24

—¿Qué quieres? —le preguntó Kurtz—. ¿Tu dinero?

—Eso me servirá de momento —respondió Angelina, que entró en la oficina y observó a Kurtz mientras este cerraba la puerta tras ella. Acto seguido, soltó su abrigo de cachemira sobre el viejo sofá de cuero. Llevaba un ajustado vestido negro de corte bajo por arriba y alto en los muslos, unas caras botas de cuero, un único colgante de oro y varias pulseras doradas, muy sutiles. Nunca había visto a Angelina Farino Ferrara vestida de aquella manera. La mayoría de las veces la he visto con ropa de gimnasio o de correr, pensó Kurtz. Su cabello oscuro estaba peinado hacia arriba y hacia atrás por los lados, pero de tal manera que le seguía cayendo libre por detrás. Parecía mojado, pero no hubiera sabido decir si era cosa de la lluvia o un mero truco de peluquería.

Kurtz cogió un sobre de su escritorio y se lo tendió. Los cinco mil dólares del adelanto estaban dentro. Usaría otro dinero para la fuga del martes, si se veía obligado a ello. Se sentó en su silla y escudriñó a la mujer. La 38 estaba pegada con cinta debajo del cajón del escritorio, a pocos centímetros de su mano.

Aceptó el sobre sin hacer ningún comentario o contar el dinero, lo guardó en el bolsillo del abrigo que había doblado en el brazo del sofá y caminó hacia la ventana. La lluvia empañaba el cristal y entraba aire frío por la hoja abierta, lo que aliviaba el calor y la atmósfera cargada causada por los servidores y el resto de la maquinaria de la sala de atrás.

—Necesito tu consejo, Joe —dijo sin dejar de mirar la calle repleta de neones.

—¿Joe? —repitió Kurtz extrañado. Nunca había usado otra cosa que no fuera su apellido para referirse a él. Aquello de que necesitaba su consejo era también pura mierda.

Se volvió, sonrió, se sentó en el borde del escritorio de Arlene y apagó el flexo, de tal modo que solo la lámpara baja de Kurtz y el brillo de los dos ordenadores y el videomonitor iluminaban sus largas piernas, fuertes muslos y brillantes botas.

—Nos conocemos desde hace lo bastante para llamarnos por nuestro nombre de pila, ¿verdad, Joe? ¿Recuerdas la cabaña de pesca en el hielo?

Kurtz recordaba muy bien la cabaña de pesca en el hielo del lago Erie, en febrero pasado. El cuerpo del hombre al que había disparado apenas cabía por el agujero destinado a pescar, por culpa de la cortina de ducha y las cadenas enrolladas alrededor. Angelina se encargó de empujar el hombro del cadáver con el pie para hundirlo en el redondo agujero; aquella noche llevaba unas botas menos caras y más prácticas que estas. ¿Bueno, y qué?

—Llámame Angelina —le pidió, y levantó el pie izquierdo con aparente descuido y lo puso en la silla de Arlene. Se proyectaban muchas sombras, pero era casi evidente que Angelina Farino Ferrara no llevaba bragas sobre sus medias altas.

—Claro —dijo Kurtz—. ¿Llevas micro, Angelina?

La don se echó a reír con delicadeza.

—¿Yo con un micro? Seamos serios, Joe. ¿No ves que no?

—Los informadores suelen llevar el micro por fuera —dijo Kurtz, hablando con suavidad, sin pestañear ni apartar sus ojos de los de la mujer.

Ella pestañeó primero. El sonrojo que le subió a sus marcados pómulos no fue indecoroso. Bajó el pie al suelo.

—Capullo —dijo.

Kurtz asintió.

—¿Qué quieres? —Le dolía la cabeza.

—Te lo he dicho. Necesito consejo.

—No soy tu consiglieri.

—No, pero eres el único intermediario que tengo ahora mismo con Toma Gonzaga.

—Tampoco soy tu intermediario —dijo Kurtz.

—Tanto él como yo tratamos de contratarte para encontrar a ese asesino de yonquis. ¿Qué te ofreció Gonzaga?

No matarme el martes, pensó Kurtz.

—Cien mil dólares —dijo en lugar de eso.

El sonrojo enrabietado abandonó las mejillas de la mujer.

—Joder, Cristo bendito —susurró.

—Amén —dijo Kurtz.

—No puede ir en serio. ¿Por qué iba a pagarte tanto?

—Creía que los dos os llamabais por el nombre de pila —dijo Kurtz—. ¿No querrás decir Toma?

—Que te jodan, Kurtz. Responde a la pregunta.

Kurtz se encogió de hombros.

—Su familia ha perdido a diecisiete clientes y camellos. La tuya solo a cinco. Tal vez le merezca la pena emplear cien mil dólares para encontrar a la gente que lo ha hecho.

—O tal vez no tenga intención de pagarte nunca —aventuró Angelina.

—Es una posibilidad.

—¿Y por qué tú? No es que seas el jodido Sam Spade. —Miró la oficina a su alrededor—. ¿Qué es esta compañía de mierda que has montado? ¿Campanas de boda?

Punto com —concluyó Kurtz.

—¿Es una tapadera de alguna clase?

—No. —¿Lo es? ¿Es en lo que me he convertido ahora? A Kurtz le dolía demasiado la cabeza para responder preguntas epistemológicas como aquella en aquel momento.

Angelina se incorporó, se arregló la falda y caminó por la oficina.

—Necesito ayuda, Kurtz.

De vuelta a los apellidos tan pronto, pensó Kurtz. Esperó.

Detuvo su paseo cerca del sofá. Kurtz desplazó la mano un poco hacia delante. Si había traído su Compact Witness 45, seguro que la guardaba en el bolsillo de la chaqueta.

—Conoces a gente —dijo Angelina—. Conoces a la escoria de esta ciudad, a los borrachos, los adictos, la gente de la calle y la chusma.

—Gracias —dijo Kurtz—. Mejorando lo presente, por supuesto.

Lo miró y metió la mano en el bolsillo de su abrigo doblado.

Kurtz deslizó la mitad de la 38 fuera de su funda bajo el escritorio.

Angelina sacó un paquete de cigarrillos y un mechero. Se encendió uno, devolvió el paquete y el mechero al bolsillo de su chaqueta y se paseó de vuelta a la ventana. No miró hacia fuera, expulsó humo y miró fijamente su propio reflejo en el espejo.

—No pasa nada —dijo Kurtz—. Puedes fumar aquí.

—Gracias —dijo derramando sarcasmo, y echó la ceniza en el cenicero de Arlene.

—De hecho, me sorprende que fumes. ¿Qué pasa con tanta carrera, ejercicio y todo eso?

—No lo hago de manera habitual —le explicó, la mano izquierda sostenía su codo derecho mientras seguía allí de pie, mirando a la nada—. Es un hábito asqueroso que adquirí durante mis años en Europa. Ahora solo lo hago cuando estoy especialmente estresada.

—¿Qué quieres? —preguntó Kurtz por tercera vez.

Se volvió.

—Creo que Toma Gonzaga y Pequeño Jaco están trabajando juntos para quitarme de en medio. Necesito un agente libre en mi rincón.

A Kurtz le habían llamado muchas cosas en su vida, pero nunca agente libre.

—No tiene sentido que Gonzaga esté detrás de esto —dijo Kurtz—. Ha perdido a diecisiete personas.

—¿Tú has visto algún cadáver?

Kurtz sacudió la cabeza.

—Pero tú misma me dijiste que el asesino también se lleva los cadáveres de tus conexiones.

—Pero yo sé que se cargaron a mis camellos y a sus clientes —dijo—. Mi gente fue a las direcciones, vieron la sangre y los sesos, limpiaron los restos dejados por el asesino.

—¿Y crees que Gonzaga está falseando la lista de bajas solo para eliminar a tu gente?

Angelina hizo un expresivo gesto italiano con las manos y sacudió de nuevo la ceniza.

—Sería una buena tapadera, ¿no crees? Mi familia necesita meterse en serio en el negocio de la droga, Kurtz, o los Gonzaga se quedarán con el grueso de los ingresos importantes en el oeste de Nueva York.

—¿El juego, la extorsión y la prostitución ya no son suficientes? —preguntó Kurtz—. ¿Dónde está yendo a parar este mundo?

Angelina le ignoró y se acomodó en la silla de Arlene.

—O tal vez alguien se está cargando a la gente de Gonzaga —especuló—. Siempre ha habido un círculo de heroína que según creemos opera en el oeste de Pensilvania, desde Pittsburgh al Southern Tier, en nuestro estado. Una especie de grupo independiente que se remonta a veinte, treinta años atrás. Se especializaron en la heroína, y como nuestra familia no se dedicaba a ella, nunca interfirieron lo bastante en nuestros negocios para justificar una confrontación.

—La familia Gonzaga sí debe de haber querido despacharlos —dijo Kurtz—. Los Gonzaga han estado metiendo heroína desde la segunda guerra mundial. Me sorprende que el viejo Emilio no se encargara antes de esa gente de Pensilvania.

—Los Gonzaga nunca identificaron a la gente de Pensilvania —dijo Angelina—. De hecho, en una ocasión el viejo Emilio le pidió ayuda a mi padre para encontrarlos, aunque te cueste creerlo. Ni siquiera las cinco familias saben nada sobre estos intrusos.

—¿Esta banda fantasma de comercio de jaco no es mafiosa? —exclamó Kurtz—. ¿Sus nombres no acaban en vocal?

Ella le miró con odio, como si hubiese insultado su orgullosa herencia étnica. Puestos a pensarlo, se dijo Kurtz, es lo que acababa de hacer.

Las mejillas se le volvieron a encender de pura rabia.

—¿Puedes decirme lo que has averiguado sobre los asesinatos de la gente de Gonzaga? ¿Sucedieron de verdad? —le preguntó.

—No tengo ni idea. —Kurtz devolvió la 38 a su funda y se frotó las sienes.

—¿Qué quieres decir? ¿Crees que Gonzaga puede haberlos escenificado?

—Quiero decir que no he dedicado ni cinco minutos a investigar esos asesinatos —dijo Kurtz—. Tengo que resolver mi propio caso.

—¿Te refieres a averiguar quién disparó a la agente de la condicional, esa O’Toole?

—Me refiero a averiguar quién me disparó a mí —replicó Kurtz, y abrió la cremallera del portafolios de cuero sobre su escritorio, sacó una carpeta y se la entregó—. Esto podría ayudarte a decidir.

Angelina Farino Ferrara estudió la lista de diecisiete nombres de Gonzaga, las direcciones, los mensajes dejados por el asesino en cada caso y toda la basura forense que Kurtz había ojeado y luego olvidado. Angelina miró el mapa lleno de chinchetas en la pared, apenas visible en aquella oscuridad, y de nuevo la carpeta. Luego se fijó en la gran fotocopiadora Ricoh que había junto al sofá.

—¿Puedo copiar esto?

—Claro. Diez centavos la página.

—Maldito idiota —dijo Angelina al tiempo que se daba prisa en calentar la máquina y preparar las páginas de la carpeta—. Te hubiera pagado mil dólares por página. Le llevo pidiendo a Toma estos detalles desde hace una semana y ha sido como una tumba. ¿Qué crees que está tramando, Kurtz?

Sonó su teléfono móvil. Lo sacó de la chaqueta y se dio cuenta de que el que sonaba era el otro. Respondió.

—Aquí Toma Gonzaga —dijo una voz pausada y familiar—. ¿Qué ha averiguado, señor Kurtz?

—Creí que se suponía que debía llamarle yo —dijo Kurtz.

—Me preocupaba que le hubiera sucedido algo —repuso el don—. Faltan dos días para Halloween y ya sabe la locura que hay por las calles en esta época del año. ¿Qué ha descubierto hasta el momento? ¿Algo que conduzca a la señorita Ferrara?

—¿Por qué no se lo pregunta? —dijo Kurtz. Le entregó el teléfono a la sorprendida Angelina y escuchó su parte de la conversación.

—No… estoy aquí para recoger el adelanto que le di, ya que parece que ahora está trabajando para ti… no, yo no… no lo ha hecho… no creo ni que lo haya investigado… no, Toma, créeme, si pensara que eres tú ya hubiera actuado… qué dulce, que te jodan a ti también… No, estoy de acuerdo. Deberíamos reunirnos… Sí, puedo hacer eso.

Desconectó, cerró el teléfono y se lo lanzó a Kurtz.

Arrojó la carpeta original al escritorio, reunió sus copias, apagó la máquina y se puso el abrigo.

—Dijiste algo sobre mil dólares la página —dijo Kurtz.

—Demasiado tarde, Kurtz. —Salió por la puerta y oyó el taconeo de su calzado bajando las escaleras, luego la observó salir por la puerta de abajo a través del circuito cerrado de vídeo. Se acercó al monitor para asegurarse de que la puerta al exterior se cerraba del todo. Sería vergonzoso que se relajara y los guardaespaldas de Angelina aparecieran de repente en la puerta de la oficina.

Cuando el teléfono móvil sonó de nuevo, pensó seriamente en no contestar. Sin embargo, lo hizo.

—Kurtz —surgió la voz de Angelina—. Creo que estoy metida en un problema.

—¿Qué ha sucedido?

—Acércate a la ventana.

Apagó la lámpara de su escritorio y se aproximó a la amplia ventana desde un lado para mirar con cuidado hacia fuera. Angelina estaba de pie en la acera justo donde el Lincoln Town Car estuvo aparcado minutos antes. El espacio estaba ahora vacío, un Jeep Liberty con cinco chicos de edad universitaria estaba intentando aparcar en él.

—¿Qué pasa? —le dijo Kurtz al teléfono.

—Mis guardaespaldas y el coche han desaparecido.

—Eso ya lo veo.

—No me responden al teléfono ni al busca.

Kurtz regresó junto al escritorio, extrajo la 38 y la funda de debajo del cajón, tiró la cinta usada a la papelera, volvió a la ventana y se llevó el móvil a la oreja.

—¿Qué vas a hacer?

—He llamado para pedir ayuda, pero tardarán treinta minutos en llegar aquí.

—¿Qué quieres que haga al respecto?

—Abre la puerta. Déjame volver a entrar.

Pensó en ello.

—No —dijo—. Bajaré yo.