Neola está a noventa kilómetros al sur-sudeste de Búfalo, pero la estrecha carretera de dos carriles aminoraba tanto la marcha que condujeron casi durante hora y media antes de ver las primeras señales que indicaban que estaban cerca de la pequeña ciudad. Las nubes se habían afianzado, las colinas se tornaron escarpadas y los valles profundos, el viento de octubre se había levantado con fuerza y los árboles aparecían en su mayoría desnudos. Los pocos coches que pasaron en dirección opuesta llevaban los faros encendidos y, algunos, los limpiaparabrisas en funcionamiento.
Kurtz aparcó el Pinto a un lado de la carretera, en una cornisa de cemento frente a un puesto de fruta abandonado, y salió del coche.
—¿Qué pasa, Joe? —dijo Rigby—. ¿Quieres que conduzca?
Kurtz sacudió la cabeza. Observó el transcurso del tráfico al sur durante varios minutos, en silencio.
—¿Qué pasa? ¿Crees que nos están siguiendo? —dijo Rigby.
—No —dijo Kurtz. La furgoneta de control de plagas se perdió entre el bochorno y la lluvia kilómetros atrás, debió de torcer en alguna parte.
Rigby salió del coche y dio la vuelta al tiempo que encendía un cigarrillo. Le ofreció uno a Kurtz, que sacudió la cabeza.
—Es verdad, dejaste de fumar en Bangkok, ¿verdad? Siempre pensé que fue a causa de la actuación de aquella chica en Chochos Mil.
Kurtz no dijo nada. No estaba lloviendo, pero la autopista estaba mojada y un camión levantó agua y siseó.
—¿Qué vas a hacer con la chica, Joe?
La miró sin expresión.
—¿Qué chica?
—Tu chica —dijo Rigby—. Tuya y de Samantha. La chica de catorce años que vive con la cuñada de tu secretaria. ¿Cómo se llama tu hija? Rachel.
Kurtz la miró fijamente un segundo y luego dio un paso hacia ella. Los instintos de poli de Rigby King reaccionaron a la mirada en sus ojos y su mano se quedó a medio camino de la funda de la pistola de su cadera antes de detenerse. Tuvo que apoyarse en el capó del Pinto para evitar el contacto físico con Kurtz.
—Entra en el coche —dijo. Acto seguido, se apartó de ella.
Veintitrés kilómetros antes de llegar a la frontera de Pensilvania, la autopista 16 pasa por debajo de la interestatal 86 (la autopista Southern Tier, la llamaban aquí) y recorría otros diez kilómetros hasta Neola. Las calles eran absurdamente anchas, más parecidas a las de una ciudad pequeña del oeste, de aquellas que se fundaron cuando la tierra era barata, que a un pueblo del estado de Nueva York. Estaba ubicada en medio de unos altos cerros al norte del río Allegheny. Kurtz se dio cuenta de las variaciones en la ortografía del nombre. El parque estatal Allegany estaba a pocos kilómetros al oeste de su posición, la ciudad de Allegany justo en el camino hacia el oeste, pero el río que marcaba la frontera sur de Neola era el Allegheny. No creía que valiera la pena investigar aquello.
Condujeron doce manzanas por la calle principal, cruzaron el amplio pero poco profundo río, dieron la vuelta antes de que el camino penetrara en las montañas al sur de Pensilvania y volvieron otra vez a la ciudad, tomando dos desvíos para explorar las calles laterales donde la carretera 305 se encontraba con la carretera 16, cerca del centro de la ciudad. Cuando alcanzaron de nuevo la frontera norte de la ciudad, Kurtz dio un giro en redondo en una gasolinera.
—¿Has notado algo?
—Sí —dijo Rigby, sin dejar de observar con cautela a Kurtz, como si temiera que se pusiera violento en cualquier momento—. Había un concesionario Lexus y otro de Mercedes en la avenida principal. No está mal para una ciudad de… ¿qué decía el cartel?
—Veintiún mil cuatrocientos doce —dijo Kurtz.
—Sí. Y hay algo más respecto al viejo centro de la ciudad… —Hizo una pausa.
—No hay tiendas vacías —dijo Kurtz—. Ninguno de los edificios está clausurado. No hay carteles de «Se alquila». Ninguna oficina estatal de empleo ni del paro en los edificios vacíos. —La economía en Búfalo y todo el oeste de Nueva York llevaba sufriendo bastante desde antes de la reciente recesión y los residentes estaban acostumbrados a la defunción de las empresas, los edificios vacíos y las omnipresentes oficinas estatales de desempleo. El centro de Neola parecía próspero y agradable.
—¿En qué diablos consiste aquí la economía? —dijo Rigby.
—Hasta donde yo sé, la Compañía de Comercio del Sudeste Asiático del mayor es la empresa más grande, con cerca de dos mil personas trabajando para ellos —la informó Kurtz—. Pero no solo las antiguas casas victorianas de las calles apartadas de la principal, la Main, daban impresión de bien arregladas, así recién pintadas de colores vivos, además, el parque de caravanas junto al río tenía camionetas F-150 nuevas y Silverados aparcados junto a las casas móviles. Incluso a la gente pobre de Neola parecía estar yéndole bastante bien.
—No se te escapa casi nada —observó Rigby.
Él la miró.
—A ti tampoco. ¿Has visto algún lugar donde podamos tomar un almuerzo tempranero o un tardío desayuno?
—Aquella casa victoriana de lujo llamada La Biblioteca, en la colina anterior al río —dijo Rigby—. Entraban familias con la ropa de la iglesia y señoras con sombrero.
—Estaba pensando en un lugar grasiento donde la gente hable con nosotros —dijo Kurtz—. O un bar.
Rigby suspiró.
—Es domingo, los bares están cerrados. Pero había un restaurante al lado de las vías del tren.
Los lugareños no se agolparon para hablar con ellos, ni siquiera parecieron darse cuenta de su presencia durante su tardío desayuno o tempranero almuerzo, a excepción de algunos niños de una mesa cercana que se quedaron mirando los moratones en los ojos de Kurtz y las vendas de la cabeza y se rieron de él. Sin embargo, el café y la comida le aliviaron el dolor de cabeza y Rigby dejó de mirarle como si le preocupara que estuviera a punto de estrangularla.
—¿Por qué querías venir a Neola en realidad? —preguntó al fin la detective. Se estaba comiendo su almuerzo; Kurtz estaba entregado a un gran desayuno—. ¿Tienes intención de visitar al mayor O’Toole en su casa de aquí? ¿Me quieres cerca para asegurarte de que no se salga de madre? Pertenecía a las Fuerzas Especiales en Vietnam, ya sabes. Puede que tenga casi setenta años y esté en silla de ruedas, pero probablemente podría patearte el culo.
—Ni siquiera sé dónde vive —dijo Kurtz. Y era cierto. No había tenido tiempo de comprobar ese dato.
—Yo sí —dijo Rigby—. Pero no te lo voy a decir, y dudo que cualquiera de esta buena gente lo haga. —Hizo un gesto de cabeza hacia las personas que comían en el ruidoso restaurante y las otras que salían al exterior. El viento soplaba con una ligera lluvia—. Probablemente, la mayoría de ellos obtienen sus nóminas de la compañía del mayor y el coronel, de una manera u otra.
Kurtz se encogió de hombros.
—El mayor no es la razón por la que estoy aquí. Por lo menos no de manera directa. —Le habló sobre la pregunta de Peg O’Toole acerca de los parques de atracciones, le describió las fotografías del parque abandonado en una colina y compartió con ella la información de Arlene sobre Nube Nueve y el tiroteo del hijo del mayor en la escuela secundaria local, treinta años antes.
—Sí, cuando me enteré de que el chico murió en el incendio del manicomio de Rochester, hice que alguna gente lo investigara —dijo Rigby—. Pensé que podría ser la razón por la que estamos aquí. ¿De verdad cree que el mayor podría hacer que alguien le disparara a su propia sobrina?
Kurtz se volvió a encoger de hombros.
—¿Cuál sería el motivo? —continuó Rigby. Sus ojos marrones se mantuvieron fijos en él, por encima de la taza de café—. ¿Drogas? ¿Heroína?
Kurtz tuvo que esforzarse para no reaccionar, ni siquiera con un parpadeo.
—¿Por qué dices eso? ¿Qué tienen que ver aquí las drogas?
Era el turno de Rigby King para encogerse de hombros. El viejo de la agente de la condicional O’Toole, el policía, fue asesinado en una redada de droga hace unos años, ya lo sabes.
—Sí. ¿Y qué?
—Y la empresa del mayor O’Toole, SEATCO, ha estado bajo sospecha de los federales durante varios años por ser proveedora de heroína en el sur de Nueva York y el oeste de Pensilvania. La DEA y el FBI creen que él y sus viejos amigos vietnamitas han estado enviando algo más que estatuas de Buda y objetos de arte procedentes de Vietnam, Tailandia y Camboya durante los últimos veinticinco años, más o menos.
Bingo, pensó Kurtz. No se podía creer que hubiera encontrado la conexión con tal facilidad. Y no se podía creer que Gonzaga y Farino Ferrara no supieran nada de esto. Le echó un buen vistazo a Rigby.
—¿Por qué me cuentas esto?
Ella sonrió con su sonrisa Cathy Rigby.
—Es información clasificada, Joe. Solo un puñado de nuestra gente en el departamento sabe algo al respecto. Kemper y yo fuimos informados por los federales la semana pasada, a causa de los disparos de O’Toole.
—Razón de más para preguntarte por qué me lo estás diciendo a mí —dijo Kurtz—. ¿De repente estás de mi parte, Rigby?
—A la mierda tu parte —soltó, y dejó la taza de café—. Soy policía, ¿recuerdas? Lo creas o no, quiero resolver el tiroteo de Peg O’Toole tanto como tú. Sobre todo si se vincula con los rumores que hemos oído sobre adictos y consumidores de heroína desapareciendo en Lackawanna y otros lugares.
Una vez más, Kurtz no se inmutó ni permitió que le temblara un solo músculo facial.
—Bueno, por ahora. Solo quiero averiguar si esta Nube Nueve es real o no. ¿Alguna sugerencia?
—Podríamos dar una vuelta por las colinas que rodean la ciudad —propuso Rigby—, buscar montañas rusas, norias o algo que sobresalga por encima de los árboles desnudos.
—Tengo que estar de vuelta en Búfalo esta misma noche —dijo Kurtz. Para recoger a una mujer en la frontera canadiense y preguntarle por qué su novio me disparó—. ¿Tienes alguna sugerencia más inteligente?
—Podríamos ir a la biblioteca; los bibliotecarios de los pueblos pequeños saben de todo.
—Es domingo —dijo Kurtz—. La biblioteca está cerrada.
—Bueno, podría merodear por el departamento de policía o la oficina del sheriff de Neola, sacar mi placa a pasear y decir que sigo una pista para preguntarles acerca de Nube Nueve.
Tanta ayuda estaba levantando las sospechas de Kurtz cada vez más.
—¿Quién seré yo? ¿Tu compañero?
—Tú estarás en otra parte —dijo Rigby. Sacó dinero para pagar la cuenta—. Si vas a la oficina del sheriff local con los ojos de mapache, las gafas de sol y el cuero cabelludo en ese estado, nos arrojarán al calabozo por puros principios.
—Está bien. ¿Quieres que nos reunamos en el coche dentro de una hora?
—Dame noventa minutos —le pidió Rigby—. Tengo que ir a buscar una tienda de dónuts abierta. No se les pide ayuda a los policías locales, ni siquiera una dirección, sin llevarles regalos.
Habían reparado en las señales verdes de la estación de policía, a una manzana al este de la calle principal, y Rigby decidió caminar. Decía que perdería toda su credibilidad si alguien la veía en ese pedazo de basura oxidada que era el Ford que conducía Kurtz. La vio desaparecer en la esquina, con el pelo corto levantado por el fuerte viento del oeste y la chaqueta de pana agitándose en el aire. Abrió el maletero del Pinto. El 38 estaba allí, escondido debajo de la rueda de repuesto, pero no era lo que buscaba. Sacó la botella, aún sellada, de Jack Daniel’s de su escondite y se la guardó en el bolsillo de la chaqueta de cuero. Luego, colocándose bien el cuello para protegerse de las ráfagas de viento, se dirigió a la calle principal en busca de un parque.
Incluso en una ciudad absurdamente próspera como Neola debía existir un lugar donde acudieran los borrachos. Kurtz lo encontró después de unos quince minutos de caminata. Los dos viejos y el chico colocado de pelo largo y grasiento estaban sentados junto al río, en una porción de tierra y pasto alejada de la pista de jogging del parque. Los hombres, concentrados en su botella de vino barato Thunderbird, lo miraron con recelo cuando se detuvo junto al cercano tocón de un árbol. Se formó una película de codicia en sus ojos que anuló la de sospecha en cuanto sacó la botella sellada. La codicia desapareció cuando Kurtz anunció que deseaba hablar y les pasó el whisky. El hombre más viejo, y el único que abrió la boca, se llamaba Adam. El otro se llamaba Jake, según decía Adam. El chico colocado, cuya atención se concentraba en algo situado justo debajo de la copa de los árboles, era evidente que no merecía presentación. Aunque no hablara, a cada pregunta y antes de cada respuesta, el viejo Adam siempre miraba a Jake, que nunca hizo ninguna señal visible, pero que parecía darle permiso o negación telepática a Adam antes de que este continuara.
Kurtz cotilleó durante quince minutos o así. Confirmó el supuesto de Rigby, que todo el mundo en Neola o bien trabajaba para la Compañía de Asia o se beneficiaba de su capital o tenía miedo de alguien que trabajara para ella. También confirmó los detalles del tiroteo de 1977 en la escuela secundaria por el que encerraron al chico de dieciocho años, Sean Michael O’Toole, en el manicomio estatal.
—Ese maldito chico, Sean, era un jodido loco —dijo Adam. Limpió la boca de la botella y se la pasó a Kurtz, que dio un pequeño sorbo, limpió la boca y se la entregó a Jake.
—¿Le conoció?
—Todo el mundo en esta ciudad de mierda le conocía —dijo Adam, tomando la botella de Jake—. El jodido hijo del mayor era como un puto príncipe. El pequeño hijo de puta se cargó a tiros a mi Ellen.
—¿Ellen? —preguntó Kurtz. La investigación de Arlene decía que el chico había ido una mañana a la escuela secundaria con una 30-06 y mató a dos estudiantes, dos chicos, un profesor de gimnasia y un asistente del director.
—La jodida Ellen Stevens —aclaró el anciano arrastrando las palabras—. Mi puta novia. Era la jodida profesora de gimnasia de las chicas. El mejor polvo que he tenido en mi vida.
Kurtz asintió, dio un sorbo al menguante whisky, limpió la boca y se lo entregó de nuevo a Jake. Los ojos del chico colocado tenían un aspecto vidrioso y estaban muy fijos.
—¿Alguien averiguó alguna vez por qué ese Sean Michael O’Toole hizo aquello?
—Porque le dio la gana —dijo Adam—. Porque sabía que era el jodido hijo del puto mayor. Porque siempre se salía con la suya, joder, hasta que Ellen le castigó con una puta detención aquella misma semana porque había hecho un jodido agujero en la pared del vestuario de las chicas y el cabrón espiaba a las alumnas de Ellen. El maldito viejo bastardo del mayor mandaba en Neola desde no sé mierda cuándo, y su hijo de puta no sabía que no podía disparar y matar a cuatro personas de mierda y salirse con la suya ¿Tienes otra jodida botella, Joe?
—No, lo siento.
—Está bien. Tenemos otra botella de esta mierda. —Adam le dedicó su mejor sonrisa, que consistía en tres dientes en la parte superior y dos en la inferior, y sacó la botella de vino Thunderbird de detrás del tronco del árbol.
—¿Qué pasó con el chico, ese Sean Michael? —continuó indagando Kurtz.
Adam dudó y miró a Jake, que ni siquiera parpadeó. Era evidente que Adam había captado el mensaje.
—El jodido psicópata acabó en la casa de locos de Rochester. Dicen que el cabrón la quemó unos años más tarde, pero no me creo una mierda.
—¿No?
—Ni una mierda, no —sonrió Adam, consultando con Jake antes de continuar—. Los niños pequeños de la ciudad lo han visto vagando por el bosque y los jardines por las noches, todo marcado de quemaduras y con una gorra de béisbol de mierda. Jake también lo ha visto.
—¿No me digas? —dijo Kurtz para avivar la conversación. Se volvió expectante hacia Jake, pero el otro viejo se limitó a mirarle sin pestañear, entonces le arrebató a Adam el Thunderbird y le pegó un trago.
Adam volvió la cabeza como si estuviera escuchando a Jake, pero la expresión de Jake era tan gris e inexpresiva como el cielo de octubre.
—Oh, sí —añadió Adam—. Jake me recuerda que los niños de la ciudad solían ver al fantasma de Artful Dodger los días anteriores a Halloween. Era entonces cuando el Dodger devolvía la vida a Nube Nueve, al menos una noche, la víspera de Halloween. Yo nunca lo he visto, pero muchos chicos que he conocido a lo largo de estos últimos años solían contarme que el Dodger regresaba del otro lado con un montón de otros fantasmas y se montaba en todas las atracciones muertas de Nube Nueve por última vez.
—¿El Dodger? ¿Nube Nueve? —Kurtz estaba perplejo.
—Cuando era niño, según mi fallecida Ellen, solían llamar a esa mierda de chico O’Toole, el Artful Dodger —explicó Adam—. Ya sabe, por el puto libro de Charles Dickens. El jodido Oliver Twist.
—El Artful Dodger —repitió Kurtz.
—Joder, sí —dijo Adam—. O a veces simplemente el Dodger, tú sabes, porque siempre llevaba aquella jodida gorra de los Dodgers… no la de Los Ángeles, sino la mierda antigua de Brooklyn.
Kurtz asintió con la cabeza.
—¿Qué era lo que estabas diciendo sobre algo llamado Nube Nueve?
Adam bajó la botella y miró a Jake durante un largo minuto.
—¿Por qué diablos no? ¿Por qué debemos hacerle al puto mayor un favor? —dijo Adam al fin, pero no se dirigía a Kurtz sino al silencioso viejo.
Jake no dijo nada ni hizo ninguna mueca.
Adam se volvió y se encogió de hombros.
—Jake no quiere que lo diga, Joe. Lo siento.
—¿Por qué no?
—Porque Jake sabe que todos los que han subido allá arriba en los últimos veinte jodidos años en busca de esa mierda de Nube Nueve, lo único que han conseguido es que les vuelen el culo de un disparo, y le gustas a Jake.
—Me arriesgaré —declaró Kurtz. Sacó dos billetes de veinte de la cartera.
—Hoy no están abiertas las jodidas tiendas de bebidas —dijo Adam con tristeza.
—Pero apuesto a que sabes de algún otro lugar donde conseguir cosas buenas —dijo Kurtz.
Adam miró a Jake.
—Sí —confesó al fin.
Le contó a Kurtz todo lo referente al parque de atracciones que construyó el mayor en las colinas y le explicó cómo llegar. Le advirtió que se mantuviera alejado hasta que pasara Halloween, después de que los fantasmas de Artful Dodger y sus amigos se montaran por última vez en la noria abandonada, el pequeño tren y los coches de choque.
—Espera hasta mediados de noviembre —dijo el viejo Adam—. El fantasma de Dodger no se aparece demasiado, según los chicos. Y los otros fantasmas solo se reúnen con él el día de Halloween.
Kurtz se levantó para irse.
—¿Sabes por qué solo en Halloween? —preguntó primero.
—Joder, sí que lo sé —dijo el viejo Adam—. Antes, cuando el mayor llevaba Nube Nueve, la noche de Halloween era la última que estaba abierto antes de cerrar durante todo el puto invierno, y la entrada era gratis. Toda la gente de esta ciudad de mierda subía al maldito parque de atracciones, solo esa noche. A veces hacía demasiado frío para montarse en las putas atracciones y el mayor de mierda siempre montaba un gran maldito desfile con el cabrón de su hijo subido en una carroza, la puta comadreja, Artful Dodger montado allá arriba saludando como la puta reina de Inglaterra. Halloween era el cumpleaños del mocoso de mierda.
Kurtz miró para ver si el chico drogado estaba prestando atención y reparó por primera vez en que había desaparecido entre los árboles junto al río. Era como si nunca hubiera estado allí.