Aún llovía con fuerza mientras Kurtz circulaba el Pinto por la autopista 16. Solo funcionaba uno de los parabrisas, si bien era el del lado del conductor así que no era especialmente preocupante. Tenía muchas llamadas que hacer y no eran las típicas que uno haría desde un móvil, sin embargo las cabinas estaban a cuarenta kilómetros de aquella extensión de carretera de dos carriles y la gasolinera más cercana a cuarenta minutos de distancia. Además, no había parado en Neola para conseguir cambio y, básicamente, le importaba una mierda.
Le habían devuelto todas sus cosas, excepto la 38, cuando el sheriff Gerey lo dejó junto al Pinto, en el mismo lugar donde lo habían aparcado él y Rigby, al pie de la colina de Nube Nueve. Incluso tenía las gafas de sol de Ray Charles de vuelta en el bolsillo de su chaqueta, por suerte. Si Kurtz tenía la fortuna de sobrevivir a toda esta mierda, no quería acabar muerto a manos de Daddy Bruce por haber perdido las gafas de sol del Hombre.
Buscó a tientas el móvil que le dio Gonzaga y marcó el único número en la agenda.
—¿Sí? —contestó el propio Toma Gonzaga.
—Tenemos que vernos —dijo Kurtz—. Hoy.
—¿Ha terminado la tarea? —preguntó Gonzaga. No dijo el trabajo, lo definió como tarea. No era un matón al uso.
—Sí. Más o menos.
—¿Más o menos? —Kurtz imaginó las cejas del guapo jefe de la mafia levantándose.
—Tengo la información que necesita —dijo Kurtz—, pero no le servirá de nada si no nos vemos en un par de horas.
Se produjo una pausa.
—Estoy ocupado esta tarde. Pero esta misma noche, más tarde…
—Esta tarde o nada —le interrumpió Kurtz—. Si espera, lo pierde todo.
Una pausa más corta.
—De acuerdo. Venga a mi complejo en Grand Island a…
—No. En mi oficina. —Kurtz levantó la muñeca. Se había colocado el reloj en cuanto los dedos comenzaron a funcionarle de nuevo, pero ahora le dolía tanto la cabeza que tenía problemas para enfocar la mirada—. Son las tres o así. Esté en mi oficina a las cinco.
—¿Quién más acudirá allí?
—Solo yo y Angelina Farino Ferrara.
—Quiero a algunos de mis colaboradores…
—Traiga un ejército si quiere —dijo Kurtz—. Que aparquen fuera. En la reunión solo estaremos nosotros tres.
Se sucedió un largo minuto de silencio durante el cual Kurtz se concentró en circular por la sinuosa carretera. Los pocos coches que pasaron en dirección contraria tenían los faros encendidos y los limpiaparabrisas en funcionamiento. Kurtz conducía más rápido que el resto del tráfico que se dirigía al norte.
Kurtz usó la mano del teléfono para limpiarse de nuevo la humedad de los ojos. Los dedos y brazos le seguían doliendo de forma insoportable, de hecho, cuando el sheriff y su ayudante le dejaron en el Pinto, tuvo que esperar diez minutos para recuperar la sensibilidad en las manos y verse capaz de conducir. El dolor en sus recién despiertos brazos, manos y dedos acabó por ser suficiente para hacerle vomitar. El sheriff Gerey y su segundo estaban de pie junto a su coche, esperando para escoltarle a las afueras de la ciudad, y cuando Kurtz estaba agachado junto a los hierbajos cercanos al Pinto, Gerey dijo algo que provocó que su compañero soltara una carcajada. Kurtz lo apuntó en la cuenta del sheriff.
—De acuerdo. Allí estaré —dijo Tom Gonzaga antes de colgar.
Kurtz lanzó el teléfono al asiento del copiloto. Sus manos eran más unas garras contraídas que unas manos de verdad.
Sacó su propio teléfono, se las arregló para marcar el número de Angelina y escuchó su voz en el contestador.
—Cógelo, maldita sea. Cógelo. —Era lo más cercano a una oración a lo que se había acercado Joe Kurtz en aquel día tan largo.
Lo cogió.
—Kurtz, ¿dónde estás? ¿Qué…?
—Escucha con atención —dijo, y le explicó rápidamente lo de la reunión, pero le dijo que llegara a las cinco menos cuarto, quince minutos antes que Gonzaga—. Es importante que llegues a tiempo.
—Kurtz, si es por lo de anoche…
Le colgó, empezó a marcar otro número pero luego dejó de lado el teléfono.
El camino de la autopista se había enderezado, aunque todavía subía y bajaba un poco, amenazando con cambiar de dirección en cualquier momento. Kurtz se dio cuenta de que se le había vuelto a joder el oído interno, en la última hora o así, seguramente en los escalones. Sacudió la cabeza y de ella salió disparada agua y sangre. Se concentró en mantener el Pinto en la ondulante y temblorosa autopista. Las zapatillas de Kurtz eran un desastre y su chaqueta estaba chorreando, al igual que los pantalones, la camisa, los calcetines y los calzoncillos.
Una furgoneta levantaba agua delante de él, pero Kurtz la adelantó sin aminorar la velocidad. La camioneta iba a setenta kilómetros por hora en la estrecha carretera; el quejoso, vibrante y protestón Pinto iba al menos a ciento veinte.
Por la mañana, en el viaje de ida con Rigby, tardó algo más de noventa minutos en llegar a Neola desde Búfalo. Quería hacer el trayecto de vuelta en menos de una hora. Se fijó en la hora cuando el coche del sheriff giró en redondo frente al cartel de entrada de la ciudad de Neola, si mantenía aquel ritmo, lo conseguiría.
Kurtz marcó otro número. Un guardaespaldas contestó a la siguiente llamada. Kurtz insistió en hablar con el propio Baby Doc, y al final le pasaron el teléfono. Kurtz le explicó al jefe de Lackawanna que era importante que se encontraran hoy, pronto, en una hora.
—Importante para usted, tal vez —dijo Baby Doc—, pero tal vez no para mí. No estará hablando desde un móvil, ¿verdad, Kurtz?
—Sí. Voy a llegar a Lackawanna desde el sur en treinta minutos. ¿Está en Curly’s?
—Importa poco dónde coño estoy. ¿Qué es lo que quiere?
—¿Recuerda el pago que le prometí a cambio del favor?
—Sí.
—Si se reúne conmigo en una hora, le pagaré bien. Y quiero decir muy bien. Si se niega, nada.
El silencio duró tanto que Kurtz pensó que se le había ido la cobertura en las colinas que se aproximaban a East Aurora.
—Estoy en Curly’s —dijo Baby Doc—. Pero llegue pronto. Pretenden abrir en noventa minutos para servir la cena del domingo noche.
La autopista 16 pasó a tener cuatro carriles y a llamarse autopista 400 al girar al este hacia Búfalo. Kurtz tomó la salida de East Aurora y condujo los diez kilómetros hacia y a través de Orchard Park a alta velocidad, girando de nuevo al norte en la 219 para adentrarse en Lackawanna.
Llamó a casa de Arlene. No hubo respuesta. Llamó a su móvil. Tampoco hubo respuesta. Llamó a la oficina. Lo cogió al segundo tono.
—¿Qué estás haciendo ahí a estas horas de un domingo por la tarde? —le preguntó Kurtz.
—Acabando algunas cosas —dijo su secretaria—. Al fin conseguí el teléfono del antiguo director del instituto psiquiátrico de Rochester. Ahora está retirado y vive en Ontario. Y he estado buscando otras maneras de entrar en los archivos militares para…
—Sal de la oficina —le ordenó Kurtz—. Voy a necesitarla unas pocas horas y no quiero que estés cerca de allí. Vete a casa. Ahora.
—De acuerdo, Joe. —Una pausa y el sonido de Arlene apagando un cigarrillo contra el cenicero—. ¿Estás bien?
—Sí, estoy bien. Solo quiero que te vayas de ahí. Y si hay archivos o algo parecido por los escritorios, quítalos de la vista.
—¿Quieres que meta las impresiones de los correos electrónicos de O’Toole en tu cajón?
—O’Toole… —comenzó Kurtz. Entonces recordó la llamada de aquella mañana, en la que Arlene le comentó que alguien había usado el ordenador de Peg O’Toole para conectarse a su cuenta de correo. Arlene consiguió descargarse la bandeja de entrada antes de que tuvieran tiempo de borrarla—. Sí, vale —dijo Kurtz—. En el cajón de arriba del centro está bien.
—¿Y qué pasa con Aysha?
Kurtz tuvo que hacer una pausa. Aysha. La prometida de Yasein Goba a la que iban a pasar por la frontera de Canadá aquella misma noche, justo a medianoche. Mierda.
—¿Puedes recogerla, Arlene? Hospédala hasta mañana y… no, espera.
¿Sería peligroso recoger a la chica? ¿Qué sabía sobre ella? ¿Sabía el mayor, o quien fuera que estaba matando a gente por encargo suyo, algo sobre la prometida de Goba? ¿Irían a por ella? Kurtz no tenía ni idea.
—No, no importa —dijo—. No importa. Deja que la recoja la policía de Niagara Falls. Se ocuparán de ella.
—Pero puede que tenga información importante —dijo Arlene—. Y tengo al traductor de la iglesia prevenido, Nicky…
—Que lo olvides, joder —espetó Kurtz. Respiró hondo. Nunca le gritaba a Arlene. Casi nunca gritaba—. Lo siento —se disculpó. Ya estaba en las baldías tierras industriales de Lackawanna, a punto de llegar a la basílica, Ridge Road y el restaurante Curly’s desde el sur.
—De acuerdo, Joe. Pero sabes de sobra que voy a ir a recoger a esa chica esta noche.
—Sí. —Colgó el teléfono con el pulgar.
Pasó otra vez por el mismo ritual en el baño. Los hombres de Curly’s le cachearon de la cabeza a los pies. Uno de los guardaespaldas cambió de posición el palillo de dientes en su boca y exclamó:
—Jesús, joder, tío, estás tan mojado que tienes la piel arrugada. ¿Has estado nadando con la ropa puesta?
Kurtz le ignoró.
—Es un asunto privado —dijo cuando estuvo sentado frente a Baby Doc en la misma mesa de la parte trasera del restaurante.
Baby Doc miró a sus tres guardaespaldas y a los camareros que iban de un lado a otro preparando el local para el trajín del domingo noche.
—Todos son de mi confianza —dijo el hombretón, que tenía a la vista el tatuaje de la bandera en el enorme antebrazo.
—No importa —dijo Kurtz—. Es un asunto privado.
Baby Doc chasqueó los dedos y los guardaespaldas desaparecieron, llevándose a los camareros y al barman con ellos a la habitación de atrás.
—Por su bien —dijo Baby Doc—, espero que esto no sea una pérdida de tiempo.
—No va a serlo —aseguró Kurtz.
Haciendo uso de toda la economía de lenguaje que fue capaz, le habló a Baby Doc del mayor, el círculo de heroína, la «guerra» que parecía estar causando bajas solo entre las filas de los Farino y los Gonzaga y del disparo de Rigby y su papel en aquella historia.
—Una historia extraña —dijo Baby Doc con las manos entrelazadas delante y el tatuaje de la bandera visible bajo la remangada camisa blanca—. ¿Qué coño tiene que ver conmigo?
Kurtz se lo dijo.
Baby Doc se echó atrás en el asiento.
—Tiene que estar de broma. —El hombre miró el rostro de Kurtz—. No, no está de broma, ¿verdad? ¿Por qué demonios iba a animarme a tomar parte en esto?
Kurtz se lo explicó.
Baby Doc apenas parpadeó durante un minuto entero.
—¿Habla por Gonzaga y la mujer Farino? —dijo al fin.
—Sí.
—¿Saben que habla por ellos?
—Todavía no.
—¿Qué va a necesitar de mí?
—Un helicóptero —dijo Kurtz—. Lo bastante grande para albergar a seis u ocho personas. Y a usted para pilotarlo.
Baby Doc comenzó a reírse pero se detuvo.
—Habla en serio.
—Tan en serio como un ataque al corazón —dijo Kurtz.
—Parece que acaba de sufrir uno. Está hecho un desastre, Kurtz.
Esperó.
—No dispongo de un maldito helicóptero —dijo Baby Doc al fin—. Y no he pilotado uno en doce años. Acabaría cargándome a todo el mundo, si es que encuentro una razón para meterme en esta estupidez.
—Pero sabe dónde conseguir uno.
Baby Doc pensó un momento.
—Está ese gran helipuerto para pasear a los turistas cerca de las cataratas. Conozco al tipo que se encarga de los alquileres. Puede que nos deje uno para un día.
Kurtz asintió. Él mismo alquiló uno de los pequeños para volar sobre el complejo de Emilio Gonzaga en Long Island casi un año antes. Su plan entonces era mapear la zona antes de matar a Emilio. Kurtz no encontró ningún motivo para comentarle aquello a Baby Doc.
—Tienen allí un Bell Long Ranger que no tiene mucha acción en esta época del año —continuó Baby Doc, hablando más para sí que para Kurtz.
—¿Cuánta gente cabe ahí? —quiso saber Kurtz.
Baby Doc se encogió de hombros.
—Normalmente siete. Puedes meter a ocho si quitas los asientos del centro y sientas a un par en el suelo. Nueve si no te molestas en llevar a un copiloto.
—No necesitamos un copiloto —dijo Kurtz.
Baby Doc ladró una risa.
—Tengo veinte minutos de vuelo en un Long Ranger. Ni siquiera estoy cualificado para sentarme en el asiento del copiloto.
—Bien, porque no necesitamos un copiloto.
—¿Qué más va a necesitar?
—Armas —dijo Kurtz.
Baby Doc sacudió la cabeza.
—Estoy seguro de que entre los Gonzaga y los Farino podrán juntar algunas armas.
—Hablo de armamento militar.
El hombre miró a su alrededor. El restaurante seguía vacío.
—¿De qué tipo?
Kurtz se encogió de hombros.
—No lo sé. Potentes. Armas completamente automáticas, con toda seguridad.
—M-16.
—Tal vez más pequeñas. Uzis o Mac-10. No queremos que nadie se saque un ojo allí dentro.
—No se encuentran Uzis ni Mac-10 en un arsenal de la Guardia Nacional —susurró Baby Doc.
Kurtz se volvió a encoger de hombros. La verdad sea dicha, había visto algunos ejemplos en el viejo Club Social Seneca. De hecho, le apuntaron con aquellas armas, así que sabía lo que podía estar disponible.
—¿Algo más? —dijo Baby Doc, que ahora sonaba divertido.
—Chalecos antibalas.
—¿De la poli o de tipo militar?
—De kevlar pueden valer.
—¿Algo más?
—Gafas de visión nocturna. Sospecho que los hombres del mayor las tienen.
—¿Valen las sobras rusas? —dijo Baby Doc—. Puedo sacarlas con descuento.
—No —dijo Kurtz—. De las buenas.
—¿Algo más?
—Sí. Necesitaremos armamento antitanque ligero. De hombro.
Baby Doc Skrzypczyk se echó hacia atrás en su asiento.
—Ya no me hace gracia, Kurtz.
—No lo intento. No ha visto el fortín del mayor, yo sí. El sheriff me condujo lentamente por él para que lo viera bien. Quería que se lo contara a Gonzaga y Farino, por si querían considerar la idea de un ataque preventivo. La casa misma está en lo alto de esa maldita montaña. Tienen a nueve o tal vez diez hombres allí, y vi las armas automáticas. Colina abajo tienen al menos tres puertas reforzadas a lo largo del camino, cada una de ellas con puestos de acero enterrados en el cemento. Hay dos casas de guardia, cada una con cuatro o cinco «guardias de seguridad» y ambas tienen un panorama de tiro perfecto colina abajo. Tienen todoterrenos blindados, Panoz de esos, estacionados en sitios específicos a lo largo de la colina y dos coches del sheriff que parecen estar aparcados en el exterior de la entrada más baja de manera permanente.
—No necesita un lanzamisiles de hombro —dijo Baby Doc—. Necesita un jodido tanque.
—Si quisiéramos intentar llegar luchando hasta arriba por el camino o el acantilado, sí —dijo Kurtz—. Pero no. Solo necesitamos un par de medidas disuasorias para bloquear el camino si alguien intenta subir.
Baby Doc se echó hacia delante y entrelazó las manos en la mesa.
—¿Tiene idea de cuánto cuesta un misil antiaéreo propulsado a hombro? —susurró.
—Sí, cien mil la mierda barata de bazar ruso. Un Stinger cuatro o cinco veces ese precio.
Baby Doc lo miró fijamente.
—Pero no hablo de comprar un misil antiaéreo —dijo Kurtz—. Solo algo para detener un todoterreno si hace falta. Un RPG barato servirá.
—¿Quién paga esto?
—¿Usted qué cree? —dijo Kurtz.
—Pero ¿no lo saben todavía?
—Todavía no.
—¿Sabe que hablamos de más de tres cuartos de millón de dólares, sin contar el alquiler del Long Ranger?
Kurtz asintió.
—¿Y para cuándo quiere todo esto, incluyéndome a mí y el Long Ranger, si están de acuerdo en mis términos? —preguntó Baby Doc—. ¿Una semana, diez días?
—Esta noche —sentenció Kurtz—. A medianoche si puede ser. Pero no podemos salir de aquí después de las dos de la mañana.
Baby Doc abrió la boca para echarse a reír pero no lo hizo. La cerró y miró a Joe Kurtz.
—Habla en serio —confirmó al fin.
—Tan en serio como un ataque al corazón.