Kurtz insistió en llevar a casa a Rigby. Tenían más cosas que discutir, pero el exdetective no quería hablar de asesinato en un lugar público, ni siquiera en el Blues Franklin, que sin duda había sido escenario de más de un plan de asesinato.
—¿Tenemos un trato, Joe?
—Estás borracha, Rigby.
—Tal vez, pero mañana estaré sobria y seguirás necesitando de mi ayuda si quieres averiguar quién te disparó a ti y a… como se llame… la agente de la condicional.
—O’Toole.
—Sí, ¿tenemos un trato?
—No soy un asesino a sueldo.
Rigby ladró una risa que acabó en un gruñido. Se frotó la nariz.
—Contrata al Danés si tienes tantas ganas de llevarte a un asesino a Irán —dijo Kurtz.
—No puedo permitirme al Danés. Se dice que pide cien mil dólares por persona. ¿Quién coño puede permitirse eso? Aparte de Pequeño Jaco y otros gilipollas de la mafia como tu novia y ese maricón, quiero decir.
—¿Entonces pretendes contratarme solo porque soy barato?
—Sí.
Kurtz giró en la avenida Delaware. Rigby le había dicho que vivía en una casa allí, en la zona de Sheridan.
—El problema es que no soy un asesino —dijo Kurtz.
—Sé que no lo eres, Joe —dijo Rigby bajando un tono—. Pero puedes matar a un hombre. Te he visto hacerlo.
—En Bangkok. Bangkok no cuenta.
—No, Bangkok no cuenta —convino Rigby—, pero sé que has matado a hombres aquí también. Demonios, fuiste a la cárcel por tirar a un tipo de la ventana de un sexto. Y todos los negros del barrio saben que el invierno pasado secuestraste a ese traficante del Club Social Seneca, Malcolm Kibunte, y lo tiraste a las cataratas.
Fue el turno de Kurtz para gruñir. Nunca había tirado a nadie a las cataratas. Kibunte estuvo atado a una cuerda y colgando sobre el filo de una corriente de agua helada mientras le hacía unas simples preguntas. El muy capullo decidió soltarse de la cuerda y nadar en lugar de responder. Nadie puede nadar corriente arriba al pie de las cataratas del Niágara en mitad de una oscura noche de invierno. Lo inusual fue que encontraran el cuerpo junto a la Dama de la Niebla a la mañana siguiente; normalmente, las cataratas mantienen los cuerpos bajo el increíble peso de la masa de agua durante años o décadas.
—Nueve años es una barbaridad de tiempo para esperar a recuperar a tu hijo. No va a acordarse de ti. Es probable que ya tenga bigote y un harén para él solo.
—Por supuesto que no se acuerda de mí —dijo Rigby, sin reaccionar con la furia que esperaba Kurtz. Solo sonaba cansada—. Y no he esperado nueve años. Los seguí hasta allí al mes siguiente de que Farouz lo secuestrara.
—¿Qué ocurrió?
—Primero, que no pude conseguir un visado de nuestro propio senador del Departamento de Estado, Moynihan. Él era nuestro senador entonces, antes de esta zorra cornuda rubia que tenemos ahora…
—No creo que esta rubia… —comenzó Kurtz.
—¿Quieres oír esta mierda o no? —lo interrumpió Rigby—. Moynihan trató de ayudar, pero no podía hacer mucho, ni siquiera conseguirme un visado. Así que fui a Canadá, volé a Irán y encontré el lugar donde vivía Farouz con su familia en Teherán. Acudí a la policía de allí a contar mi caso: que cuando averigüé que estaba engañándome, Eftakar robó a mi bebé de un año. Los polis llamaron a un mullah y me echaron del país en menos de veinticuatro horas.
—Aun así…
—Esa fue la primera vez —dijo Rigby.
—¿Lo volviste a intentar?
—¿En nueve años? —dijo la poli. Sonaba sobria—. Por supuesto que lo volví a intentar. Cuando regresé tras el primer intento, me mudé a Búfalo, me uní al Departamento de Policía y traté de conseguir ayuda legal y política. Nada. Dos años después, pedí un permiso corto y regresé a Irán con un nombre falso. Esa vez vi a Farouz, me enfrenté a él en una especie de club de fumadores en el que estaba junto a sus hermanos y amigos.
—¿Te volvieron a echar del país?
—Tras tres semanas de cárcel esta vez.
—Pero ¿volviste?
—La siguiente vez, fui por tierra a través de Turquía y el norte de Irak. Me costó diez mil pavos que me pasaran desde Turquía, otros ocho mil que los jodidos kurdos me cruzaran por la frontera y les tuve que dar cinco mil a los contrabandistas de Irán.
—¿De dónde sacaste tanto dinero? —preguntó Kurtz. Lo que pensaba era que tuviste suerte de que no te violaran y te mataran. Pero eso ya debía de saberlo.
—Eran los noventa —dijo Rigby—. Puse todo lo que tenía en el mercado de valores y me fue bien. Luego me lo pulí todo volviendo a Irán.
—Pero no encontraste a Kevin.
—Esta vez no logré llegar ni a cuatro kilómetros de Teherán. Unos policías fanáticos religiosos hicieron arrestar a mis contrabandistas, es probable que los mataran, y me interrogaron durante diez días en una comisaría de provincia antes de llevarme en un Land Cruiser a la frontera de Irak y echarme otra vez.
—¿Te hicieron daño? —Kurtz imaginaba quemaduras de cigarrillos encendidos, descargas de baterías de coches.
—Nunca me tocaron —dijo Rigby—. Creo que al jefe local de policía le gustaban los americanos.
—Entonces, ¿eso fue todo?
—Ni de lejos. En 1998 contraté a un mercenario llamado Tucker para ir a por Kevin. No me importaba si mataba a Farouz, solo quería recuperar a mi hijo. Tucker me dijo que perteneció a las fuerzas especiales y que había estado en Irán decenas de veces. Que estuvo infiltrado en Teherán como parte de un plan para rescatar a los rehenes en aquella mierda que salió mal con Jimmy Carter en abril de 1980…
—No es lo mejor que podía poner en su currículum —observó Kurtz. Llegó a Sheridan Road y, siguiendo las instrucciones de Rigby, dobló a la izquierda y después de nuevo a la derecha en un laberinto de calles con casas y apartamentos construidos en los sesenta. Rigby no vivía lejos del apartamento de Peg O’Toole, luego quería ir allí.
—No —dijo Rigby—. Se demostró que no era una buena carta de presentación para el viejo Tucker.
—No tuvo éxito.
—Desapareció —dijo Rigby King—. Recibí un telegrama desde Chipre, decía que estaba listo para la última fase de la operación, significara eso lo que significara, y entonces desapareció. Dos meses después recibí un paquete de Teherán, de Farouz, aunque no traía remite.
—Deja que adivine —dijo Kurtz—. ¿Orejas?
—Ocho dedos de las manos y un dedo gordo del pie —dijo Rigby—. Reconocí el anillo en uno de los dedos, un gran rubí ensartado en un anillo de graduación del que Tucker parecía estar muy orgulloso.
—¿Por qué un dedo gordo del pie?
—Yo qué coño sé —dijo Rigby riendo. No parecía encontrarlo divertido en realidad.
—Entonces ahora planeas volver llevándome a mí contigo.
—No estoy preparada del todo —admitió la poli—. Tal vez el próximo verano.
—Oh, vaya —exclamó Kurtz, y se detuvo en la acera junto a la triste casa que le había señalado Rigby.
—Y te ayudaré tanto como pueda hasta entonces —le prometió Rigby, girándose para mirarle. La ropa todavía le olía a muerte.
—Confías en que cumpla mi parte del trato cuando llegue el momento, ¿eh? —dijo Kurtz.
—Sí.
—¿Qué puedes decirme que me ayude con el asunto del tiroteo? —la interrogó Kurtz. Había tomado una decisión. Quería su ayuda.
—Kemper piensa que tienes razón —comenzó Rigby—. Que Yasein Goba no actuó solo.
—¿Por qué?
—Varias razones. Kemper no cree que Goba tuviera fuerzas suficientes para subir las escaleras de la casa por su cuenta. El forense dice que a pesar del rastro y de la que había en el baño, Goba perdió dos tercios de su sangre antes de llegar a la casa.
—Entonces, alguien le ayudó a subir —dedujo Kurtz—. ¿Algo más?
—El coche desaparecido —dijo Rigby—. Está claro que en un barrio así lo robarían enseguida, pero si Goba había conducido solo desde el aparcamiento, el asiento, el suelo y el volante estarían llenos de sangre. Sangre por todas partes. Eso haría pensárselo dos veces incluso al peor ladrón de Lackawanna.
—A no ser que la sangre estuviera en el asiento de atrás —dijo Kurtz—. O en el maletero.
—En efecto.
—¿Confías en el juicio de Kemper, Rig?
—Sí —afirmó la mujer—. Es un buen detective. Mejor de lo que yo lo seré nunca. —Se frotó las sienes—. Jesús, mañana voy a tener dolor de cabeza.
—Bienvenida al club —dijo Kurtz—. ¿Algo más sobre Goba?
—Estamos hablando con todo el mundo que lo conocía —dijo Rigby King—. Y los yemeníes tienen una cultura de clanes y bocas cerradas, sobre todo tras ese asunto terrorista del año pasado. Sin embargo, nos han dicho lo suficiente para convencernos de que Goba era un solitario. Nada de amigos ni familia. Parece que estaba esperando que entrara su prometida en el país. Estamos investigando eso. Un par de vecinos afirman haber visto a un hombre blanco dejarle en casa un par de veces.
—¿Un tipo blanco lo dejó en casa una o dos veces? ¿Eso es todo? —preguntó Kurtz.
—De momento. Seguimos interrogando a vecinos y gente que trabajó con Goba en el lavadero de coches.
—¿Alguna descripción del tipo blanco?
—Solo que era blanco —apuntó Rigby—. Oh, sí. Un drogata dice que el amigo de Goba tenía el pelo largo, como una mujer.
Como el conductor del coche que traspasó la barrera del garaje, pensó Kurtz.
—¿Puedes darme algo de información sobre el tío de Peg O’Toole?
—¿El viejo en la silla que te abofeteó? ¿El mayor? —dijo Rigby—. Sí, ¿por qué? Le llamamos y le preguntamos por qué él y su socio, el excoronel vietnamita…
—Trinh.
—Sí. Le preguntamos cómo supo del tiroteo de la agente O’Toole. El mayor vive en Florida, ya lo sabes. Trinh en California.
Kurtz esperó. Sabía dónde vivían ambos gracias a Arlene, pero no iba a revelarle nada a Rigby a menos que tuviera que hacerlo.
—El mayor le contó a Kemper que había vuelto a Neola para una reunión de accionistas de una compañía llamada SEATCO que montó junto a Trinh en los setenta. Importación y exportación. El mayor y Trinh están retirados, pero todavía mantienen sus puestos en la junta directiva.
—Lo que explica por qué se encontraban en el estado —dijo Kurtz—. No cómo supieron del tiroteo.
Rigby se encogió de hombros.
—El mayor dice que llamó a casa de Peg O’Toole y luego a su despacho el miércoles por la noche, tras la reunión de accionistas. Dice que le agrada ver a su sobrina cuando viene al estado. Alguien de la oficina de la condicional le dijo que se había producido un tiroteo; no existía ningún otro miembro de la familia con el que contactar, solo ese Brian Kennedy de Manhattan.
—¿Estaba Kennedy en Manhattan cuando contactaron con él?
—Estaba en tránsito —dijo Rigby—. Volando a Búfalo para ver a su prometida. —Le dedicó una sonrisa torcida—. ¿Sospechas del novio? Estaban comprometidos, por el amor de Dios.
—Ups —dijo Kurtz—, tienes razón. No puede estar involucrado si está comprometido con la víctima. Nunca ha sucedido algo así.
Rigby sacudió la cabeza.
—¿Con qué motivación, Joe? Kennedy es rico, tiene éxito, es guapo… su agencia de seguridad es una de las tres mejores del estado, ya lo sabes. Además, lo comprobamos… su Lear estaba en tránsito.
Kurtz quiso preguntarle si estaba segura pero se controló. El dolor de cabeza le martilleaba y unas mudas linternas se encendían y apagaban detrás de sus ojos. Dispuso las manos firmemente en lo alto del volante.
—El mayor tiene un hijo que mató a alguna gente en el instituto de Neola en los setenta… —comenzó.
—Sean Michael O’Toole —concluyó Rigby—. Kemper lo investigó. Enviaron al chico pirado al hospital para criminales locos de Rochester y murió allí en 1989…
—¿Murió? —dijo Kurtz. Arlene no pudo entrar en los informes médicos del hospital—. Tenía que ser joven.
—Acababa de cumplir los treinta —dijo Rigby. Para una mujer que acababa de llevarse al gaznate cuatro tequilas y dos cervezas, articulaba las frases bastante bien, pero sus preciosos ojos parecían cansados. Muy cansados.
—¿Qué le ocurrió? ¿Suicidio?
—Sí. Y no muy limpio.
—¿Qué quieres decir?
—El joven Sean no se colgó o se asfixió con una bolsa de plástico ni nada parecido… Se empapó a sí mismo y a otros internos de gasolina y le prendió fuego a su ala de la zona de alta seguridad durante las horas de visita. Otros tres murieron, aparte de Sean, y la mitad del ala se quemó. El director actual dice que aún no se sabe dónde consiguió el chico la gasolina.
Kurtz pensó en aquello.
—El mayor debió de sentirse orgulloso.
—¿Quién sabe? —dijo Rigby—. No quiso hablar con Kemper y conmigo sobre su hijo. Dijo, palabras textuales, «que los muertos se queden en el hoyo». Oficiales del ejército… hay que quererlos. —Abrió la puerta y salió a la acera, donde comenzaba una franja de césped. Las nubes se estaban moviendo y el viento del noroeste era frío. A Kurtz le pareció típico de finales de octubre.
—¿Tienes libre mañana? —dijo Kurtz.
—Sí —dijo Rigby King—. He trabajado los anteriores cinco fines de semana, y ahora que el caso de O’Toole, y tuyo, está cerrado oficialmente y los dos gays muertos han sido entregados al forense, mañana tengo el día libre. ¿Por qué?
—¿Quieres bajar a Neola conmigo mañana? —Kurtz se sorprendió de decir aquellas palabras, incluso mientras lo hacía.
Rigby parecía igualmente sorprendida.
—¿Neola? ¿La pequeña ciudad cerca de la frontera con Pensilvania? ¿Por qué quieres…? —Le cambió la expresión del rostro—. Oh, allí es donde el mayor O’Toole y el coronel vietnamita tenían su casa y su negocio antes de retirarse y mudarse a climas más cálidos. ¿De qué va esto, Joe? ¿Quieres vengarte por la bofetada nocturna y te hacen falta refuerzos para agarrar al sesentón en la silla de ruedas?
—No se trata de eso —negó Kurtz—. Hay otra cosa que quiero comprobar allí y pensé que sería un bonito viaje. Estaremos de vuelta por la noche.
—Un bonito viaje —repitió Rigby en un tono que sugería que Kurtz hablaba en una lengua extranjera—. Claro, qué demonios. ¿Por qué no? ¿A qué hora?
—A las ocho de la mañana.
—Sí, vale. Beberé un poco más y perderé el sentido pronto para estar de buen humor para nuestro pícnic de mañana. —Sacudió la cabeza como divertida por su propia idiotez, cerró de golpe la puerta del copiloto y se dirigió a su casa.
Sintiendo un poco de aquella misma diversión sobre sí mismo, Kurtz puso el Pinto en marcha y se alejó de allí.