31

Kurtz vio y tomó nota mental de todo mientras el Huey sobrevolaba el kilómetro y medio que les separaba de la mansión. Él y Rigby estaban ilesos, a excepción de la cortante presión de las esposas de plástico, y rodeados de cuatro hombres que suponía que eran vietnamitas o vietnamita-americanos. Solo había un piloto, tejano a juzgar por su acento cuando habló para decirle a todo el mundo que se preparara para el despegue. No dijo nada más durante el resto del vuelo.

Las vías del tren llegaban a menos de cien metros de la mansión y luego giraban en un desvío. La locomotora infantil de Nube Nueve y sus vagones eran apenas visibles en un largo cobertizo que se extendía paralelo a las vías. Era evidente que el mayor había mantenido el tren y las vías en buen estado todos estos años.

El Huey aterrizó y los cuatro hombres medio empujaron medio arrastraron a Rigby y Kurtz por la portezuela de salida. Los cuatro estaban vestidos con pantalones vaqueros y chaquetas militares. Dos de ellos llevaban un M-16 que Kurtz estaba seguro de que estaba manipulado para ser completamente automático; los otros dos llevaban fuego militar más formidable si cabe, en la forma de dos ametralladoras M-60.

¿Dónde están los capullos con sus cortavientos de la ATF cuando uno los necesita?, pensó Kurtz. El hombre detrás de él lo empujó a través de unas puertas que abrió para ellos un quinto hombre vietnamita, este procedente del interior de la casa y vestido con una chaqueta azul.

Aquel mayordomo, o lo que fuera, los condujo por un vestíbulo, un pasillo y una biblioteca hasta que salieron a la terraza trasera, al borde del acantilado. Kurtz tomó nota mental de las estancias a ambos lados del pasillo y de todo lo que pudo ver durante su corto trayecto a través de la casa. Sabía que Rigby estaba haciendo lo mismo. El hecho de que no les hubieran vendado los ojos le molestaba un poco, ya que la explicación más simple para que no lo hicieran era que planeaban matarlos a los dos.

La casa era grande (de tres pisos de altura y al menos mil quinientos metros cuadrados de superficie) y parecía haber sido construida en la década de los setenta, cuando el mayor se retiró a Neola. Al parecer con la intención de luchar contra los indios. El primer piso y medio era de piedra, y no solo el revestimiento, sino todo. Las ventanas de la parte trasera de la casa, más cercana al helipuerto, eran todas de vidrio y plomo, si bien las partes de plomo eran realmente barras protectoras. Las ventanas más altas, a cada lado de las principales, eran demasiado estrechas para colarse por ellas, pero por otra parte ofrecían perfectos puestos de tiro. Un garaje con espacio para cinco coches se emplazaba al norte de la casa, a lo largo del camino de entrada de la misma, pero las cinco puertas de madera estaban bajadas. Las puertas por las que habían entrado a la casa (diseñada de tal modo que su frontal más lujoso se enfrentaba al promontorio en lugar de al helipuerto y el camino de entrada) eran de gruesa madera reforzada con acero. Suficiente para detener una lanza de guerra Kiowa, eso estaba claro.

El lado de la casa frente al acantilado era menos defendible. La biblioteca se abría a la terraza a través de unas amplias puertas francesas que dejaban entrar la luz de la tarde y miraban al oeste. La biblioteca tenía una habitación contigua que Kurtz solo alcanzó a ver fugazmente, pero pensó que probablemente era el dormitorio del mayor. Se trataba de un enorme salón convertido en el primer piso, por los frascos de pastillas y las fotos militares colgadas de las paredes empapeladas en tonos borgoña. El dormitorio también conectaba con la terraza por otras amplias puertas. Las grandes estructuras sobre ellas indujeron a Kurtz a pensar que contaba con cortinas de acero que podrían cerrarse si era necesario.

El mayor, el coronel Vinh Trinh y otros tres hombres les estaban esperando en la terraza. Uno de ellos llevaba una camisa gris de sheriff, una Colt 45 en una funda propia del oeste y un rótulo en el pecho en el que se podía leer «Gerey», el nombre del sheriff con el que Rigby había hablado poco más de una hora antes. Los otros dos eran más jóvenes, blancos, musculosos y también iban armados.

Con estos son siete guardaespaldas hasta el momento, contando al criado de la chaqueta y descartando al piloto del helicóptero y al sheriff, pensó Kurtz al tiempo que él y Rigby eran empujados a la luz del sol, frente al hombre en la silla de ruedas, a la sombra bajo un toldo de lona a rayas. Y Trinh, el mayor y este otro viejo.

—Señor Kurtz, señorita King —saludó el mayor—. Es un bonito detalle por su parte pasarse por aquí.

Ay, Dios, pensó Kurtz. Este maldito viejo saca sus frases de los villanos de las películas de serie B.

—Soy agente de policía —dijo Rigby—. Era la primera frase completa que había dicho desde que estuvieron sentados en la hierba.

—Sí, señorita King… detective King —se corrigió el mayor—. Sabemos quién es usted.

—Entonces sabe que esto es una mala idea —dijo Rigby en voz baja pero firme—. Quítenos las esposas en este preciso instante y dejaremos pasar todo esto de momento. Al fin y al cabo, entramos en su propiedad.

El mayor volvió a sonreír, negó con la cabeza casi con tristeza y se volvió hacia Kurtz.

—Creo que ha sido muy inteligente por parte de sus amos mandar a una agente de policía con usted, señor Kurtz. Si las circunstancias fueran diferentes, podría… podría haber sido un impedimento para lo que tiene que suceder a continuación.

Oh, mierda, pensó Kurtz.

—¿Qué amos? —La sonrisa del mayor desapareció.

—No insulte mi inteligencia, señor Kurtz. Tiene todo el sentido del mundo que le enviaran con esta policía fulana como acompañante. Por lo que hemos podido saber, usted es una de las pocas personas con las que tanto la familia Gonzaga como los Farino hacen negocios.

—¿Fulana? —dijo Rigby. Su voz sonaba más divertida que insultada.

El coronel Vinh Trinh dio un paso adelante y abofeteó a Rigby con fuerza en la boca. Se limpió la sangre de los nudillos con un pañuelo de seda, tomó la 38 enfundada de Kurtz de uno de los vietnamitas y alargó el brazo en toda su extensión, poniendo el arma a pocos centímetros de la sien de Rigby. Kurtz se acordó de una famosa foto de la época de Vietnam, tomada durante la ofensiva del Tet, creía, en la que un jefe de la policía de Saigón ejecutaba a un sospechoso del Vietcong en plena calle.

Trinh amartilló la pistola.

—Si dices una palabra más sin que se te pida —dijo hablando casi sin acento—, te mato ahora mismo.

Rigby miró al hombre alto.

—¿Qué quieres? —le dijo Kurtz al mayor.

El anciano en la silla de ruedas suspiró. El guardaespaldas enchaquetado se había colocado detrás de él, con las manos en los agarres, obviamente listo para mover al paralítico de vuelta a la sombra si el sol cambiaba de posición o Kurtz o Rigby realizaban un repentino movimiento. O para apartarlo de la trayectoria de las salpicaduras arteriales, pensó Kurtz.

—Queremos lo obvio, señor Kurtz —declaró el mayor—. Queremos poner fin a esta guerra. ¿No es eso para lo que sus amos le han enviado aquí a hablar?

¿Guerra?, se preguntó Kurtz. Según Toma Gonzaga y Angelina Farino Ferrara, ninguno de los dos tenía la menor idea de quién estaba matando a sus adictos. Estaba claro que nunca habían hablado de contraatacar ni de ninguna guerra. ¿Era toda aquella ignorancia un ardid para conseguir involucrar a Kurtz? No tenía mucho sentido.

No dijo nada.

—¿Le enviaron con los términos exactos? —preguntó el mayor—. ¿O vamos a proponer nosotros los nuestros?

El brazo del coronel Vinh Trinh aún estaba rígido, el martillo de la 38 de Kurtz todavía hacia atrás. El cañón, a pocos centímetros de la cabeza de Rigby, apenas tembló unos milímetros.

Kurtz no dijo nada.

—Por ejemplo, ¿cuánto valdría para usted que le perdonáramos la vida a la señorita King? —lo interrogó el viejo.

Kurtz se quedó callado.

—¿No significa nada para usted? —insistió el mayor—. Sin embargo, de niños eran compañeros del orfanato. Estuvieron juntos en el ejército. Seguramente se debe haber creado algún vínculo, señor Kurtz.

Kurtz sonrió.

—Si posee mis archivos militares —dijo—, examínelos con mayor cuidado. Esta zorra fue una de las razones por las que fui juzgado en consejo de guerra.

El mayor Michael O’Toole asintió.

—Sí, ese hecho se encuentra en sus registros. Pero resulta que no perdió honores al licenciarse, sargento Kurtz. Los cargos parecieron ser retirados. ¿Tal vez usted y ella se han… reconciliado? —Mostró su blanca dentadura.

—No se trata de ella o yo —dijo Kurtz—. ¿Qué quiere?

O’Toole le hizo un gesto con la cabeza a Trinh, que bajó el martillo, dio un paso atrás y se guardó la pistola de Kurtz en el cinturón. El hombre tenía el vientre más plano que una tabla.

—Tenemos que reunirnos, sus amos y yo —le comunicó el mayor hablando de una manera clara y concisa, seguramente perfeccionada en miles de reuniones—. Esta guerra está siendo ya demasiado costosa para ambas partes.

Rigby miró a Kurtz como si quisiera saber si algo de aquello tenía sentido para él. La cara de Kurtz no reveló nada.

—¿Cuándo? —dijo Kurtz.

—Mañana. A mediodía. Han de venir Gonzaga y la hija de Farino. Cada uno podrá traer a un guardaespaldas, pero todo el mundo será desarmado antes de la reunión.

—¿Dónde?

—En esta ciudad —dijo el anciano, extendiendo el brazo derecho hacia la parte visible de Neola en el valle al noroeste. Una vez desvanecida la luz del sol, todo color había desaparecido de los árboles y los torreones parecían ahora tristes y grises chimeneas en lugar de las típicas construcciones de Nueva Inglaterra.

—Tiene que ser en Neola. El sheriff Gerey aquí presente… —El mayor señaló con la cabeza hacia el sheriff, que no cambió su expresión de sabueso ni parpadeó—. Él se encargará de la seguridad de todos nosotros y nos ofrecerá un espacio para la reunión. ¿Todavía conserva esa sala de conferencias tan segura en la parte posterior de la estación, sheriff?

—Sí.

—Ahí lo tiene —dijo el mayor—. ¿Alguna pregunta?

—Dejará que volvamos los dos, ¿verdad? —dijo Kurtz.

El mayor miró al coronel Vinh Trinh, luego a Rigby y finalmente a Kurtz antes de sonreír.

—Negativo, señor Kurtz. La detective King permanecerá con nosotros como nuestra invitada hasta después de la conferencia.

—¿Por qué?

—Para asegurarnos de que usted hará todo lo que pueda para convencer a sus jefes de que estén en la oficina del sheriff en Neola mañana al mediodía, señor Kurtz.

—¿O qué?

Las cejas negras del anciano se levantaron hacia su cabellera rapada color acero.

—¿O qué? Coronel Trinh, ¿le importaría demostrarle el «¿o qué?» al señor Kurtz?

Sin pestañear, Trinh sacó la 38 de su cinturón y le disparó a Rigby en la parte superior de la pierna. Cayó pesadamente, con los brazos aún esposados a la espalda, y se golpeó la cabeza en el suelo de piedra. Uno de los guardaespaldas vietnamitas se arrodilló, se quitó el cinturón y le realizó un improvisado torniquete.

Kurtz no se había movido ni lo hizo ya. Se aseguró de que su cara no mostrara ninguna preocupación.

—¿Le explica eso el «¿o qué?», señor Kurtz? —dijo el mayor.

—Me parece un problema innecesario para usted —comentó Kurtz con calma—. Si me mata a mí nadie lo va a notar. Si la mata a ella… —Señaló con la cabeza hacia donde estaba tendida Rigby, con la cara sudorosa, los ojos muy abiertos pero la boca cerrada—. Si la mata, tendrá a todo el Departamento de Policía de Búfalo en su culo.

—Oh, no, señor Kurtz —dijo el mayor—. No vamos a matar a la detective King si usted fracasa en su misión de mañana al mediodía. Va a matarla usted. En Búfalo. Probablemente en ese hotelucho abandonado al que llama hogar. Una pelea de enamorados, tal vez.

Kurtz miró la 38, todavía en la mano de Trinh.

—No habría residuos —dijo.

—¿Residuos del disparo del arma? —dijo el mayor—. ¿En las manos y la ropa? Los habrá, señor Kurtz. Los habrá. —El viejo asintió de nuevo y dos de los jóvenes cogieron a Rigby, la levantaron (gimió una sola vez) y la llevaron a la casa.

El comandante miró su reloj digital, grande y caro.

—Pasan ya de las dos de la tarde. Querrá irse. Hay un largo viaje de regreso a Búfalo y parece que va a llover. —El coronel Trinh se guardó la 38 en el cinturón, pero sacó una Glock 9 mm de una funda a su espalda. Dos guardaespaldas levantaron sus M-16.

Kurtz miró hacia el camino de entrada que conducía al norte de la casa.

—No, señor Kurtz, el camino más fácil para salir es este. —El mayor señaló con la cabeza hacia la escalera casi vertical en la pared del acantilado. Kurtz dio un paso hacia el borde, muy consciente de la presencia de dos hombres detrás de él que podrían tirarle de un empujón si lo deseaban, y miró hacia abajo.

No era tanto una escalera como un zigurat descendente de cemento. Los escalones eran de gran tamaño (cada uno de al menos medio metro o setenta centímetros) y esculpidos en la roca casi sin pulir. Muy por debajo, al menos a ochenta o cien metros y la mitad de esa cifra en toscos escalones, la escalinata acababa en el negro asfalto de la calzada curva.

—Estará bromeando —dijo Kurtz.

—Yo nunca bromeo —sentenció el mayor Michael O’Toole.

Kurtz suspiró y levantó los brazos para que alguien le cortara las esposas de plástico.

—Tal vez luego —dijo el mayor—. El sheriff Gerey se reunirá con usted abajo. —El anciano en la silla volvió a asentir y alguien le dio un fuerte empujón a Kurtz desde atrás.

Casi le hizo caer de cabeza hacia delante. Se tambaleó y solo logró impedir caerse al saltar desde la terraza al primer estrecho escalón. El impacto sorprendió a su columna vertebral y estuvo a punto de precipitarle al vacío. Se volvió a tambalear, tanto que se vio obligado a levantar los brazos esposados para mantener el equilibrio.

—Dígale al señor Gonzaga y a la señorita Ferrara que estén mañana en la oficina del sheriff Gerey justo al mediodía —le ordenó el mayor—. Un minuto tarde y se sucederán varias consecuencias graves, la desaparición de la detective King será la menos importante de ellas.

El hombre enchaquetado empujó la silla de ruedas de vuelta a la casa a través de las grandes puertas. El coronel Trinh y cuatro de los vietnamitas, rifles en mano, se situaron en el borde de la terraza y vieron descender a Kurtz.

Al principio pensó que sería fácil. Si los tipos de arriba no le disparaban, claro, lo cual aún le parecía muy posible. O si no tropezaba y caía al vacío con las manos esposadas a la espalda, que resultaba más probable a cada paso.

Pero al principio parecía fácil, sí. La distancia era de ochenta o cien metros, era difícil de determinar en este horrible ángulo. Las losas casi verticales del zigurat se separaban medio metro unas de otras, si bien superaban la altura de la rodilla de Kurtz, por lo que supuso que cada escalón tendría una anchura de setenta u ochenta centímetros de cemento. Si hacía equilibrios en el borde de cada uno y daba una especie de salto hacia el siguiente con las manos en la espalda pero extendidas para guardar el equilibrio, no debería de ser un problema. Pan comido, como se solía decir. Tirado.

Salvo por el hecho de que, después de nueve o diez caídas, a solo quince o veinte metros para el final, los impactos habían afectado ya demasiado a su columna vertebral, las rodillas le dolían y el dolor le martilleaba al rojo vivo en el cráneo.

Kurtz se alegró de que le hubieran sacado todo de los bolsillos y le quitaran las gafas de Ray Charles de la cara cuando lo esposaron, si no ya habría salido todo volando. Sería una putada, pensó Kurtz, tener que recoger todas esas cosas con los dientes. Y Daddy Bruce se pondría furioso si volvía sin las gafas de sol de Ray Charles. Se paró al borde del décimo o undécimo escalón y se dejó caer.

La fuerza del choque recorrió su columna vertebral y estalló como fuegos artificiales dentro de su cabeza. La visión se le puso borrosa.

Todavía no. Todavía no. Haría un trato con este dolor de cabeza de mierda: podría hacerle vomitar o incluso desmayarse una vez estuviera abajo, o incluso en cualquiera de los tres últimos escalones. Pero aquí no. Aquí no.

Otros tres escalones. Trató de caminar los meros setenta centímetros o menos. Era mucho mejor. Pero el dolor todavía le recorría la espalda hasta el cráneo y escapaba por la grieta en el lado derecho de su cráneo cada vez que posaba una pierna o un pie. Era muy difícil mantener el equilibrio con los brazos atados a la espalda. Hacía mucho tiempo que las esposas de plástico demasiado apretadas le habían cortado la circulación de las muñecas y las manos, y ahora sentía entumecidos los antebrazos. Un acceso de dolor le subía como un hormigueo, igual que unas criaturas del bosque huyendo de un incendio forestal.

¿Qué? Mantén la concentración, Joe. Se detuvo en la estrecha plataforma de hormigón, con los dedos de los pies colgando de ella, jadeante. No podía limpiarse o frotarse el sudor de los ojos. Levantó la mirada hacia los escalones del zigurat, a las formas oscuras que le observaban.

El mayor no estaba allí, pero sí el coronel Trinh. No sonreía. Los otros vietnamitas sí. Estaban disfrutando de aquello, probablemente apostando sobre cuánto tardaría en caerse.

Trinh también parecía estar disfrutando, aunque demasiado para sonreír.

Mantén la concentración. El acantilado a ambos lados de los escalones era de piedra caliza resbalosa mezclada con algo de granito, formando así un empinado batiburrillo de losas y suciedad acompañado de algunos líquenes, plantas bajas y el ocasional matorral de roble. Descender los escalones sería un suicidio incluso si tuviera las manos libres y le fluyera bien la circulación. Un escalador de montañas encontraría dificultades para hacer frente a aquella pendiente resbaladiza.

Kurtz saltó un escalón más, esperó a que los fuegos artificiales dejaran de explotar detrás de sus ojos y saltó otro.

No creo que el doctor Singh recomiende esto como terapia para la conmoción.

¿Quién es el doctor Singh?, se preguntó Kurtz tontamente. Era interesante ver cómo el dolor de cabeza fluía como una tabla de surf entre las olas, sin parar, sin detenerse, solo aumentando y decreciendo para luego estrellarse.

Se dejó caer otro escalón, se tambaleó, se recompuso, se acercó al borde y se lanzó al siguiente. ¿Era su imaginación o las partes horizontales de cada escalón se iban volviendo cada vez más estrechas? La parte posterior de los talones topaba con la pared cuando trataba de poner los pies completamente en el suelo, incluso le colgaban un poco hacia fuera. Kurtz había comenzado el día feliz de llevar zapatillas de deporte, pero ahora le hubiera gustado poder calzar sus viejas botas de combate. Tenía astillados los tobillos. Los talones le sangraban.

Se dejó caer de nuevo. Una vez más. Le picaban los ojos del sudor y la quemazón era un contrapunto al dolor real.

No puede ser peor… decía un verso de una vieja canción del ejército. Kurtz no lo creía, por supuesto. Si la vida le había enseñado una cosa, era que las situaciones siempre podían ir a peor.

Comenzó a llover con fuerza.

El cabello se le enmarañó de inmediato. Probó el sabor de la lluvia y se dio cuenta de que la sangre de la herida del cuero cabelludo se mezclaba ya con ella. No podía quitarse el agua de los ojos y las pestañas solo parpadeando, por lo que se detuvo en un escalón. No sabía si estaba a mitad, a dos terceras partes o a una cuarta parte del camino hacia abajo. Le dolía demasiado la cabeza y el cuello para estirarlo y volver a mirar. Y tampoco quería hacerlo.

Siempre puede empeorar.

Un rayo cayó tan cerca que lo dejó cegado. El trueno casi le hizo caer. El mundo se llenó de olor a ozono. El pelo mojado y sanguinolento trató de erizarse en su cabeza al tiempo que la ladera en torno a él brillaba blanca por la explosión.

Kurtz se sentó, con las piernas colgando en el aire. Jadeaba desorientado, tan mareado que dudaba de que pudiera levantarse de nuevo y no volverse a caer.

La lluvia le golpeaba igual que unas manos que le azotaran los hombros y el cuello. Hacía frío; cayó granizo y le lastimó la cabeza. Frío como el granizo, pensó de nuevo, intentándolo con un acento de Texas. Todo hacía que le doliera la cabeza. ¿Por qué coño no apuntó mejor ese chico yemení y acabó con todo de una vez? Solo que no había sido el chico de Yemen, ¿verdad? Para entonces ya le había dado. Le disparó otra persona, estaba seguro. El otro tipo que había llevado al chico yemení para matar a… ¿a quién? A Peg O’Toole, pensó. A la guapa Peg O’Toole, quien un año antes había arriesgado su trabajo como agente de la condicional para dar la cara por él. Qué demonios, para salvar su vida, cuando un detective en la nómina de Farino le había hecho una encerrona para meterle de nuevo en la cárcel del condado por un cargo falso. Allí, la mezquita del bloque D y un centenar de otros tipos estaban dispuestos a reclamar la recompensa por su cabeza… Concéntrate, Joe.

No se puede poner peor…

La lluvia caía como un torrente y se estaban formando un montón de arroyuelos en la ladera, pero sobre todo descargaba sobre los escalones del zigurat. El agua le bajaba por los huesos del hombro y el trasero, amenazando con hacerle resbalar.

Si me levanto, estoy jodido. Si sigo aquí sentado, estoy jodido.

Kurtz se puso de pie. El agua corría alrededor y entre sus piernas, formando un géiser casi cómico ante el que Kurtz resistió el impulso de echarse a reír.

Bajó otro escalón. Sus brazos eran completamente ajenos a cualquier sensación, se limitaban a ser dos largos palos que transportaba colina abajo como si fueran troncos de leña.

Se dejó caer otro peldaño. Y luego otro. Se resistió a la tentación de sentarse otra vez y dejar que la cascada le llevara. Tal vez acabaría la bajada como esos tipos de las películas, que saltaban trescientos metros de acantilado y luego montaban los rápidos para alejarse del enemigo, que disparaba inútilmente contra ellos… Concéntrate, Joe.

La van a matar de todos modos. A Rigby. No importa lo que haga o deje de hacer. Van a matarla con mi arma y me echarán a mí la culpa. Si la bala le ha rozado un poco la arteria, puede que ya esté muerta. Las heridas en la pierna duelen como el demonio, hasta que al final te vuelves frío e insensible.

Parpadeó agua y sangre. Le era difícil ver el borde de los escalones, ya que cada uno era una minicatarata del Niágara. El cemento era invisible bajo el agua que se arremolinaba sobre él.

Malcolm Kibunte era el nombre del narcotraficante y asesino que había colgado del borde de las cataratas del Niágara una noche de invierno poco menos de un año atrás. Le estaba haciendo un par de preguntas, era el líder de una banda de criminales. Kurtz sostenía al hombre con una cuerda; Kibunte pensaba que su mejor oportunidad para sobrevivir sería soltarse de ella y nadar junto al borde de la cascada más potente de Norteamérica.

Ríete de él ahora si puedes, pensó Kurtz. Sobrepasó el borde de la cascada, se lanzó al siguiente escalón y luchó contra el dolor para permanecer consciente. Se tambaleó en la estrecha extensión de cemento, mantuvo el equilibrio a pesar del agua y descendió de nuevo.

Otra vez.

Otra vez.

Otra vez.

Finalmente cayó. El suelo parecía moverse bajo sus pies; Kurtz se precipitó hacia adelante, incapaz de encontrar el siguiente peldaño o echarse hacia atrás.

Así que en vez de hacer aquello saltó. Saltó al vacío, levantando las piernas tanto como pudo. Se alejó de la cascada, hacia la lluvia. Joe Kurtz saltó con la boca contraída en un grito silencioso.

Al pisar tierra firme su cuerpo se proyectó hacia adelante. Giró apenas a tiempo para evitar romperse la cara sobre el asfalto mojado. Lo que sí se golpeó fue el hombro, que envió un rayo de dolor al lado derecho de su cabeza.

Parpadeó. Se retorció bocabajo en la calzada y miró hacia atrás. Estaba en el tercer o cuarto escalón cuando se lanzó; la escalera del zigurat era casi imperceptible bajo la cascada de agua. La lluvia seguía cayendo con fuerza y el agua fluía alrededor de sus zapatillas rotas y le empujaba el cuerpo hacia el asfalto.

—Levántate —le ordenó el sheriff Gerey.

Kurtz lo intentó.

—Coge de un brazo, Smitty —dijo el sheriff.

Los dos tipos agarraron los insensibles brazos de Kurtz, lo pusieron en pie y casi lo arrastraron hacia el coche del sheriff, aparcado allí. Su ayudante abrió la puerta trasera.

—Cuidado con la cabeza —le advirtió el sheriff, y luego se la empujó hacia abajo con aquel movimiento que todos habían aprendido en la escuela de policía pero también habían visto en muchas películas y programas de televisión. Los dedos del hombre sobre el sangrante y maltratado cráneo de Kurtz dolían como mil demonios, tanto que le dieron ganas de vomitar, pero se resistió a la tentación. Sabía por experiencia que pocas cosas animaban más a un policía a usar su porra en los riñones de alguien que un vómito en el asiento trasero de su coche.

—Cuidado con la cabeza —repitió el ayudante, y Kurtz se echó a reír por fin cuando lo metieron en la parte trasera del coche patrulla.