Al tiempo que seguía al patético Pinto hacia el sur por la autopista 16, el Dodger repasó todas las razones por las que odiaba los jodidos jueguecitos de espías. No era un espía. No era un jodido investigador privado gilipollas como el idiota al que había estado observando toda la noche y ahora estaba siguiendo. El Dodger sabía muy bien lo que era y lo que hacía bien y cuál era su meta en la vida, la Resurrección, y no tenía nada que ver con seguir a un Pinto destartalado con un hombre desarrapado y una morena de grandes tetas dentro camino del sur, hacia Neola y su cielo agrietado.
Los dos matones de la noche anterior no le supusieron ningún problema. Al tratarse de guardaespaldas, eran arrogantes y poco observadores, allí sentados en el Lincoln Town Car con las puertas sin el seguro echado. El Dodger había abierto la trasera y se había sentado en el asiento con la Beretta de 9 mm ya levantada y el silenciador colocado en el cañón. El Dodger sabía que el hombre llamado Sheffield, el del asiento del copiloto, reaccionaría más deprisa, y así fue; se agachó y buscó su arma en cuanto la puerta se abrió. Sin embargo, el Dodger atravesó el grueso asiento con tres balas que alcanzaron al hombre y, cuando este se echó hacia atrás dolorido, le metió una cuarta en la frente. El conductor permaneció sentado tras el volante, con la boca abierta, mirando estupefacto; el Dodger se podría haber parado a recargar si hubiera querido. No tuvo que hacerlo. La quinta bala alcanzó al corpulento conductor en el ojo derecho, le salió por la nuca e hizo un agujero en el parabrisas. En la calle Chippewa, nadie se dio cuenta de nada.
El Dodger desenroscó el silenciador y deslizó la Beretta en su funda antes de agarrar por el pelo primero a Sheffield y luego al conductor y tirar de ellos hacia el asiento de atrás. Dejó los cuerpos tendidos en el suelo, apoyados en la tapicería de los asientos con las extremidades entrelazadas, y se puso al volante del Lincoln para moverlo una manzana y llevarlo a un callejón oscuro. Volvió andando, acercó el Mazda, tiró los cuerpos en el maletero y acto seguido desplazó el Lincoln Town Car unas pocas manzanas más para aparcarlo cerca de un popular restaurante. Regresó silbando al Mazda, con las manos enguantadas metidas en los bolsillos.
El jefe siempre llamaba a Gonzaga o a la Farino para informarles sobre el golpe y el lugar en el que se encontraban los cuerpos (utilizaba uno de sus distorsionadores electrónicos de voz y los codificadores de ubicación de inteligencia militar) así que el Dodger le comunicó por correo electrónico que el trabajo estaba hecho. Sin embargo, esta noche el jefe tenía otro trabajo para él. Le ordenó que fuera a esperar al detective privado en cuya oficina había estado antes la Farino, pero no a dicha oficina, sino a un lugar llamado Harbor Inn, mucho más lejos, en la zona de fundiciones de la isla. El jefe le envió por correo electrónico la dirección, en la intersección de las calles Ohio y Chicago.
El Dodger no estaba contento con aquella asignación. Estaba cansado. Había sido un día largo que empezó mal con la profesora que no encontró en Orchard Park. Lo que quería en aquel momento era quedar libre para volver a su escondite, dormir toda la noche y transportar los cadáveres la mañana siguiente al lugar de la Resurrección. Pero no, ahora tenía que ir más allá de los barrios negros y pasar la noche… observando. Eso es lo que el jefe había dicho. Solo observar. Ni siquiera cargarse a ese estúpido detective privado.
Así que el Dodger se dirigió al sur a través del estrecho puente de acero, a la isla, pasadas las fundiciones y los barrios negros medio vacíos. Pasó junto a la oscuridad del Harbor Inn, le echó un vistazo y luego estacionó a una manzana y media al sudeste del lugar. Regresó caminando para vigilar desde las sombras de una gasolinera abandonada, a media manzana del antiguo hotel. El hombre (el jefe había dicho que su nombre era Kurtz, como si al Dodger le importara una mierda) apareció en su Pinto oxidado alrededor de una hora más tarde. Había una mujer con él. Al mirar a través de los prismáticos, se dio cuenta de que era la Farino. Parecía estar apuntando a Kurtz con una semiautomática del 45.
El Dodger estuvo a punto de echarse a reír entre las sombras. Mata a los dos guardaespaldas de la don, le roba su coche y ¿qué hace ella? Parece que secuestrar al exdetective privado y criminal al que estuvo visitando en la calle Chippewa.
Los dos entraron por la puerta bloqueada con tablas del hotel abandonado y el Dodger vio luces encenderse en la segunda planta. Con dar dos pasadas con el coche tuvo bastante para analizar el lugar; incluso reparó en las sutiles cámaras de videovigilancia en los lados norte y oeste. Sin embargo, estaba seguro de que podía subir por una de las oxidadas escaleras de incendios o una tubería y entrar a través de las oscuras ventanas sin ser oído ni visto.
Podría llegar incluso a la oscuridad del tercer piso, que según suponía estaba vacío. Este Kurtz parecía el único residente del viejo Harbor Inn. Podría bajar a la segunda planta, donde tres luces destacaban ahora detrás de las cortinas. Fuera lo que fuera lo que hacían la don y Kurtz allí dentro, y el Dodger podía imaginar lo que era, los sorprendería y acabaría con ellos antes de que tuvieran oportunidad de levantar la vista. Luego transportaría los cuerpos a su coche.
El Dodger volvió al Mazda atravesando la calle oscura y lluviosa, y allí descubrió a un adolescente negro intentando abrir la puerta mientras otro forzaba el maletero con una barra de hierro. El maletero cedió primero, el muchacho vio los dos cuerpos.
—Hostia puta —le dio tiempo a decir. El Dodger le disparó en la parte posterior de la cabeza, sin ni siquiera tomarse la molestia de usar el silenciador.
El segundo chico dejó caer su herramienta y corrió como alma que lleva el diablo. Era bastante rápido, como muchos de estos chicos del gueto. El Dodger, al que siempre le había gustado correr, lo era más. Alcanzó al chaval en una calle lateral sin testigos, a menos de dos manzanas de distancia.
El muchacho se revolvió y abrió una navaja.
—Joder, tío, mierda —dijo el chico al tiempo que se agachaba y se ponía en guardia—, tu cara…
El Dodger guardó la pistola en su funda, le arrebató el cuchillo al chico en tres movimientos, le hizo un barrido de piernas y le aplastó la laringe con la bota. Dejó el cuerpo donde estaba, regresó al Mazda (nadie acudió al sonido del disparo) y cargó el cadáver del primer chico en el asiento trasero. No había más espacio en el maletero.
El Dodger condujo las dos manzanas de vuelta a la calle lateral, donde reparó en que el segundo chico todavía respiraba con un traqueteo áspero y sufría algo parecido a convulsiones. Le cortó la garganta con el mismo cuchillo que el negro había dejado caer antes. Arrojó también el cadáver a la parte de atrás (toda aquella sangre inutilizaría el Mazda, pero el Jefe pagaba los vehículos y podía permitirse tal lujo) y condujo de vuelta al estacionamiento cerca de Marina Towers, donde arrojó los cuatro cuerpos a la parte posterior de la camioneta de control de plagas y regresó con ella a las inmediaciones del Harbor Inn.
El Dodger tuvo que utilizar ocho toallitas húmedas de las que tenía en la furgoneta para limpiarse. También guardaba una muda de ropa.
De vuelta a la vigilancia, en la gasolinera vacía, el Dodger le envió un correo electrónico al Jefe, describió la situación en el Harbor Inn y le preguntó si podía dar por terminada su labor de aquella noche. No había necesidad de contarle al Jefe lo de los dos ladrones de coches, serían material extra para la Resurrección.
El jefe le respondió al correo ordenando al Dodger que le telefoneara desde una línea segura. Le hicieron falta quince minutos para encontrar un teléfono público que funcionara. El Jefe se mostró seco, y le dijo al Dodger que durmiera en la furgoneta y tuviera el ojo puesto en el Harbor Inn y siguiera a Kurtz cuando se fuera.
—¿Qué pasa con la Farino?
—Ignórala. Quédate con Kurtz. Llámame cuando se mueva y te diré lo siguiente que debes hacer.
Así que aquí estaba, exhausto después de dormir en el asiento delantero de la furgoneta de control de plagas, con los ojos rojos de intentar vigilar entre cabezadas y oliendo todavía a sangre. Los cuatro cuerpos tapados con telas en la parte de atrás acusaban el rígor mortis. Conducía hacia el sur, destino Neola, Nueva York.
El Dodger se había acostumbrado a recibir órdenes del Jefe, pero eso era así porque el Jefe le daba órdenes que disfrutaba cumpliendo. Esta mierda de juego de espías no le gustaba nada. Si el Jefe no anulaba esta burla de asignación pronto, mataría a Kurtz y a la mujer nueva y los añadiría a la Resurrección. Era mejor disculparse ante el Jefe luego, según había aprendido el Dodger hacía décadas, que pedir permiso para hacer algo que realmente querías hacer.
Y el Dodger quería matar a aquel hombre que le había tenido despierto en el gueto toda la noche.
Pero al aproximarse a Neola llamó al Jefe desde su móvil, como era su deber.
—Señor, no voy a entrar en Neola con ellos, por el amor de Dios —le dijo—. O me deja encargarme ahora de este Kurtz o me permite volver a mis asuntos.
—Ve a hacer lo que tienes que hacer —le ordenó el Jefe.