29

El parque de atracciones era mucho más grande de lo que Kurtz había imaginado. Cubría cuatro o cinco acres de tierra nivelada, una especie de estante liso sobre la escarpada falda a doscientos metros bajo la ceja de la colina boscosa. El terreno del parque de atracciones fue probablemente nivelado o extendido desde la pendiente original usando excavadoras u otro tipo de maquinaria pesada pero, tras décadas de abandono, ahora era imposible de determinar desde dónde ya que los árboles habían crecido tanto.

Kurtz y Rigby se aproximaron con cautela, con las manos derechas prestas para acudir a sus respectivas armas, pero el lugar estaba vacío; sonidos de pájaros e insectos, quedos pero todavía presentes en aquel día tardío de octubre, sugerían que no había ningún humano merodeando los alrededores.

Situado en lo que una vez fue una especie de avenida central, Kurtz divisaba la enorme noria a apenas cincuenta metros, oxidada, con la pintura desconchada, sin apenas bombillas en los puntales y travesaños, solo con cuatro vagones en su endeble circunferencia. Había también un pabellón cubierto de coches de choque, algunas taquillas tumbadas en cuyo interior habían crecido arbustos y pequeños árboles, un carrusel con todos los coches con capota arrancados de la pista y dispersos entre las malas hierbas circundantes y una fila de cabinas vacías y rotas que podrían haber albergado casetas de tiro u otros juegos de feria similares.

—¿Es este el lugar que viste en las fotografías de Peg O’Toole? —preguntó Rigby.

Kurtz asintió.

Caminaron a lo largo de la plataforma cubierta de tierra, entre los árboles más altos, haciendo una pausa aquí y allá. Pasaron frente a una casa de la risa en ruinas, con la fachada de madera contrachapada rota y la pintura chillona descolorida como la de un antiguo fresco italiano. Luego junto a un hermoso carrusel, o tiovivo, Kurtz no recordaba en qué dirección iba cada cual, si bien estos caballos, camellos y jirafas destrozados habían girado como lo hacen los carruseles, es decir, en contra de las agujas del reloj, en sus tiempos de gloria.

—Qué pena —dijo Rigby al tiempo que tocaba la cara destrozada de uno de los caballos pintados. Habían sido tallados a mano en madera, aunque las cabezas estaban huecas. Los vándalos habían destruido los rostros de los animales, roto las patas, arrancado los cuerpos de los palos y tirado los restos en la hierba, que desde entonces había crecido alrededor y entre ellos.

Pasaron por delante del pabellón de coches de choque. La cubierta plana se había caído y el una vez blanco suelo estaba cubierto de charcos y yeso. La mayoría de los pesados coches habían sido remolcados y arrojados aquí y allá, algunos pendiente abajo. Uno incluso colgaba de las ramas bajas de un árbol. Kurtz distinguió el número nueve del logo de Nube Nueve grabado con pintura dorada en algunos de los vehículos oxidados. Uno de los coches tumbados concordaba con el recuerdo de la foto que le mostró la agente de la condicional O’Toole, pese a que las malas hierbas eran más numerosas y los árboles parecían más altos de lo que recordaba de la fotografía.

—Bueno —dijo Kurtz cuando se detuvo junto a la noria—, los antiguos artículos de periódico decían que el mayor construyó este lugar para mantener ocupada a la juventud de Neola. Parece ser que han estado bastante ocupados durante las últimas décadas, aunque no creo que el vandalismo fuera lo que el viejo tenía en mente.

Rigby no estaba escuchando.

—Mira —dijo—. Alguien ha sustituido el motor de gas que acciona la noria. Y esas cadenas y poleas son nuevas.

—Me he dado cuenta —dijo Kurtz—. El motor en el centro del carrusel también ha sido renovado. ¿Y reparaste en las nuevas bombillas de la noria?

Rigby caminó alrededor de la base de la noria.

—Es extraño. La mayoría de ellas están rotas o faltan, pero parece que alguien las está reemplazando… ¿cuántas pueden ser? ¿Una de cada diez luces?

—Y hay nuevos cables eléctricos entre las malas hierbas —observó Kurtz, y señaló una zona llana del terreno en la que se distinguían varias construcciones destartaladas, a unos treinta metros de la avenida central—. Creo que todos se extienden en aquella dirección.

Siguieron el grueso cable eléctrico desde la noria al complejo derruido de la casa de la risa. Rigby señaló varios lugares donde el cable nuevo había sido cubierto de musgo o barro para ocultarlo.

En la parte trasera de la desastrada casa de la risa, escondida bajo las fachadas derrumbadas y los árboles de la parte de atrás, alguien había construido una chabola de leña. Los laterales estaban sin terminar, pero el tejado estaba cubierto y un plástico lo protegía de la lluvia. La parte superior de la fachada de la casa de la risa se había arqueado hacia atrás, y una enorme e invertida cara de payaso pendía sobre la chabola y casi besaba el pequeño porche. En aquel mismo porche, cubierto por un plástico sujeto con fuerza usando cuerdas de escalada, había un enorme generador eléctrico a gasolina, totalmente nuevo. Varios bidones de combustible se alineaban cerca.

Rigby examinó la chabola y señaló varias cajas de herramientas cubiertas. Levantó una gran pistola de clavos amarilla, de esas portátiles, con su enorme cargador de clavos.

—¿Crees que funciona? —preguntó sosteniendo la pesada cosa en sus pálidas manos.

—Solo hay una manera de averiguarlo —dijo Kurtz.

Rigby apuntó a la chabola y apretó el gatillo.

El clavo de doce centímetros atravesó el revestimiento de plástico y penetró en la pared de madera contrachapada, tres metros adentro.

—Funciona —confirmó Rigby.

Pasaron algún tiempo en la chabola, sin encontrar nada personal aparte de un mohoso camastro sin sábanas en la parte de atrás, y luego dieron un paseo colina abajo hacia el centro de la avenida central, llena de hierbajos.

—El artículo que encontró Arlene mencionaba la presencia de una pequeña locomotora en alguna parte de aquí arriba —recordó Kurtz.

—La encontraremos después —dijo Rigby, y se dejó caer en un frondoso parche de hierba, cerca del carrusel, justo donde la colina comenzaba de nuevo a ascender, y dio unos golpecitos en el suelo a su lado—. Siéntate un momento, Joe.

Se sentó a metro y medio de ella y contempló a través de los árboles la panorámica del río Allegheny y la ciudad de Neola, a kilómetro y medio bajo ellos, al norte. El follaje de los árboles que moteaban las colinas que rodeaban la comunidad y el par de torreones blancos de iglesia que despuntaban entre sus construcciones otorgaban a Neola el aspecto de una pintoresca aldea de Nueva Inglaterra más que el de una típica ciudad industrial del oeste de Nueva York.

—Hablemos un minuto —dijo Rigby.

—De acuerdo —convino Kurtz—. Cuéntame por qué la DEA, el FBI, la AFT y otras agencias han sospechado del mayor y de SEATCO y de su implicación en un círculo de heroína durante años y el mayor sigue siendo un hombre libre y Neola parece estar floreciendo con el dinero del negocio de la heroína. ¿Por qué todas esas siglas no han entrado en este lugar como un elefante en una cacharrería?

—No me refería a eso.

—Contesta a la pregunta, Rig.

Desvió la mirada hacia la panorámica de la ciudad.

—No lo sé, Joe. Paul no me lo contó todo sobre el informe de la DEA.

—Pero crees que Kemper lo sabe.

—Tal vez.

Kurtz sacudió la cabeza.

—¿Qué demonios aparta a las fuerzas de la ley de un círculo de heroína, por Dios bendito? —Volvió a mirar a Rigby King—. ¿Algo relacionado con la seguridad nacional?

El sol se había asomado y ahora iluminaba aquella parte de la colina, de tal manera que el césped, aún verde, destacaba sobre el soso fondo otoñal con un color vibrante. Rigby se quitó la chaqueta de pana, a pesar de la fría brisa que soplaba. Sus pezones eran visibles incluso a través de la gruesa tela rosa de su camisa oxford.

—No lo sé, Joe. Creo que los federales y los demás llevan portándose bien con el mayor desde bastante antes del 11-S. ¿Podemos hablar sobre lo que quiero hablar?

Kurtz volvió a apartar la vista de ella, observando Neola a través de las gafas de Ray Charles; ahora relucía blanca entre los rayos oscilantes de la luz de octubre.

—¿La CIA? —dijo—. ¿Una especie de mierda quid pro quo entre ellos y la red del mayor? Los artículos de Arlene decían que SEATCO tenía negocios en Siria y lugares así, además de Vietnam, Camboya, Tailandia…

—Joe —dijo Rigby, y se incorporó hacia él, le cogió de la parte superior del brazo y se la apretó, provocándole un intenso dolor.

Kurtz la miró.

—Escúchame, Joe. Por favor.

Kurtz le quitó los dedos del brazo.

—¿Qué?

—Me importa una mierda SEATCO, el mayor y todo esto. Me importas tú.

Kurtz la miró. Todavía le sostenía la muñeca. La soltó.

—Estás perdido, Joe. —Los ojos marrones de Rigby parecían más oscuros de lo habitual.

—¿De qué estás hablando?

—Hablo de ti. Estás perdido. Tal vez te perdiste en Attica. Tal vez antes, pero lo dudo, no con Sam en tu vida. Es probable que cuando la mataron…

—Rigby —dijo Kurtz con frialdad—, tal vez será mejor que te calles.

Sacudió la cabeza.

—Sé por qué estás aquí, Joe. —Apuntó con la cabeza hacia la noria, los hierbajos, los árboles y las fluctuantes nubes. Los rayos de sol seguían cayendo sobre ellos, pero las sombras se movían con rapidez hacia arriba, rodeando la colina—. Crees que la agente de la condicional, esa O’Toole, era tu cliente. Te mostró las fotografías de este lugar. Te preguntó si sabías lo que era. Actúas como si te hubiera contratado, Joe. No solo tratas de resolver su tiroteo, al fin y al cabo también es el tuyo, sino de resolverlo todo.

—No sabes de qué estás hablando. —Kurtz se alejó medio metro de ella en el blando césped. El viento azotaba una pieza suelta de madera de la casa de la risa tras ellos, colina arriba.

—Sabes que sí, Joe. Es lo único que te queda. El trabajo. Los casos que te obligas a resolver, incluso si te ofreces a una sabandija mafiosa para poder trabajar. O a esa puta de Farino. Es mejor que nada, porque es tu única alternativa ahora mismo… o trabajo o nada. Nada de sentimientos. No hay pasado, no hay amor. No hay esperanza. Nada.

Kurtz se puso en pie.

—¿Cobras por horas?

Rigby le cogió de la muñeca y lo miró desde abajo.

—Échate aquí conmigo, Joe. Hazme el amor a la luz del sol.

Kurtz no dijo nada, pero recordó a la Rigby de diecisiete años desnuda encima de él, cabalgándolo en la tenue luz del balcón del coro con Bach resonando desde el enorme órgano de tubo de la oscura basílica. Recordó el exquisito dolor que sintió en su pecho aquella noche y cómo, años después, se preguntó si aquella emoción tan fuerte fue amor o solo lujuria.

—Joe… —Le apretó la muñeca. Él se puso de rodillas en la hierba.

Rigby usó su mano libre para comenzar a desabotonarse la camisa al tiempo que se echaba hacia atrás. Su pelo corto y oscuro destacaba con las puntas hacia fuera entre el suave césped.

—Hazme el amor —susurró—, y deja que todo vuelva a entrar. Yo. El mundo. Tu hija…

Kurtz se puso en pie bruscamente y se liberó del agarre de ella.

—Hay una vía de tren cerca de aquí, en alguna parte —dijo—. Voy a buscarla. —Dejó atrás a Rigby y comenzó a subir la pendiente.

Lo alcanzó antes de que llegara a la cima de la montaña. Ninguno de los dos dijo nada. Rigby tenía las mejillas sonrosadas y hierba en la chaqueta de pana.

Las vías del tren en miniatura, de no más de un metro de ancho, se hallaban justo bajo la cumbre. Los árboles talados seis metros a cada lado de la vía nunca volvieron a crecer. La grava bajo las traviesas parecía reciente.

Kurtz siguió la ruta hacia el norte por la colina.

—Los raíles no están oxidados —observó—. Están casi pulidos. Las picas que faltan se han sustituido y ha vuelto a asentarse el lecho. Esta pequeña línea se ha utilizado. Y hace poco.

Rigby caminaba diez traviesas por detrás de él. No dijo nada.

Cruzaron un pequeño bastidor construido sobre un arroyo, luego siguieron la vía hasta la cúspide de la colina, donde salieron del bosque y continuaron dirección norte-nordeste.

Los árboles terminaban a cuatrocientos metros de donde empezaron a andar. Allí la hierba era alta, oscura y frágil. Cuando las nubes volvieron a cubrir el sol, la enérgica brisa lo sacudió con fuerza. Las vías del tren en miniatura bajaban por una cresta y luego ascendían por otra colina sin árboles hacia una enorme casa, visible a kilómetro y medio de distancia.

Kurtz comenzó la bajada.

—Joe, no creo que… —comenzó Rigby.

El rugido ensordecedor de un enorme helicóptero Huey, una antigualla de la guerra de Vietnam, ahogó su voz por completo. El vehículo llegó volando bajo procedente de los árboles de los que acababan de emerger. Se distinguían hombres a ambos lados de la gran máquina, que se volcó un poco a un lado al tiempo que sus rotores de quince metros inundaban la cumbre de la montaña con el calor de su batida.

Kurtz comenzó a correr hacia los árboles, aceptó que nunca lo conseguiría y se puso de rodillas al tiempo que sacaba la 38 de su funda.

Una ametralladora abrió fuego desde el lateral del Huey y cosió una puntada de balas en el terreno entre Kurtz y Rigby King.

—¡Suelten las armas! ¡Ahora! —surgió una voz amplificada desde el helicóptero.

Arremetió contra ellos con fuerza y a poca altura, vaciló y volvió atrás. Una ametralladora abrió fuego desde la otra abertura y levantó hierba a apenas cuatro metros de Rigby. Arrojaron las armas.

—De rodillas. Las manos detrás de la cabeza. No muevan un músculo.

Kurtz y Rigby obedecieron. La enorme máquina negra se colocó justo encima de ellos y acto seguido aterrizó pesadamente sobre un parche de hierba cercano a las vías, levantando paja, polvo y pasto con una potencia cegadora.