25

Por la mañana, Kurtz dejó a Angelina Farino Ferrara cerca de Marina Towers y tomó la autopista para dirigirse a Neola, Nueva York, en busca del legendario parque de atracciones del mayor O’Toole: Nube Nueve. Estaba seguro de que la detective Rigby King estaría ocupada hoy, a pesar de que en teoría era su día de descanso. Sin embargo, al llamarla a su teléfono la línea estaba siempre ocupada. En un primer momento decidió ignorar aquello y hacer el viaje a Neola solo, pero la idea de evitar un conflicto armado con Rigby King le animó a desviarse de su camino para pasarse por su casa. Al menos más tarde podría decirle que lo había intentado.

La detective le estaba esperando en la acera, hablando todavía por teléfono. Lo cerró en cuanto el coche se detuvo a su lado. Abrió la maltratada puerta del Pinto y ocupó el asiento del copiloto.

—¿Vienes?

—¿Por qué estás tan sorprendido? —dijo Rigby. Llevaba una chaqueta de pana marrón, una camisa oxford gris y unas zapatillas de correr muy blancas. Si sabías mirar, la funda de la 9 mm era perceptible en su cadera derecha. Tenía un termo en las manos.

Kurtz se encogió de hombros.

—Con los polis de homicidios ya se sabe —dijo él—. Pensé que trabajarías a pesar de todo.

Rigby alzó sus pobladas cejas.

—Oh, ¿te refieres a que pensaste que tal vez me llamarían para investigar el asesinato de tu novia, la señorita Purina Ferrari?

Kurtz se limitó a mirarla sin expresión alguna. Puso el Pinto en marcha y regresó a la autopista.

—¿No sientes curiosidad, Joe? —dijo Rigby. Desenroscó la tapa del termo y vertió un poco de café humeante en ella, con cuidado de no derramarlo cuando el Pinto brincó en los badenes.

—¿Respecto a qué? ¿Me estás diciendo que han asesinado a Angelina Farino Ferrara?

—Estábamos bastante seguros de ello —dijo Rigby dando cuidadosos sorbos y ahuecando el vaso del termo con ambas manos al tiempo que Kurtz subía por la rampa de la autopista Youngman—. Anoche recibimos una llamada anónima informando de un Lincoln Town Car abandonado. La persona que llamó aseguraba que estaba lleno de sangre y vísceras, lo que resultó ser verdad, y cuando los agentes uniformados llegaron a Hemingway’s… conoces esa cafetería, ¿verdad, Joe? Está solo a unas manzanas de tu oficina. Bueno, encontraron un Town Car registrado a nombre de tu señorita Farino Ferrara. Estaba lleno de sangre y vísceras, de acuerdo, pero no había cuerpos. Los polis trataron de contactar con Farino en su ático cerca del lago, pero un tipo que andaba por allí dijo que se había ido y nadie sabía dónde estaba.

Kurtz había seguido la Youngman 290 rodeando por donde se unía a la 90 Sur, cerca del aeropuerto. El Pinto traqueteaba y resollaba pero aguantaba el ritmo del poco tráfico de la mañana de domingo. Había llovido durante gran parte de la noche y la mañana era fría, pero las nubes estaban abriendo y se veía cielo azul al sur. El café de Rigby olía bien. Kurtz deseó haber tenido tiempo para haber ido por uno antes de salir. Tal vez pararía en algún sitio tras pasar East Aurora.

—Entonces ¿está muerta? —preguntó Kurtz al fin.

Rigby lo miró.

—Eso parecía hasta hace treinta minutos. Llegamos a dejar un coche patrulla en Marina Towers, su abogado no nos dejaba subir al ático y todavía no habíamos encontrado un juez que tramitara la orden de registro. Kemper me ha llamado hace un minuto para decirme que la Farino acababa de llegar. No venía en coche, entró andando por el camino de asfalto que recorre el puerto, frente al faro Chinaman.

—Suele salir mucho a correr —apuntó Kurtz.

—Ajá —dijo Rigby—. ¿Toda la noche? ¿Con una especie de minifalda y un top suelto de seda?

—Parece que Kemper se fijó muy bien en los detalles.

—Es parte del oficio de poli —dijo Rigby.

La miró. La autopista estaba casi vacía y la luz solar encendía las faldas de las colinas con un halo otoñal naranja y amarillo.

—¿De qué estás hablando? —dijo.

—Pensé que tal vez tú podrías contármelo, Joe. —Rigby le sonrió con dulzura—. ¿Quieres un poco de café?

—Claro.

—Tal vez haya un restaurante de comida rápida en la salida de East Aurora —dijo—. Pero no lo recuerdo.

La noche anterior había bajado por las escaleras y salido por la puerta del edificio de su oficina, bajo la lluvia, con la 38 en la palma de la mano y la mirada alerta. Si era una jodida trampa preparada por Angelina Farino Ferrara, entonces que pasara lo que tuviera que pasar.

No se produjo ninguna emboscada. La mujer estaba realmente molesta, allí de pie en mitad de la lluvia con la Compact Witness del 45 (que no era precisamente pequeña) en la mano mientras los coches aparcaban y pasaban por la calle Chippewa y los peatones iban camino de los restaurantes de moda, las cafeterías y los bares. De momento, nadie parecía haber reparado en el arma.

—¿Adónde han ido? ¿Dónde está el coche? —dijo Angelina, casi bufando las palabras. Era la primera vez que Kurtz la veía a punto de perder el control.

—¿Cómo demonios voy a saberlo? —protestó Kurtz. Le tocó el codo para guiar su mano hacia el bolsillo de la chaqueta con la intención de que ocultara la Compact Witness—. ¿Son de fiar esos tipos?

Cuando le miró parecía a punto de echarse a reír, pero sus ojos tenían un aspecto salvaje.

—¿Hay alguien de fiar en este puto negocio, Kurtz? Le pago lo suficiente a Figini y Sheffield, pero eso no significa nada.

No si Gonzaga o tu hermano Pequeño Jaco le pagan más, pensó Kurtz.

Miraba fijamente a Kurtz y él le leyó la mente: ¿Y si Gonzaga le pagara más a Joe Kurtz?

—Si te quisiera muerta ya lo hubiera hecho arriba, señorita —dijo.

Sacudió la cabeza. Su pelo estaba muy oscuro y pegajoso a causa de la lluvia.

—Tengo que… tenemos que… —Parecía estar repasando mentalmente sus opciones y rechazándolas una tras otra.

—Tenemos que salir de la calle —sentenció Kurtz. Una parte de su mente gritaba: ¿Qué es esta mierda de tenemos?

La conminó a cruzar la calle y a meterse en un callejón junto a su edificio. Ninguno quería ir delante del otro, así que caminaban juntos; él con la 38 en la palma de la mano, ella con la mano en el bolsillo, donde llevaba la Compact Witness. Si un gato hubiera aparecido de repente, es probable que los tres hubieran acabado muertos y llenos de plomo.

En la pequeña zona de aparcamiento cerca del callejón donde Kurtz y Arlene tenían sus plazas reservadas solo estaba el Pinto.

—Entra —dijo Kurtz—. Te llevaré de vuelta a Marina Towers.

—No. —Le miró desde el otro lado del techo mojado y oxidado del Pinto—. Allí no. Busquemos el Lincoln.

—De acuerdo, entra.

Tardaron diez minutos en encontrarlo, en un aparcamiento oscuro cerca del café Hemingway’s. No estaba cerrado con el seguro y las llaves estaban en el contacto; la luz del techo no se encendió cuando abrieron las puertas. Tanto Kurtz como Angelina llevaban guantes. Había cogido una linterna del Pinto y ambos se asomaron desde lados opuestos mientras él se encargaba de iluminar los asientos y alfombrillas, llenos de sangre. Materia gris y diminutos pedacitos blancos eran visibles en los pliegues de la tapicería oscura.

—Jesús —susurró Angelina—. Parece una masacre. Hasta los asientos de atrás tienen sangre.

—Creo que el pistolero abrió la puerta trasera, entró y les disparó a los dos en la cabeza —dijo Kurtz—. Entonces arrastró los cuerpos al asiento de atrás, se sentó al volante y se marchó conduciendo.

—¿En la calle Chippewa? —susurró la don al tiempo que parpadeaba rápidamente—. Esta noche había mucha gente.

—Sí —convino Kurtz—. Hasta ahora este tipo se había dedicado a yonquis y camellos. ¿Alguno de tus guardaespaldas corresponde a esa descripción?

Angelina vaciló un momento.

—En realidad no —dijo al fin—. Bueno, Sheffield ha estado coordinando entregas.

—¿Sheffield es Colin? ¿El dandi inglés con el que traté la noche que despedimos a Big Bore?

—Sí.

Kurtz pasó la linterna por el interior del coche una última vez, dejó que el haz recorriera el empapado asiento del conductor, hizo una pausa en la fractura en forma de estrella del parabrisas salpicado de sangre y luego apagó la luz. Pasaron algunos coches por la calle Pearl. Ellos se alejaron del Lincoln y se quedaron de pie en la acera. Angelina sacó su teléfono móvil.

—¿Qué estás haciendo? —dijo Kurtz.

—Ponerme en contacto con los tipos que he llamado, decirles que traigan utensilios de limpieza.

Kurtz alargó el brazo y cerró el teléfono.

—¿Por qué no dejar el Lincoln tal y como está para que lo encuentre la poli?

Se giró hacia él.

—¿Estás loco? Es mi coche. Está registrado a mi nombre. Tendré encima a todos los policías del oeste de Nueva York.

Kurtz se encogió de hombros.

—Mira, tú y Gonzaga, si es que crees lo que te dice, habéis estado haciendo esto de la manera equivocada durante semanas. El asesino se carga a vuestra gente, vosotros os apresuráis a limpiar lo que ensucia con cubos y fregonas. Estáis ocultando veinticuatro asesinatos, si es que decidimos creer a Gonzaga. Tal vez eso es lo que el asesino y quienquiera que lo envía quieren que hagáis.

Angelina se mordió el labio pero no dijo nada.

—Vamos a ver, estáis los dos tan locos por encontrarle que me habéis contratado a mí, por el amor de Dios —continuó Kurtz—. ¿Por qué no dejar que el Departamento de Policía de Búfalo lidie con esto?

—Pero toda la atención… —comenzó Angelina.

—Va a ser intenso —dijo Kurtz—. Pero no serás sospechosa. Es vuestra gente a la que se están cargando. Deja que los policías tomen las huellas y hagan sus pruebas balísticas y detengan a alguien que vean andando con sangre en las posaderas de sus pantalones.

—Los medios se van a volver locos —dijo Angelina—. Será noticia nacional, una guerra de bandas.

Kurtz se volvió a encoger de hombros.

—No paras de preguntarte si Gonzaga está detrás de esto. Tal vez toda esa atención lo descubra. O lo descarte.

Angelina se dio la vuelta y miró el Lincoln al fondo del aparcamiento. Un Saab apareció desde Pearl y aparcó a apenas dos espacios de él. Tres chicos en edad universitaria salieron de él, riendo, y entraron en Hemingway’s. Cuando los haces de los faros del Saab surcaron el Lincoln, tanto Kurtz como Angelina repararon en el parabrisas roto por la bala. Era cuestión de tiempo que alguien reparara en la sangre.

Vaciló un instante más. Entonces se apartó varios mechones de cabello mojado de la frente.

—Creo que tienes razón. Por una vez, los polis podrían ser de utilidad. Al menos no jugaremos al juego del asesino.

Volvieron al Pinto y Kurtz bajó por Pearl y cortó hacia Main.

—Si no quieres volver a tu ático, ¿dónde quieres ir? —preguntó Kurtz.

—Contigo.

—¿De vuelta a la oficina? ¿Por qué?

—De vuelta a la oficina no —dijo Angelina Farino Ferrara—. A tu casa, a ese agujero en el Harbor Inn que se supone que nadie conoce.

—Es una locura —protestó Kurtz sacudiendo la cabeza—. Cuando la poli acuda a ti, tendrás que estar en casa acompañada de alguien que te sirva de coartada para… —Volvió la cabeza y se quedó quieto.

Angelina sostenía la Compact Witness del calibre 45 en la mano derecha, ayudándose del antebrazo izquierdo. La negra circunferencia del cañón estaba fija en el corazón de Kurtz.

—A tu casa —ordenó—, no a la mía.

—Pagaría por saber lo que estás pensando —dijo Rigby King.

—¿Qué? —La Rigby que él conocía no decía cosas como pagaría por saber lo que estás pensando. No a menos que estuviera siendo muy sarcástica.

—Llevas conduciendo veinte minutos sin decir palabra —apuntó Rigby—. Y no has parado en East Aurora a por el café. ¿Quieres un poco del termo? Todavía está caliente.

—No, gracias —dijo Kurtz, y se quedó pensativo durante un momento. ¿Qué estás tramando, mujer?

—Lo de ayer no iba en serio —dijo la detective.

—¿El qué?

—Lo de… ya sabes… ir a Irán conmigo y matar a mi exmarido.

¿Cree que llevo puesto un micro?

—Me gustaría ver muerto a ese hijo de puta —continuó Rigby—, pero lo que deseo de verdad es recuperar a mi hijo.

—Ajá —No va a proporcionarme ninguna información del departamento. Este viaje con ella es para nada.

Avanzaron de nuevo en silencio durante unos pocos minutos. La luz del sol encendía de color las colinas, donde al menos la mitad de los árboles todavía evidenciaban una resplandeciente acumulación de hojas. El césped era aún verde, los bosques frondosos. La autopista de cuatro carriles terminó no mucho después de pasar East Aurora, ahora se dirigían al sur por la autopista 16, una sinuosa carretera de dos carriles que aminoraba la marcha al atravesar pueblos de diez o doce casas como Holland, Yorkshire y Lime Lake. Las colinas a ambos lados eran cada vez más escarpadas y las nubes cubrían el horizonte meridional. Un viento constante soplaba desde el oeste y Kurtz tenía que concentrarse para que no se le fuera el control del Pinto.

—¿Recuerdas aquella noche en el coro? —dijo Rigby. No le miraba a él sino al paisaje que transcurría por la ventanilla, los puestos vacíos de fruta y las viejas granjas derruidas con sus anchos campos y grandes antenas de satélite.

Kurtz no dijo nada.

—Eras el único chico del orfanato que no hablaba de mis grandes tetas cuando tenía diecisiete años —continuó Rigby, todavía sin mirarle—. Así que aquella noche cogí la linterna y caminé por las catacumbas bajo el edificio de las chicas; estaba casi a dos manzanas, ¿recuerdas? Sabía que era a ti a quien iba a buscar.

Las sombras de las nubes se desplazaban ahora sobre el valle y las colinas. Revoloteaban hojas por el suelo. Había poco tráfico, salvo por la furgoneta de control de plagas, que llevaba un buen rato tras ellos.

—No estabas seguro de querer seguirme a las catacumbas —continuó Rigby—. Eras duro de pelar, incluso cuando tenías… ¿cuántos? ¿Quince? Pero estabas nervioso aquella noche. Te habrían dado una paliza de muerte si se hubiesen dado cuenta de que faltabas al recuento sin dar ninguna explicación.

—Catorce —dijo Kurtz.

—Dios, eso me convierte en una pedófila. Pero eras grande para tu edad. —Se volvió y sonrió, pero Kurtz mantuvo los ojos fijos en la carretera. Delante había más sombras que luz solar.

»Te gustaban las catacumbas —añadió Rigby—. Querías continuar explorándolas, a pesar de las ratas y todo eso. Yo solo quería subir a la basílica. ¿Recuerdas aquella especie de pasaje secreto en la pared y la escalera estrecha y sinuosa que subía hacia la sacristía?

Kurtz asintió y se preguntó adónde quería llegar con aquella historia.

—Encontramos otras escaleras y te cogí de la mano y te fui llevando por los escalones sinuosos, pasado el recoveco del órgano, donde el padre Majda practicaba para la misa del sábado. ¿Recuerdas lo oscuro que estaba? Debían de ser sobre las diez de la noche y solo nos iluminaba la luz de las velas votivas de abajo y de la pequeña lámpara del padre Majda sobre el teclado, mientras pasábamos de puntillas por su hueco y seguíamos subiendo. No sé por qué teníamos tanto miedo de que nos oyera, estaba tocando Tocata en fuga en Re menor y no nos hubiera oído ni aunque le hubiéramos disparado.

Kurtz recordaba los olores. El denso aroma del incienso, el de la madera aceitada de los bancos y el del sudor limpio de la piel joven de Rigby cuando le hizo sentarse en el duro banco del coro superior, se sentó a horcajadas encima de él y Kurtz le desabrochó la blusa blanca y se la quitó. Llevaba puesto un simple sostén blanco, que él observó con todo el interés técnico que le permitió su lujuria adolescente, al tiempo que le soltaba fácilmente los ganchos de la espalda. Recordó haber pensado que tenía que aprender a hacer aquello sin mirar.

—¿Sabes cuáles eran las posibilidades de tener un orgasmo simultáneo como aquel en nuestro primer intento, Joe?

Kurtz no creía que ella quisiera realmente una respuesta a aquella pregunta, así que se concentró en conducir.

—Creo que fue mi primera y última vez —dijo Rigby con suavidad.

Kurtz la miró.

—Me refiero al orgasmo simultáneo —dijo a toda prisa—. No a un polvo. He echado unos pocos desde entonces. Aunque ninguno en un coro, desde aquella noche.

Kurtz suspiró. La furgoneta de control de plagas se estaba quedando atrás, aunque Kurtz conducía por debajo del límite permitido. Los coches que venían desde el otro sentido tenían las luces encendidas, estaba bastante nublado.

—¿Te apetece escuchar algo de música? —dijo Rigby.

—Claro.

Puso la radio. El jazz rasgado iba al mismo son de las acometidas del viento y las rápidas nubes bajas. Rigby vertió lo que quedaba del contenido del termo de café en la taza roja y se la entregó.

Kurtz la miró, asintió con la cabeza y dio un sorbo.