El plan de Kurtz era coger el Pinto, visitar Nube Nueve y volver al centro de Neola antes de que Rigby King acabara su charla con el departamento local del sheriff. Sin embargo, cuando regresó andando al centro la encontró sentada en el coche.
Mierda, pensó.
—Eh, Boo —dijo. Era una vieja broma entre ellos y casi había olvidado su origen, aunque no del todo. Se remontaba a la noche de cine de los viernes en el orfanato del padre Baker.
—Eh, Boo —respondió. No sonaba feliz.
—¿Encontraste algún borracho lenguaraz?
—Sí —dijo Kurtz—. Pensé que te harían falta al menos noventa minutos para romper el hielo con los polis locales.
—Podría haber estado noventa días ahí dentro y no me hubieran dicho nada —lamentó Rigby—. Ni siquiera reconocen que existiera nunca ese maldito parque de atracciones tuyo. Si escuchas al sheriff y a sus oficiales, nunca han oído hablar del mayor O’Toole y apenas saben nada de la compañía que parece cortar el bacalao en el pueblo.
—Lo que significa que todos están en nómina con el mayor —concluyó Kurtz.
Rigby se encogió de hombros.
—Es difícil de creer, pero es lo que parece. A menos que sean cretinos catetos de pueblo demasiado estúpidos y desconfiados para decirle la verdad a un agente de policía de fuera.
—¿Por qué iban a desconfiar de una detective el Departamento de Policía de Búfalo?
—Bueno, a ningún agente de la paz le agradan los listillos que vienen de fuera, aunque yo no soy ningún mierda del FBI tratando de arrebatarles la investigación de un asunto local. Solo les dije la verdad, que estamos haciendo pesquisas sobre el tiroteo de la sobrina de la agente O’Toole en Búfalo y que he venido aquí en mi día libre para conseguir algo de información.
—Pero no tenían de eso —dijo Kurtz.
—Estaban como el culo del perro de un proctólogo.
Kurtz se paró a pensar en aquello durante un momento.
—Entonces —continuó Rigby—, ¿has averiguado dónde está tu Nube Nueve?
—Sí —dijo Kurtz. Trató de idear un modo de convencerla de que le permitiera subir solo mientras ella se quedaba esperando abajo. No se le ocurrió ninguno. Puso el Pinto en marcha y se dispuso a salir de la ciudad.
Acababan de cruzar el río Allegheny, que marcaba el borde sur de la ciudad, cuando sonó el teléfono de Kurtz.
—Sí.
—Joe —era la voz de Arlene—, alguien acaba de entrar en la cuenta de correo de O’Toole usando su ordenador.
—Un segundo —dijo Kurtz. Paró el coche en un arcén y se bajó—. Adelante.
—Alguien se conectó desde su ordenador del centro de justicia.
—¿Estás en la oficina?
—No, en casa, pero he preparado el software para que me copie a las dos máquinas.
—¿Conseguiste la contraseña de O’Toole?
—Claro. Pero quienquiera que se conectó desde su ordenador lo ha hecho con la intención de borrar todos sus correos.
—¿Le dio tiempo a hacerlo?
—No, lo copié todo a mi disco duro antes de que los borrara. Creo que se tomó su tiempo para comprobar primero lo que había.
—Bien —dijo Kurtz—. ¿Por qué el que sea ha usado su ordenador para entrar en el correo si sabía la contraseña? ¿Por qué no entrar y borrar los correos desde su propio equipo?
—No creo que tuviera la contraseña, Joe. Creo que él… bueno, no creo que sea una mujer, ¿verdad? En fin, creo que usó un software para hackear su máquina y se conectó de inmediato.
—Es domingo —dijo Kurtz—. Las oficinas están cerradas. Tiene sentido. ¿Qué pasa con los correos?
—Hacía una copia de seguridad de su trabajo una vez a la semana —dijo Arlene—, y todo son cosas de la condicional, salvo uno dirigido a su novio.
—¿Brian Kennedy?
—Sí, se lo mandó a la cuenta de correo de su compañía de seguridad en Nueva York. La hora de envío es diez minutos antes de tu cita con ella.
—¿Qué decían? El suyo y el de ella.
—Solo salvó su propio correo a un archivo, Joe. ¿Quieres que te envíe una copia por fax?
—Ahora estoy ocupado. —Había dado varios pasos para alejarse del Pinto, y al volver la vista notó que Rigby lo miraba con el ceño fruncido desde el asiento del copiloto—. Léemelo.
—Su correo decía, y lo repito textualmente: «Brian, entiendo tus motivos para pedirme que espere, pero esta tarde voy a investigar esa pista. Si vienes el viernes, como siempre, te lo contaré todo. Con cariño, Peg».
—¿Eso es todo?
—Eso es todo.
—¿Y lo envió antes de que yo me reuniera con ella?
—Diez minutos antes, según el marcador de tiempo.
—Entonces aquel día debió de salir antes del trabajo por algún motivo. ¿No hay nada más de utilidad en ese correo?
—Nada. —Comenzaron a escucharse interferencias. Entonces Arlene dijo—: ¿Quieres que haga algo más hoy, Joe?
—Sí. Busca la dirección y el número de teléfono del anterior director del manicomio de Rochester. Quiero llamarle o hablar con él en persona.
—De acuerdo. ¿Estás en la ciudad? La conexión es muy mala.
—No, estaré en carretera unas pocas horas más. Te llamaré cuando esté de vuelta en la oficina. Buen trabajo.
Guardó el teléfono y volvió tras el volante.
—¿Tu corredor de bolsa? —preguntó Rigby.
—Sí. Cree que debería vender en cuanto el mercado abra mañana. A la mierda todo.
—Siempre es buena idea —dijo la poli.
Condujeron durante un kilómetro y medio, sobrepasando el río antes de girar a la izquierda en una carretera de campo durante otro más. Después torcieron a la derecha en un camino de grava sin señalizar y luego de nuevo a la izquierda para llegar a dos franjas de senda embarrada que ascendían por la colina escarpada.
—¿Estás seguro de saber adónde vas, Joe?
Kurtz se concentró en desplazar el Pinto entre los árboles, virando ocasionalmente por zonas que le regalaban vistas fugaces del valle, el río y la distante ciudad. Finalmente, dio un último giro al sur para llegar al otro lado de la montaña, donde la senda de tierra acababa en una vieja valla que bloqueaba la carretera.
—Fin del camino —dijo Rigby.
—Así lo describió el viejo Adam —dijo Kurtz.
—¿Quién es el viejo Adam?
—No importa. —Kurtz salió del coche, miró colina arriba, donde la carretera continuaba, y comenzó a ascender lentamente por el sendero atestado de malas hierbas.
En la barricada, varios carteles desvaídos anunciaban que era un terreno privado y advertían contra el allanamiento. Se acercó a la parte de atrás del Pinto, sacó del maletero una gruesa mochila de nailon y dejó atrás la barricada.
—Estás de broma —exclamó Rigby desde su posición junto al Pinto—. ¿Joe Kurtz se va de senderismo?
—Quédate en el coche si quieres —dijo Kurtz—. Solo voy a dar una vuelta por aquí para ver si hay algo.
—¿Quedarme y perderme a Joe Kurtz haciendo ejercicio? —dijo Rigby al tiempo que corría colina arriba para alcanzarle—. Ni de coña.
Mierda, pensó Kurtz, y no por primera vez aquel día.
Siguieron el camino de tierra durante unos doscientos metros o así, subiendo la colina, flanqueados por árboles desnudos que se agitaban con el viento, hasta que les detuvo otra valla. Nada de viejas barricadas, esta era de tres metros de altura, de maya de acero, y tenía una reciente fila de alambre cortante encima. Los carteles amarillos de no pasar eran nuevos, de plástico, y advertían de que los propietarios estaban autorizados a usar la fuerza para repeler a los allanadores.
—¿Autorizados por quién? —se preguntó Rigby en voz alta, jadeando ligeramente.
Kurtz sacó un cortafríos de mango corto de su mochila.
—¡Uau! —exclamó la agente—. No me digas que vas a hacer lo que creo que vas a hacer.
Kurtz respondió probando la verja para ver si estaba electrificada y luego cortando un metro de los eslabones. Comenzó el trabajo horizontalmente.
—Maldita sea, Joe. Vas a hacer que nos arresten a los dos. Demonios, debería arrestarte yo. Es posible que hasta vayas armado.
Así era. Todavía tenía la 38 en el cinturón, a la espalda, bajo la chaqueta de cuero.
—Vuelve al coche, Rigby. Serán unos pocos minutos. Solo quiero echar un vistazo a este lugar. Tú misma dijiste que no soy ningún ladrón.
—No —se negó Rigby—. Eres un maldito idiota. No viste al sheriff y a sus chicos. No es una ciudad afable, Joe. No queremos visitar su cárcel.
—No van a arrestar a una poli —dijo Kurtz. Terminó el corte horizontal y dobló la pequeña puerta de grueso alambre hacia dentro. Se resistió a plegarse, pero al final se abrió lo bastante para que pudiera colarse, si lanzaba primero la mochila y se ponía de rodillas.
—¿Arrestarme? —dijo Rigby mientras se agazapaba detrás de él para entrar—. Me preocupa que me disparen. —Sacó la Sig Sauer de 9 mm del cinturón, probó el cargador, se aseguró de que había balas en la recámara y de que el seguro estuviera puesto y devolvió el arma a su funda. Se agachó, entró por la abertura mientras Kurtz le sostenía el alambre desde dentro y se puso de pie a su lado.
—Prométeme que será rápido.
—Lo prometo —dijo Kurtz.
Siguieron al norte por la linde del bosque durante unos cincuenta metros o así, encontraron la carretera de acceso original, ahora llena de hierbajos y bloqueada aquí y allá por árboles caídos, y la siguieron adentrándose aún más en la arboleda.
El dolor de cabeza de Kurtz aumentaba a cada paso e, incluso cuando paraba a descansar, el pulso de dolor le aplastaba a cada latido. El dolor en el cráneo le nublaba la visión y ejercía una presión literal detrás de sus ojos.
—Joe, ¿estás bien?
—¿Qué? —Se giró y miró a Rigby a través del dolor.
—¿Estás bien? Pareces un poco pálido.
—Estoy bien. —Miró a su alrededor. La jodida colina se estaba convirtiendo en una montaña. Los árboles eran una especie de pinos que crecían muy pegados los unos a los otros. Los primeros quince metros o así que se elevaban del suelo tenían aspecto de postes de teléfonos, apenas tenían ramas, y después su masa continuaba ascendiendo hacia el cielo. Las nubes eran bajas y oscuras y parecían desplazarse justo sobre las copas de aquellos árboles. No podía ser más tarde del mediodía, pero ya parecía de noche.
—¡Allí! —gritó Rigby.
Tuvo que seguir la dirección de lo que señalaba su mano para ver a qué se refería.
Sobre los troncos desnudos de los árboles de hoja caduca de la colina, apenas visible a través de las ramas agitadas por el viento, se alzaba el semicírculo de una noria a la que le faltaban la mayoría de los vagones superiores.