Kurtz cerró la puerta tras ellos. Cuando se dio la vuelta, Angelina tenía su Compact Witness del 45 en la mano.
—¿Vamos otra vez a mi casa? —dijo.
—Cállate.
—¿Puedo sentarme? —Señaló la silla de su escritorio. De repente, sus opciones se limitaban a sentarse o caerse al suelo.
Angelina asintió e hizo un gesto de cabeza hacia la silla. Ella se sentó en el escritorio de Arlene y soltó la pistola a su lado.
—¿Por qué tanto misterio de mierda, Joe?
Bueno, al menos vuelvo a ser Joe, pensó Kurtz. Miró su reloj, Gonzaga llegaría en un minuto o dos.
—Te contaré la historia completa cuando llegue tu amigo Gonzaga. Pero quería preguntarte algo antes.
—Pregunta.
—Se dice en la calle, bueno, más bien en todas partes, que o bien tú o Gonzaga habéis traído al Danés, que ya está aquí. Creo que has sido tú. Lo has traído para hacer un trabajo.
Angelina Farino Ferrara no dijo nada. Fuera, la luz se atenuaba por momentos. Los carteles de neón resplandecían en las persianas entreabiertas. El tráfico siseaba al pasar.
—Quiero hacer un trato… —comenzó Kurtz.
—Si te preocupa estar en alguna lista —dijo Angelina—, no es así. No vales cien mil dólares.
Kurtz sacudió la cabeza y el dolor le hizo parpadear.
—¿Y quién los vale? No, tengo un trato diferente en mente.
Se lo contó.
Fue el turno de Angelina Farino Ferrara para parpadear.
—¿Deseas una muerte repentina, Joe?
Kurtz se encogió de hombros.
—¿Y no vas a decirme el nombre?
—No estoy seguro aún.
Se guardó la Compact Witness en el bolso. El timbre de la puerta de abajo zumbó en el intercomunicador de Arlene y Kurtz vio a Gonzaga y tres de sus hombres en el monitor de vídeo.
—Hablas de un regalo de cien mil dólares —dijo Angelina—. Tal vez más.
—No, no es así —replicó Kurtz. El timbre sonó dos veces más y luego de manera continuada cuando Gonzaga se apoyó en él—. Hablo de una simple petición. O lo hace, probablemente a modo de regalo hacia ti, o no lo hace. Solo te estoy pidiendo que se lo pidas.
—¿Y confías en que lo haga?
—Tengo que hacerlo —dijo Kurtz. El constante zumbido le aumentaba el dolor de cabeza.
—¿Y de verdad no vas a decirnos a mí ni a Toma de qué va lo de esta noche si no acepto?
Kurtz volvió a encogerse de hombros.
—De acuerdo —dijo Angelina—. No pagaré, pero se lo pediré. Si es que estas grandes noticias tuyas me valen la pena.
Kurtz se acercó al aparato e hizo entrar a Gonzaga y sus hombres.
Tras la obligatoria inspección de la oficina (los chicos de Gonzaga también encontraron la funda vacía del Magnum de Arlene), los guardaespaldas salieron de allí. Cerraron la puerta, bajaron las luces, a excepción de la lámpara de escritorio de Kurtz, y Kurtz les contó la historia. Angelina permaneció sentada en el escritorio de Arlene. Toma Gonzaga se paseaba cerca de las ventanas, entreabriendo de vez en cuando las persianas con los dedos para mirar afuera mientras Kurtz hablaba. Al principio ambos hicieron varias preguntas, pero luego se limitaron a escuchar. Kurtz comenzó el relato desde su llegada a Neola con Rigby y lo acabó en el momento que el sheriff Gerey le condujo a la salida de la ciudad.
Cuando terminó, Gonzaga se apartó de la ventana.
—¿Ese mayor llamaba a esto una guerra?
—Sí —confirmó Kurtz—. Como si se llevaran intercambiando víctimas durante meses o años.
Gonzaga miró con sorna a Angelina Farino Ferrara.
—¿Sabías algo sobre eso?
—Sabes muy bien que no. Si hubiera tenido noticias de la existencia de este gilipollas, ahora necesitaría algo más que una silla. De hecho, estaría en un ataúd.
Gonzaga se volvió hacia Kurtz.
—¿De qué estaba hablando entonces? ¿Acaso está loco?
—No lo creo —dijo Kurtz—. Creo que alguien está jugando a dos bandas.
—¿Quién? —exclamaron Gonzaga y la mujer al mismo tiempo.
Kurtz levantó las manos en el aire.
—Joder, ¿quién sabe? Si no sois ninguno de los dos, y no veo de qué forma os beneficiaría jugar a semejante juego, lo más probable es que se trate de alguien de la camarilla del mayor.
—Trinh —dijo Angelina.
—O el sheriff —elucubró Gonzaga—. Gerey.
—El sheriff ya está en nómina —dijo Kurtz—. Demonios, la mitad de la ciudad lo está. Os he dicho que el pueblucho tiene un concesionario Mercedes y otro Lexus.
—Tal vez el sheriff se haya vuelto avaricioso —conjeturó Angelina—. O el coronel.
Kurtz se encogió de hombros.
—En cualquier caso, el mayor hará mañana su movimiento. Se supone que debéis presentaros en la oficina del sheriff de Neola a las doce de la mañana.
Gonzaga emitió una risa suave y se sentó en el brazo del viejo sofá.
—¿El mayor se cree que esto es una jodida película del oeste?
Kurtz no dijo nada.
—Van a matarnos —pronunció Angelina sin alterarse—. A nosotros y a quien nos acompañe hasta allí.
—Por supuesto —dijo Kurtz—. Eso está bien claro.
Gonzaga se volvió a levantar.
—¿Estáis los dos locos? ¿Cortar la cabeza a dos familias? ¿De verdad está tan loco el mayor como para creer que se lo van a pasar por alto? Joder, ni siquiera puedes cargarte a un guardaespaldas sin desatar la ira de las Cinco Familias. ¿Cómo puede esperar cargarse…?
—¿No has oído a Kurtz? —le interrumpió Angelina—. El mayor, el coronel y el resto tienen una especie de enchufe federal. —Miró a Kurtz—. ¿Crees que es el FBI? ¿Seguridad Nacional?
—Lleva demasiado tiempo allí para que sean los de Seguridad Nacional —dijo Kurtz—. Al menos treinta años.
—La CIA —dijo Gonzaga.
—Eso no tiene ningún sentido —repuso Angelina—. ¿Por qué iba la CIA a interceder por un círculo de heroína? Ni siquiera uno tan insignificante como este.
—No sabemos lo insignificante que es —dijo Gonzaga—. Abarca el oeste de Nueva York y el norte y oeste de Pensilvania. Joder, tal vez se trate de esa red de la que no paramos de oír hablar.
—En cualquier caso…
—¿Acaso importa ahora mismo por qué la CIA o cualquier otra agencia gubernamental secreta ha mantenido apartados a los federales de esta gente? —exclamó Kurtz—. La red del mayor O’Toole y el coronel Trinh se ha extendido por Oriente Medio y el sudeste de Asia, según me dijo Rigby King. Durante la guerra de Vietnam, el mayor montó una tríada para pasar drogas desde el Triángulo Dorado. Él era la conexión en Estados Unidos, el coronel Trinh se encargaba de la parte vietnamita… y un tercer hombre desconocido, probablemente de la CIA, proporcionaba transporte y coartada política. ¿Quién demonios sabe qué clase de favores le está haciendo el mayor a alguien en particular? ¿A quién le importa? Lo que los dos tenéis que decidir, y pronto, es qué hacer mañana.
Gonzaga caminó hacia la ventana, miró a través de la persiana, y regresó para sentarse en el brazo del sofá. Angelina se pasó una uña lacada por el labio inferior, pero no la mordió.
—No podemos hacer nada —dijo Gonzaga—. Una oferta de aplazamiento de las negociaciones, que no sean en Neola. Atacarles en un momento de nuestra elección.
Angelina sacudió la cabeza.
—El mayor insinuó que la guerra estará en marcha si no vamos mañana, Toma. Lo sabes. Y ellos lo saben.
Gonzaga se encogió de hombros.
—De acuerdo. Entonces, que haya guerra. La luchamos y la ganamos.
—¿Perdiendo cuántos camellos, adictos y matones? —dijo Kurtz—. ¿Estáis preparados para una guerra larga? El mayor sí. Y no olvidéis ese nuevo término que hemos aprendido todos, el ataque de decapitación.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Angelina.
—Hablo del ataque que tuvo lugar aquí afuera hace menos de veinticuatro horas. —Kurtz señaló la ventana con el pulgar, hacia la calle—. No creo que quienquiera que eliminara a tus dos mejores guardaespaldas fuera a por ellos. Creo que iba a por ti.
—Estás suponiendo cosas.
—Claro —convino Kurtz—, pero creo que tengo razón. ¿Quieres apostar tu vida a que me equivoco?
—Traeremos a más gente de Nueva York y Nueva Jersey —dijo Gonzaga con suavidad, como si hablara para sí. De repente se levantó y miró a Angelina—. ¿Por qué estamos discutiendo nuestras tácticas delante de él?
Angelina sonrió.
—Porque él ha averiguado lo que estaba pasando después de que nosotros hallamos pasado meses haciendo el idiota en la oscuridad. Y porque creo que tiene un plan, ¿verdad, Joe?
Kurtz asintió.
—¿Quién paga ese plan? —quiso saber Toma Gonzaga.
—Vosotros —dijo Kurtz—. Y el precio es de setecientos cincuenta mil dólares.
Gonzaga se echó a reír, pero aquel sonido no acarreaba ninguna diversión.
—Para usted, naturalmente.
—Ni un céntimo es para mí —dijo Kurtz—. Ni siquiera los cien mil que me ofreció si encontraba al asesino, cosa que he hecho, por cierto. Lo que pasa es que se trata de un pequeño ejército de asesinos.
—Setecientos cincuenta mil dólares es una cifra de locos —dijo Gonzaga—. Ni pensarlo.
—¿De verdad, Toma? —Angelina se cruzó de brazos—. Hablas de una larga guerra. Hablas de interrumpir todos nuestros negocios durante semanas o meses. Hablas de tener que sobornar a polis y tal vez a los medios para silenciarla, y de traer a hombres de Nueva York y Nueva Jersey; seguro que eso hace feliz a las Cinco Familias, sí señor. ¿Acaso queremos que Carmine y los otros piensen que no podemos llevar nuestro propio negocio?
Gonzaga puso las palmas de las manos en el escritorio de Arlene y se incorporó hacia Angelina Farino Ferrara.
—Tres cuartos de millón de dólares —susurró.
—Aún no hemos oído el plan de Joe. Tal vez sea brillante.
—Tal vez sea una mierda —dijo Gonzaga.
—No lo sabremos si no lo oímos. ¿Joe?
Kurtz les contó su plan, hablando con calma y lentamente, mirando su reloj solo una vez. Cuando terminó se puso en pie, caminó hacia el pequeño frigorífico junto al sofá y sacó una botella de agua.
—¿Alguien quiere una? —ofreció.
Gonzaga y Angelina se limitaron a mirarle fijamente.
El don habló primero.
—No puede hablar en serio.
Kurtz no dijo nada.
—Habla muy en serio —aseveró Angelina con calma—. Dios.
—¿Esta noche? —dijo Gonzaga, pronunciando cada sílaba como si no hubiera dicho nunca aquellas dos palabras.
—Tiene que ser así, ¿verdad? —dijo Angelina—. Kurtz tiene razón. Y no tenemos mucho tiempo para decidir.
Kurtz volvió a mirar su reloj.
—Tenéis menos de un minuto para decidir.
—¿De qué coño está hablando? —espetó Toma Gonzaga.
El timbre de abajo hizo su estridente sonido.