—Entonces, ¿cómo era el apartamento de O’Toole? —preguntó Arlene cuando Kurtz estuvo de vuelta en la oficina, en los albores de la tarde del sábado— ¿Alguna pista por allí?
—Solo pistas sobre su personalidad —contestó Kurtz.
—¿Como por ejemplo? —dijo Arlene. Batió cenizas en su cenicero.
Kurtz caminó hacia la ventana. La temperatura había bajado, estaba oscuro y llovía de nuevo. Aunque quedaba una hora para la oficial de la puesta de sol, las farolas se habían encendido en Chippewa y los faros delanteros y traseros de los coches que pasaban se reflejaban en el húmedo asfalto.
—Como que la casa estaba ordenada, limpia y llena de arte —dijo Kurtz—. No demasiado arte original, no podía permitírselo con su salario de agente de la condicional, pero cosas con gusto y más pinturas al óleo originales y esculturas de las que la mayoría de la gente colecciona. Muchos libros. Casi todo de bolsillo, pero todos con aspecto de haber sido leídos, no solo mierda con forro de cuero que solo sirve para quedar bien en los estantes, libros de verdad. Ficción, no ficción, clásicos.
—Ninguna pista real entonces —concluyó Arlene.
Kurtz negó con la cabeza, se volvió hacia la sala y dio un sorbo al café de Starbucks que había traído. Uno era para Arlene, que se lo bebía entre caladas a su Marlboro.
—Tenía un portátil en su escritorio —apuntó Kurtz—. Y dos muebles archivadores bajos. Pero es obvio que no pude mirar nada con Kennedy allí.
—Es raro que te dejara entrar con él —dijo Arlene—. Tiene que ser el experto en seguridad más confiado del mundo.
—O muy mañoso, por lo que parece —dijo Kurtz—. Preparó té para los dos.
—Qué agradablemente doméstico —exclamó Arlene—. Se sentía en su hogar en la casa de la señorita O’Toole, ¿eh?
Kurtz se encogió de hombros.
—Me contó que se alojaba allí con ella cuando venía a Búfalo cada pocas semanas. Vi algunos de sus trajes y chaquetas en un armario.
—¿Te dejó entrar en el dormitorio?
—Estaba cogiendo algunas cosas —dijo Kurtz—. Yo me quedé en la entrada.
—Prometidos —dijo Arlene con el tono en el que la gente se refiere a los niños y a lo que se va a hacer con ellos. Hizo un gesto de cabeza hacia la pantalla del ordenador, donde los nombres de los clientes de campanasdeboda.com se amontonaban como una pila de leña.
—La pregunta sigue siendo la misma, ¿por qué me invitó a entrar? —reiteró Kurtz, volviéndose para observar el tráfico bajo la fría lluvia de octubre—. Me preguntó qué estaba haciendo allí pero se contestó él mismo, como si no quisiera meterme presión. ¿Por qué haría tal cosa? ¿Por qué no estaba molesto o al menos se mostró desconfiado cuando me encontró merodeando por la casa de O’Toole?
—Buena pregunta —dijo Arlene.
Se apartó de la ventana.
—¿Qué sabes del yemení?
Arlene lo miró fijamente.
—¿Te refieres a gente de Yemen?
—No, me refiero a la lengua —dijo Kurtz.
Arlene sonrió y apagó su cigarrillo.
—Creo que el árabe es la lengua que se habla en Yemen. Algunos hablan parsi, pero el árabe es la lengua predominante.
Kurtz se frotó la dolorida cabeza.
—Sí. De acuerdo. ¿Hablas algo de árabe que pueda entender alguien de Yemen?
—Al-Ghasla —dijo Arlene—. Thwob-Al-Zfag, Al-Subhia.
—Eso te lo acabas de inventar —dijo Kurtz.
Arlene sacudió la cabeza.
—Tres clases de trajes de boda, el de la víspera, Al-Ghasla, el traje de novia, Thwob-Al-Zfag, y el vestido del día siguiente al enlace, Al-Subhia. Acabo de ayudar a un cliente de Utica a hacer el pedido de los tres a un sastre yemení de Manhattan.
—Bueno, supongo que eso servirá —dijo Kurtz—. El lunes por la noche traeré aquí a la pequeña Aysha para que las dos habléis de trajes de boda. Todavía no sabe que es una viuda antes de casarse.
Arlene lo miró fijamente hasta que Kurtz le explicó la llamada de Baby Doc.
—Es muy triste —dijo Arlene al tiempo que encendía otro Marlboro—. ¿De verdad crees que ella puede contarte algo sobre las actividades de Yasein Goba? Ha estado en Canadá.
Kurtz se encogió de hombros.
—Tal vez no podamos entendernos el uno al otro, pero si no la recojo en Niagara Falls mañana por la noche, nadie va a hacerlo. La gente de Baby Doc se ha lavado las manos al respecto. Tarde o temprano la recogería la poli e inmigración la devolvería a Yemen.
—Entonces la recoges mañana por la noche e intentas hablar con ella —dijo Arlene—. Cuando no lo consigas, ¿qué? ¿Lengua de signos?
—¿Alguna idea?
—Sí —dijo Arlene—. Conozco a algunas personas en mi iglesia que forman parte de una especie de convoy oculto que ayuda a inmigrantes a entrar en los Estados Unidos.
—Goba ya tenía arreglada esa parte —dijo Kurtz.
Arlene sacudió la cabeza.
—No. Quiero decir que mañana me pondré en contacto con Nicky, el tipo de la iglesia que ayuda a los inmigrantes. Le pediré que avise a uno de los yemeníes que usan como intérpretes para que nos ayude a hablar con la chica.
—De acuerdo —aceptó Kurtz—. Trae aquí al intérprete de tu amigo el lunes por la mañana, temprano.
—¿No puede ser después? —preguntó Arlene—. La mujer, ¿Aysha se llama?, puede dormir en mi casa el domingo y podemos quedar con el intérprete el lunes a cualquier hora.
—El lunes es Halloween —dijo Kurtz, como si eso lo explicara todo.
—¿Y?
Consideró durante cuatro microsegundos la idea de revelarle a Arlene la promesa que le hizo Toma Gonzaga de matarle a medianoche en Halloween si todavía no había resuelto el asunto del asesino de yonquis.
—Tengo cosas que hacer en Halloween —se limitó a decir.
—De acuerdo, el lunes por la mañana temprano —accedió Arlene, y se acercó a la ventana para unirse a él y mirar la lluvia al otro lado de la ventana. Se estaba poniendo muy oscuro—. Alguna gente nunca tiene un momento de descanso, ¿verdad, Joe?
—¿Qué quieres decir?
—Me refiero a que esa Aysha se va despertar mañana por la mañana con el pensamiento de que esa misma noche va a reunirse con su prometido en un nuevo país, que va a convertirse en esposa y tal vez en ciudadana americana, y que todo le está saliendo bien. Sin embargo, va a descubrir que su prometido ha muerto y que es una proscrita en una tierra extraña.
—Sí, bueno… —dijo Kurtz.
—¿Le vas a decir que lo mataste tú? Me refiero a Goba.
Kurtz miró a su secretaria. Sus ojos estaban secos, no se estaba poniendo sensiblera con él ni nada parecido, su mirada estaba concentrada en un lugar muy lejano.
—No lo sé —dijo Kurtz irritado—. ¿Qué demonios te pasa ahora?
—Solo que a veces la vida es una mierda —espetó Arlene—. Me voy a casa. —Apagó su cigarrillo, apagó el ordenador, sacó su bolso de un cajón, se puso la chaqueta y abandonó la oficina.
Kurtz se sentó junto a la ventana unos minutos para observar la lluvia y el crepúsculo gris, casi deseando ser fumador. En sus años en Attica, la ausencia de aquel hábito le vino bien. Los cigarrillos que le entregaban le fueron muy útiles para hacer trueques y sobornos. Sin embargo, en días como este, se preguntaba si el tabaco calmaría sus nervios o le apaciguaría el dolor de cabeza.
Sonó su móvil.
—¿Kurtz? ¿Dónde estás? ¿Qué pasó con nuestra reunión?
Era Angelina Farino Ferrara.
—Sigo de viaje —dijo Kurtz.
—Maldito mentiroso de mierda —maldijo la hija del don—. Estás en tu oficina, mirando por la ventana.
Kurtz miró hacia la calle Chippewa. Descubrió el ubicuo Lincoln Town Car negro estacionado al otro lado de la húmeda calzada. Kurtz no lo había visto llegar ni aparcar.
—Voy a subir —anunció Angelina—. Sé que tienes una cerradura en la puerta de fuera, así que no me hagas esperar, dale al botón de abrir.
—Sube sola —le ordenó Kurtz. Miró el videomonitor junto al escritorio de Arlene. No confiaba en que la cerradura de abajo aguantara si sus guardaespaldas se empeñaban en acompañarla. En la reducida sala de servidores de la parte de atrás había una pequeña ventana con una caída de dos metros sobre un tejadillo y una escalera que conducía no solo a uno, sino a dos callejones. A Kurtz no le agradaban los lugares con una única salida.
—Iré sola —prometió Angelina antes de cortar la conexión.
Kurtz observó a la mujer que cruzaba Chippewa bajo la lluvia para ir a su encuentro.