El Dodger estaba frustrado debido al fracaso de aquella mañana, cuando no pudo encargarse de la profesora de Orchard Park, así que quedó muy complacido cuando una conexión sin cables PDA-móvil con el jefe derivó en una nueva e interesante tarea.
Conocía a aquel objetivo de anteriores informes. De alguna forma, al Dodger no le suponía ninguna diferencia quiénes eran los objetivos o por qué se habían convertido en tales, eran solo un medio para alcanzar la Resurrección, pero por otra parte las cosas se ponían más interesantes si los objetivos eran difíciles. Y este sería muy difícil.
Conocía la dirección. Estaba lloviendo intermitentemente cuando condujo la furgoneta de control de plagas a la dirección de Marina Towers, cerca del puerto deportivo. Había un gran aparcamiento público cerca de la subida y, tal como prometió el jefe, un Mazda nuevo estaba allí aparcado, con las llaves escondidas en el tubo de escape. Una furgoneta de fumigador no era lo mejor para seguir a alguien.
El Dodger se acomodó en el asiento delantero del Mazda, puso algo de jazz en la radio y observó la entrada frontal de Marina Towers a través de unos pequeños prismáticos. Había sido bien informado sobre las disputas actuales por el negocio de la heroína en Búfalo y sabía que aquel edificio de apartamentos era el cuartel general de la hija de Farino, propietaria de los dos pisos superiores. El ático albergaba su domicilio personal. Los contables y algunos otros empleados trabajaban, y a veces vivían, en la planta inferior. Sus vehículos particulares se guardaban en el garaje del sótano, al que solo podía accederse desde los ascensores internos, las escaleras cerradas o la rampa subterránea bloqueada por una puerta de acero que se controlaba con las tarjetas de banda magnética de los residentes.
El Dodger esperó. La fría llovizna caía cada vez con mayor fuerza, lo cual era bueno; cualquiera que pasara por el aparcamiento o la cercana carretera de Marina Park sería incapaz de verle allí sentado a través del parabrisas moteado de lluvia. El Dodger apagó la radio para ahorrar batería y esperó.
Alrededor de las cuatro de la tarde, la puerta de acero del garaje se abrió y un Lincoln negro emergió lentamente de las tripas del edificio. El Dodger observó al vehículo dar la vuelta a la entrada semicircular de Marina Towers. El conductor salió del coche y lo rodeó; un segundo guardaespaldas vigilaba la calle mientras Angelina Farino Ferrara salía por la puerta principal, le decía algo al portero con levita y se aproximaba al Lincoln.
No entró en el coche. Mantuvo una breve conversación con los dos hombres y luego comenzó a correr por el camino de peatones que conducía a la orilla donde el lago Erie se estrechaba hacia el río Niágara. El Lincoln dio la vuelta en la entrada y la siguió lentamente, dirección norte. El Dodger activó el limpiaparabrisas y lo siguió a varios cientos de metros de distancia.
Por los informes, sabía que a la Farino le gustaba salir a correr por la mañana temprano y de nuevo a media tarde, aunque normalmente no tan pronto como hoy. Tal vez fue la inminente tormenta o la creciente lluvia lo que la había motivado a salir antes.
El Dodger también reconoció a los dos hombres del Lincoln. El conductor era Corso «el martillo» Figini, un tipo muy duro que la don trajo la primavera pasada desde Nueva Jersey. El tipo que iba en el asiento del copiloto (delgado, bien vestido, de aspecto refinado e infinitamente más guapo) era Colin Sheffield, un criminal londinense de treinta y tantos años especializado en la extorsión a gran escala, la seguridad y los negocios de drogas. Sheffield trabajó para el segundo jefe más poderoso de la mafia de Inglaterra hasta que se volvió un poco más ambicioso de lo que le convenía (no intentó cargarse al jefe, se decía, solo intentó reservarse un poco de la acción para sí mismo) y terminó dejando el país unas pocas horas antes de que el equipo de asesinos enviado por su jefe le encontrara.
El anterior informe del Dodger no incluía información respecto a cómo la Farino había acabado contratando a Colin Sheffield, pero aquello no era demasiado importante.
El Lincoln se desplazaba con lentitud, básicamente para mantener el paso de la carrera de la Farino, y el Dodger tuvo que adelantarlo para no levantar sospechas. Los conductores que circulaban en ambas direcciones encendían las luces de sus vehículos. Las nubes que aparecían en el crepúsculo de octubre concedían a la vista al norte y el oeste un oscuro aspecto gris. El Dodger no giró la cabeza al adelantar al Lincoln y a la mujer que corría.
Dio un gran rodeo y regresó al aparcamiento donde había empezado la persecución y estacionó junto a la furgoneta de control de plagas. No creía que mantener una rutina semejante, eso de correr por el sendero del río todas las mañanas y noches, fuera un acto muy inteligente por parte de la hija de un tipo de la mafia. Había varias zonas del trayecto en las que los guardaespaldas la perdían de vista si permanecían en el coche (cosa que hacían), y el Dodger pensaba que aquel rato de jogging sería un buen momento para eliminarla.
El informe decía que Farino corría durante cuarenta y cinco minutos por su circuito junto al río y, cumpliendo el pronóstico, el Lincoln y la mujer estuvieron de vuelta en Marina Towers cuarenta y seis minutos después de marcharse. El Dodger observó a través de los pequeños prismáticos la conversación que Farino mantuvo con Sheffield y Figini mientras se apoyaba en el coche y levantaba las piernas para estirar, antes de volver a entrar por la puerta principal. El Lincoln la esperó al ralentí. Figini, el conductor, se dedicó entretanto a leer las apuestas de las carreras.
Quince minutos después, Farino salió de nuevo por la puerta y fue derecha al asiento trasero del Lincoln, que arrancó y se alejó.
Estaba tan oscuro y llovía con tal fuerza que el Dodger no tenía que temer que le descubrieran mientras seguía al gran coche negro por Elmwood y luego al norte hacia la calle Chippewa. Era solo otro par de luces en el tráfico del sábado dirigiéndose al único lugar con vida de Búfalo.
El Lincoln estacionó en Chippewa y el Dodger se detuvo en una zona de descarga. Vio a la Farino cruzar la calle y entrar por una puerta. No era un club o un restaurante, por lo que tomó nota de la dirección en la PDA, la enlazó a través de su teléfono y esperó. Cuando pasó un coche de la policía y se detuvo cerca de la zona de descarga, el Dodger dio la vuelta a la manzana. Regresó y encontró un espacio solo tres coches por detrás del Lincoln que esperaba al ralentí. El coche patrulla ya se había marchado.
Tuvo suerte. En una hora no habría ni una sola plaza de aparcamiento público en cinco manzanas.
Los dos guardaespaldas estaban vigilando una ventana iluminada en el tercer piso. Convencido de que todavía pasaba inadvertido para los guardaespaldas, gracias a la oscuridad y la lluvia, el Dodger utilizó sus prismáticos para observar durante un segundo aquella misma ventana. Angelina Farino Ferrara apareció delante de ella durante un momento y miró hacia abajo, a sus guardaespaldas. Luego se volvió y habló con alguien presente en la habitación. El Dodger había aprendido a leer los labios desde lejos, pero la cabeza de la mujer estaba volteada lo suficiente para que no fuera capaz de entender lo que decía. Luego dio un paso atrás, fuera de la vista, y las luces de la oficina se apagaron.
Su teléfono móvil sonó quedamente y el Dodger guardó los prismáticos. Los dos hombres en el Lincoln Town Car eran ahora unas meras siluetas. El corpulento conductor leía, el otro miraba al frente, y el Dodger supuso que el acercamiento a la ventana de la mujer había sido una señal pactada de antemano con el fin de que Figini y Sheffield se relajaran.
Unas líneas de texto aparecieron en la pantalla de la PDA: «Dirección confirmada, ejecutar».
El Dodger borró el mensaje, sacó la Beretta de 9 mm y le añadió con cuidado el fino silenciador. Entonces, tras enfundarse un desaliñado impermeable que le quedaba dos tallas grande, apagó la luz interior del Mazda, se deslizó sobre la palanca de cambios al asiento del copiloto y emergió en la lluvia.