Eran poco más de las cuatro de la tarde y el Dodger no tenía ninguna tarea asignada hasta la medianoche, cuando se suponía que debía de ir a recoger a esa Aysha que venía por la frontera de Canadá y matarla después. Se sentía algo frustrado. Al día siguiente era su cumpleaños y el Jefe, como siempre hacía, le había dado el día libre. Bueno, técnicamente su cumpleaños comenzaba a medianoche y a esa hora estaría trabajando, matando a la extranjera, pero aquello no le llevaría mucho.
Los acontecimientos de aquel día habían frustrado al Dodger. No le gustaba volver a Neola (excepto en Halloween, por supuesto) y no le gustaba que le cortaran cuando estaba acechando a alguien. Ya iban dos veces que había decidido matar al exinvestigador privado, dos veces que se había preparado para matar a una mujer que le acompañaba y dos veces que le habían cortado. Al Artful Dodger no le gustaba que le cortaran, sobre todo cuando lo hacía el mayor o sus hombres. Volver a ver y oír el helicóptero Huey le había provocado acidez de estómago.
Ahora tenía que dar vueltas por Búfalo ocho horas enteras antes de poder hacer su trabajo y salir de allí. Además, estaba lloviendo y hacía frío. Siempre parecía llover y hacer frío en aquella maldita ciudad, si es que no estaba nevando y hacía frío. Al Dodger le dolían las articulaciones; se estaba haciendo viejo. De hecho, en unas horas sería oficialmente un año más viejo. Las múltiples cicatrices de las quemaduras siempre le picaban cuando llovía mucho.
En resumen, estaba de mal humor. Consideró la idea de ir a un bar de tetas, pero era la noche anterior a su cumpleaños y quería reservarse la excitación, que fuera creciendo.
Entonces, a medida que la noche comenzó a oscurecerse por efecto de la lluvia, las farolas se encendían y el ligero tráfico del domingo casi había desaparecido. El Dodger condujo hacia el sur bajo la interestatal elevada, cruzando el estrecho puente a la isla por la zona donde solo había elevadores de grano y el aire olía a Cheerios quemados. Acto seguido, de nuevo al sur, donde la intersección triangular de las calles Ohio y Chicago terminaba en el abandonado Harbor Inn, el escondite del investigador privado, el pequeño nido de amor donde el Dodger había vigilado y esperado toda la noche anterior a Kurtz y la Farino.
Lo normal era que el mayor hubiera terminado con aquel fastidioso juego por la tarde, pero si no, si el investigador privado y su novia de las tetas grandes volvían aquí, entonces el Dodger iba a hacer un poco de trabajo por su cuenta, y si al Jefe no le gustaba, bueno… el Jefe no tenía porqué enterarse.
El hotel Harbor Inn estaba oscuro. El Dodger pasó por delante tres veces, notando de nuevo las casi imperceptibles cámaras. Había una en la pared trasera del edificio triangular, sobre el lugar donde Kurtz aparcó su Pinto la noche anterior, ahora vacío, otra encima de la puerta principal, en lo alto; la tercera en el desagüe de la parte que daba a la calle Chicago y la última sobre la salida de incendios de la calle Ohio. Un montón de seguridad para tratarse de un hotelucho abandonado.
El Dodger aparcó su furgoneta a una manzana del lugar donde se encargó de los dos chicos negros. Acto seguido, cogió una pequeña mochila de entre los asientos, cerró el vehículo y volvió andando bajo la lluvia.
Había un punto ciego en la cámara del frontal del Harbor Inn. Si cruzaba la calle desde la gasolinera abandonada y no caminaba a más de dos metros de cierta línea, la cámara delantera quedaba bloqueada por el viejo faro de metal del cartel.
Ya bajo el faro (en principio sin aparecer en la pantalla de ningún monitor ni haber sido grabado en ninguna cinta) el Dodger ignoró la puerta principal, pues seguramente el investigador privado tendría colocados algunos señuelos. El Dodger se agachó, con cuidado de agarrar la mochila, saltó y se agarró al afilado borde del viejo cartel del hotel. Se balanceó adelante y atrás un par de veces, pateando el aire a cada vez mayor altura y siempre con el faro de metal entre él y la cámara de vigilancia situada un piso por encima. Al fin, llegó hasta arriba dando un giro completo para colocarse en lo alto del cartel, de espaldas al faro de metal.
La vieja estructura del cartel se quejó y crujió, pero no se vino abajo. El viejo faro oxidado junto al letrero pintado del Harbor Inn tenía algo más de dos metros de alto, era hueco y estaba hecho de metal barato. El Dodger mantuvo las manos en él mientras lo rodeaba por debajo del ángulo de visión de la cámara y se agachaba en el alféizar de una de las tres grandes ventanas que daban a la intersección entre Chicago y Ohio.
Estaba oscuro dentro, pero el brillo de los monitores le indicó al Dodger que la habitación estaba vacía.
Se colocó la mochila junto a la rodilla, sacó una copa de succión y un compás, cortó un agujero de seis centímetros en el cristal, situó el círculo de vidrio con cuidado en la base del cartel, guardó las herramientas en la mochila y aguzó el oído. No escuchó ninguna alarma audible antes de meter la mano, desbloquear la vieja ventana y levantarla. El vetusto marco protestó pero se alzó lentamente.
El Dodger, tan ágil como Spiderman, se coló dentro y luego metió la mochila. Se la puso de nuevo a la espalda, bajó la ventana con cuidado, sostuvo la Beretta de 9 mm con silenciador en la mano y se adentró en la oscuridad para encontrar o esperar al señor Kurtz, el escurridizo investigador privado.