21

Kurtz acababa de girar al este en Sheridan cuando sonó su teléfono. Lo pescó del bolsillo de la chaqueta, pulsó el botón mientras trataba de evitar a una anciana en un Pontiac que estaba cambiando de carril y solo oyó un tono de marcado. Un teléfono sonó de nuevo en el otro bolsillo.

—Mierda. —Había respondido al móvil de Gonzaga por error. Buscó su propio teléfono.

—Tengo algo respecto a la información que buscaba —dijo Baby Doc.

—No ha tardado mucho —repuso Kurtz.

—No sabía que quisiera que tardara mucho. Eso le hubiera costado más. ¿Quiere oír esto o no?

—Sí.

—Los tipos con los que he hablado no le vendieron al señor G el artículo de metal sobre el que me preguntó —le informó Baby Doc.

Kurtz giró a la derecha para salir de Sheridan y tradujo: la gente de Baby Doc no le había vendido a Yasein Goba la 22 que usó en el tiroteo.

—Pero esos tipos que mencioné tienen alguna clase de contacto con nuestro amigo.

—Cuénteme —dijo Kurtz. Estaba mirando números de casas en el barrio más acomodado al sur de la carretera de Sheridan. Los árboles eran aquí más frondosos que en el barrio de Rigby, la calle más tranquila. El viento soplaba con fuerza y removía hojas amarillas y rojas por el pavimento delante del lento avance del Pinto.

—Se les pidió a los tipos que hicieran un papeleo especial para una amiga suya —dijo Baby Doc.

¿Un visado falso?, pensó Kurtz. ¿Un pasaporte?

—¿Qué amiga? —preguntó.

—Una adorable chica llamada Aysha —respondió Baby Doc—. La prometida de nuestro recién fallecido amigo. Resulta que viene de visita desde el norte el domingo por la noche. Es evidente que su gente de arriba no está al tanto de las noticias. Probablemente porque viven en una granja.

La prometida de Goba, Aysha, iba a ser pasada por la frontera de Canadá mañana por la noche. Ni ella ni los contrabandistas sabían nada de la muerte de Goba, estaban escondidos en Canadá, esperando para cruzar.

—¿A qué hora de la noche? ¿Dónde? —preguntó Kurtz.

—Quiere saber demasiado sin dar mucho a cambio —dijo Baby Doc.

—Añádalo a mi cuenta. —Kurtz sabía que su ofrecimiento de devolver el favor sería requerido tarde o temprano. Se estaba metiendo en muchas deudas aquel día. Solo esperaba que el favor de Baby Doc no incluyera tener que volar a Irán para dispararle a alguien.

—En la medianoche del domingo —dijo Baby Doc—. Un Dodge Intrepid azul del 99 con matrícula de Ontario y muchos colorines. La soltarán algo más adelante de las cabinas de peaje, a la entrada del centro comercial.

Kurtz necesitó apenas un segundo para traducir aquello. La iban a pasar a través del puente Rainbow, arcoíris, justo bajo las cataratas, en dos días. El centro comercial Rainbow estaba cerca de la primera salida después de las cabinas de aduanas.

—¿Quién la recibe? —Kurtz continuaba con su interrogatorio.

—Nadie la recibe —dijo Baby Doc—. Todos sus amigos de este lado están en otras cosas. —Traducción: Goba está muerto. Cualquier trato que tuviéramos con él murió con él. Nos quedamos el dinero que nos pagó y ella tendrá que arreglárselas sola.

—¿Por qué no cancelar la entrega? —dijo Kurtz.

—Demasiado tarde. —Baby Doc no elaboró ese comentario, pero Kurtz asumió que ya no le importaba a nadie.

—¿Cuánto pagó nuestro amigo por semejante generosidad? —preguntó Kurtz. Goba trabajaba en un lavado de coches y no llevaba fuera de la cárcel demasiado tiempo para haber ahorrado mucho dinero.

Oyó la duda de Baby Doc. Era mucha información potencialmente dañina a cambio de nada más que la promesa de una futura amistad con Kurtz. No obstante, sabía lo que Kurtz había hecho por su padre.

—Quince dólares —dijo Baby Doc—. Por cada lado.

Treinta mil dólares por el papeleo y el paso, a dividir entre la gente de Baby Doc y los contrabandistas canadienses.

—De acuerdo, gracias —dijo Kurtz—. Se la debo.

—Sí —dijo Baby Doc—. Así es. —Cortó la conexión.

La casa de Peg O’Toole era mucho más bonita que la de Rigby King; ladrillo, dos plantas, ventanas grandes con paneles falsos de seis por seis. Su unidad compartía el edificio solo con otras tres casas, un garaje de cuatro puertas estaba dispuesto atrás, recogido, y árboles maduros daban sombra en un pequeño patio delantero. Las nubes se desplazaban más grises y bajas que antes, el viento más frío, y las últimas hojas estaban abandonando los árboles como los últimos supervivientes del Titanic antes de que se hundiera.

Kurtz encontró un sitio para aparcar y cruzó la calle para mirar la casa. Tenía su kit de utensilios de allanamiento en el asiento trasero del Pinto, pero quería pensar antes en esto. El dolor de cabeza causado por la conmoción había empeorado, como solía hacer por la tarde, y tuvo que entornar los ojos para pensar.

—Eh, señor Kurtz —dijo una voz masculina mientras meditaba con los ojos apretados.

Kurtz se revolvió, con una mano preparada para ir a por el 38 escondido en la funda bajo su chaqueta.

—El tipo de seguridad y protección personal. El prometido de la agente O’Toole. —Brian Kennedy cruzó la calle tras salir de un todoterreno rojo anaranjado y extendió la mano hacia Kurtz. Se la estrechó, preguntándose qué demonios pasaba. ¿Le había seguido Kennedy hasta allí?

—¿Qué le parece? —dijo Kennedy, volviéndose ligeramente y haciendo un gesto ostentoso.

Kurtz tardó un segundo en darse cuenta de que el guapo joven se refería a su coche deportivo.

—Sí —fue la torpe respuesta de Kurtz. Se había estado preguntando si sus alertas defensivas y poderes de observación estaban sufriendo a causa de aquella estúpida conmoción, y ahora lo sabía. Si alguien podía aparecer por detrás y aparcar un todoterreno naranja de dos toneladas y media mientras él se dedicaba a soñar despierto, entonces tal vez no estaba tan alerta como debería.

—Estaba aparcado aquí escuchando el final de algo interesante en la radio pública antes de entrar al apartamento de Peg cuando le he visto llegar. ¿Le gusta?

Kurtz se dio cuenta de que seguía hablando del vehículo.

—Sí. ¿Qué es? —No le resultaba familiar la marca sobre el alto guardabarros. A Kurtz no le importaba la más mínima mierda quién era el fabricante, pero quería que Kennedy siguiera hablando un poco mientras su cerebro dolorido pensaba en una excusa válida para explicar qué hacía delante de la casa de la moribunda Peg O’Toole.

—Laforza —dijo Kennedy—. Una producción limitada de Escondido. No es un todoterreno, es un VPP.

¿Vehículo de un pringado pretencioso?, pensó Kurtz.

—¿VPP? —fue lo que dijo en voz alta.

—Vehículo de protección personal. —Kennedy golpeó el asiento del conductor con los nudillos—. Puertas reforzadas con kevlar. Espejo Spectra Shield a prueba de balas de 32 mm en el parabrisas, ventanas laterales y tejado solar. Comunicación manos libres y un transponder interno. Una sobrecarga GM Vortec V-8 de sesenta litros bajo el capó que produce cuatrocientos veinticinco caballos de potencia.

—Guay —exclamó Kurtz, intentando que su voz sonara como la de un niño de catorce años.

—Mi vehículo personal es un Porsche 911 Turbo —dijo Kennedy—, pero conduzco el Laforza a veces, cuando estoy entre clientes. Nuestra compañía consigue una pequeña comisión de la gente de Escondido si les facilitamos un pedido.

—¿Cuánto me costaría uno de estos? —preguntó Kurtz, y le dio una patada a la rueda delantera izquierda. Le dolió el pie. Ya había acabado con sus reservas de conocimientos sobre compra de coches.

—Es un VPP-L4 —dijo Kennedy—. La gama más alta. Si le consigo un descuento, eh… ciento treinta y nueve mil dólares.

Kurtz asintió juicioso.

—Lo pensaré. Tengo que hablar antes con mi señora.

—¿Entonces está casado, señor Kurtz? —Kennedy caminó hacia la casa y Kurtz le siguió hasta la acera.

—En realidad no —dijo Kurtz.

Kennedy parpadeó y se cruzó de brazos. Puede que se parezca al James Bond actual, pensó Kurtz, pero no parece tan rápido como el superespía en lo referente a lo intelectual.

Como si respondiera reaccionando con retraso, Kennedy se rio dos veces. Tenía la clase de risa alta, fácil e inconsciente que la gente adoraba. Kurtz se hubiera sentido muy feliz de usar una pala contra su cabeza en aquel mismo momento.

—Entonces, ¿qué le trae al barrio de Peg, señor Kurtz? —El tono del hombre de seguridad no era agresivo, solo agradablemente curioso.

—Apuesto a que puede decírmelo usted —dijo Kurtz. Este tipo conduce un Porsche 911 Turbo. Es miembro de lo que Tom Wolfe denominaba «los amos del universo».

Kennedy asintió y pensó durante un minuto.

—Todavía piensa como un investigador privado. Ha estado trabajando en algunas pistas sobre el tiroteo y se pregunta si hay algo en casa de Peg —elucubró.

Kurtz abrió los ojos ligeramente, como si se maravillara del raciocinio de Kennedy.

—Pero ¿no estaría pensando en colarse, verdad, señor Kurtz? —La sonrisa blanca de Kennedy le quitó la sospecha a la pregunta. Era una sonrisa, pensó Kurtz, que podría, con honestidad, llamarse infecciosa. Kurtz odiaba las cosas que infectaban a otras cosas.

Kurtz le devolvió la sonrisa, sin temor a que su mueca disgustada pudiera resultar infecciosa.

—No. Ya pasé bastante tiempo en la prisión de Attica. Pasaba por el barrio y estaba… como usted dice… pensando en el tiroteo.

Siempre solía ponerme delante de las casas de las víctimas para intentar captar las vibraciones psíquicas cuando era un investigador privado con licencia, pensó Kurtz, pero no articuló palabra. Sería poner una guinda innecesaria, incluso para alguien tan autosuficientemente obtuso como Brian Kennedy.

—¿Quiere entrar? —le ofreció Kennedy al tiempo que lanzaba al aire un juego de llaves—. Iba a coger cosas del seguro y papeles legales que me han pedido en el hospital. No creo que a Peg le hubiera importado que entrara un minuto mientras estuviera yo presente.

Kurtz notó el tiempo pasado que utilizó en la última frase. ¿Había muerto O’Toole? Lo último que oyó era que estaba conectada a un respirador.

—Claro —dijo, y siguió a Kennedy al interior del edificio.