19

—Me llamaron para que acudiera a la escena de un crimen a las tres de la mañana y he estado allí desde entonces —dijo Rigby—. Dos amantes gays se mataron el uno al otro hace una semana en una bonita casita en Allentown. Tenía toda la pinta de haber sido pactado entre ellos, nadie encontró los cuerpos hasta anoche. Vamos a beber algo. —Le hizo otro gesto para que continuara conduciendo hacia el norte por Delaware.

—Estás de broma, no son ni las once de la mañana —objetó Kurtz.

—Nunca bromeo respecto a la bebida —dijo la poli—. Ahora no estoy de servicio.

—No sé dónde… —comenzó Kurtz.

—Sabes dónde, Joe.

El Blues Franklin no estaba abierto, pero Kurtz aparcó el Pinto detrás del edificio y Rigby salió para llamar a la puerta trasera. La ya crecida nieta de Daddy Bruce, Ruby, abrió la puerta y los dejó entrar.

Rigby lideró el paso hacia la mesa favorita de Kurtz, al fondo de la sala. Un pianista blanco llamado Coe Pierce estaba improvisando una melodía en el escenario y le dedicó un rápido saludo a Kurtz sin que su mano izquierda parara el ritmo.

Daddy Bruce subió del sótano con una camisa de cuadros y unos desgastados chinos.

—Rigby, ¿todavía no sabes a qué maldita hora abre este establecimiento? Y, sin ánimo de ofender, nena, pero hueles a carroña.

Kurtz miró a la mujer que había a su lado. Durante el año que había estado viniendo al Blues Franklin desde que salió de Attica, nunca consideró la posibilidad de quedar allí con Rigby King. Al menos no las primeras veces desde su retorno al local de jazz. Pero claro, entonces no sabía que Rigby estaba a miles de kilómetros de Búfalo.

—Sé a la hora que abre —le dijo Rigby a Daddy Bruce—. Y sé que nunca has rehusado venderme un trago, ni siquiera cuando tenía diecisiete años.

El viejo negro suspiró.

—¿Qué vas a tomar?

—Un chupito de tequila con una cerveza —dijo Rigby, y miró a Kurtz—. ¿Joe?

—Café —pidió Kurtz—. ¿No tienes nada de comida ahí detrás, verdad?

—Puede que tenga alguna galleta mohosa a la que podría pegarle una salchicha o un huevo si no tuviera otro remedio.

—Ambas cosas —dijo Kurtz.

Daddy Bruce comenzó a darse la vuelta, pero se volvió a girar.

—¿Las gafas de Ray Charles están a salvo en alguna parte?

Kurtz se tocó el bolsillo de la chaqueta.

—¿No bebes? ¿Café y salchichas? ¿Te estás haciendo viejo, Joe? —lo increpó Rigby cuando estuvieron de nuevo solos.

Kurtz resistió el impulso de recordarle que ella era un par de años mayor que él.

—¿Qué quieres?

—Tengo una oferta que puede interesarte. Tal vez una oferta que te será imposible rechazar.

Kurtz no puso los ojos en blanco, pero estuvo tentado de hacerlo. Pensó, y no era la primera vez, que la película El padrino tenía la culpa de muchas cosas. No pensaba que la oferta de Rigby, fuera la que fuera, superara la de Toma Gonzaga: «Haz lo que te digo o muere». Concentró su atención en Coe Pierce tocando una versión en solo de piano de Autumn leaves.

—¿Cuál es la oferta? —se interesó Kurtz.

—Un minuto —dijo. Big Daddy Bruce trajo sus bebidas y la taza de café negro para Kurtz. Rigby se metió entre pecho y espalda el tequila, bebió algo de cerveza e hizo un gesto para que le trajera otro chupito.

Daddy suspiró y volvió tras la barra, regresando en un minuto para rellenar el pequeño vaso de tequila, llenar otro adicional y echarle más cerveza. También puso un plato repleto de huevos con salchichas muy fritas y pan tostado delante de Kurtz. El viejo colocó una servilleta y cubiertos al lado.

—No esperes este servicio todos los sábados —le advirtió Daddy—. Solo lo hago porque siempre le das propina a Ruby y bebes el Scotch más barato.

—Gracias —dijo Kurtz, y se lanzó con saña hacia la comida. De repente, a pesar del continuo y taladrante dolor de cabeza, sentía un hambre voraz.

Rigby se bebió el segundo chupito de tequila y algo más de cerveza.

—¿Qué demonios te ha pasado, Joe?

—¿A qué te refieres? —dijo entre bocado y bocado—. Tengo hambre, eso es todo.

—No, capullo, me refiero a qué te ha pasado.

Kurtz comió unas cuantas patatas fritas y esperó a que continuara. No tenía dudas de que lo haría.

—Me refiero —continuó Rigby, jugando con su vaso de tequila— a que solían importarte las cosas.

—Todavía me importan —aclaró Kurtz, masticando el pan crujiente.

Ella le ignoró.

—Siempre fuiste tosco, por dentro y por fuera, pero solían importarte otras cosas aparte de salvar tu propio culo. Incluso cuando eras un matón en el orfanato del padre Baker, te ponías en movimiento cuando pensabas que algo no era justo o cuando veías que trataban a alguien como a una mierda.

—En el orfanato del padre Baker trataban a todo el mundo como a una mierda —se defendió Kurtz. Los huevos estaban buenos, justo como le gustaban.

Ella ni siquiera lo miró cuando se bebió el tercer tequila y le pidió otro a Daddy.

—Ya no más, Rigby —exclamó Daddy desde el otro lado de la sala—. Ya tienes suficiente mala cara.

—Y una mierda —dijo la detective—. Uno más o te echaré encima a la gente de las licencias. Vamos, Daddy, he tenido una noche muy dura.

—Se ve y se huele —observó Daddy Bruce, y sin embargo le sirvió el último chupito de tequila, rellenando el vaso de cerveza y el otro vaso de chupito antes de irse.

—Ella va a hacer que te maten —dijo Rigby, pronunciando cada palabra con el cuidado de cualquiera que ha bebido demasiado en muy poco tiempo.

—¿Quién? —quiso saber Kurtz, aunque sabía a quién se refería.

—La pequeña Angelinitis Follarino Ferrarosa —dijo Rigby—. Esa zorra de la mafia.

—No sabes de lo que hablas —la acusó Kurtz.

Rigby King gruñó. No era un sonido muy femenino, pero su olor tampoco lo era en aquel momento.

—¿Te la estás follando, Joe?

Kurtz sintió que se le tensaba la mandíbula de la rabia. Normalmente no diría nada ante una pregunta como aquella, o lo diría con los puños, pero se trataba de Rigby King y estaba cansada y borracha.

—Nunca la he tocado —se defendió, dándose cuenta al decirlo que sí había tocado a Angelina, pero solo para cachearla un par de veces el invierno pasado.

Rigby gruñó de nuevo, pero esta vez de una manera menos explosiva. Se bebió lo que quedaba de tequila.

—Su hermana Sophia era una puta y esta también lo es —dijo—. Se dice en la comisaría que te las has tirado a las dos.

—Que le jodan a lo que se dice en la comisaría —exclamó Kurtz. Se terminó los huevos y atacó la última tostada.

—Sí —dijo Rigby, y la sílaba sonó cansada—. Esta semana también se dice por allí que la Interpol dice que cierto Danés podría cruzar a los Estados Unidos desde Canadá. O tal vez ya lo haya hecho.

Kurtz levantó la vista. ¿Se había perdido algo? ¿Había carteles anunciando la noticia? ¿La dieron en el canal 7 o algo parecido? El asesino debía de tener una avanzadilla haciéndole publicidad.

—Eso capta tu atención, ¿eh, Joe? Sí, ¿por qué crees que tu amiguita Angelina llamaría al Danés?

—No sé de qué estás hablando —dijo Kurtz, y sorbió lo que le quedaba de café. Big Daddy se acercó, rellenó la taza, colocó otra delante de Rigby, la llenó de café y volvió a la habitación trasera.

—¿Por qué crees, Joe? —repitió Rigby. De repente sonaba muy sobria.

La miró. Sus ojos no revelaron nada.

—¿Y si no ha sido tu amiguita o su nuevo amigo Gonzaga los que han llamado a ese europeo, Joe? ¿Lo has pensado alguna vez?

Se vio tentado a preguntarle de qué estaba hablando, pero no lo hizo. Todavía no.

—¿Tienes enemigos ahí fuera que quieran tu cabellera, Joe Kurtz? Me refiero a otro que no sea Big Bore Redhawk, por supuesto. —Sorbió café, hizo una mueca y bajó la taza—. Es gracioso lo de Big Bore, ¿verdad?

—¿A qué te refieres?

Parecía sorprendida.

—Oh, vale, no te lo hemos dicho aún. La guardia de carreteras de Pensilvania nos llamó anoche con la noticia de que tu amigo indio había sido encontrado en los bosques detrás de un hotel Howard Johnson, justo en la salida de Erie de la I-90. Una bala de 9 mm en la sien izquierda. El forense de Erie sostiene que el disparo se produjo sobre las diez de la mañana de ayer. Las diez de la mañana, Joe.

—¿Qué pasa?

—Debido a una enorme coincidencia, esa fue la hora exacta a la que me hiciste reunirme contigo para nada en el Broadway Market —dijo Rigby con el rostro congestionado. Sus ojos marrones tenían un aspecto iracundo.

—¿Me estás diciendo que te usé de coartada, Rigby?

—Digo que siempre fuiste malo, pero nunca tan jodidamente adorable —espetó la poli—. Odio a los criminales adorables. Me ponen duros los pezones.

—Y encantador… —comenzó Kurtz, pero se detuvo cuando se percató de la mirada en sus ojos y el café caliente en sus manos—. ¿Qué ibas a decir sobre ese tipo, el Danés?

—Iba a preguntarte quién tenía el dinero y la motivación para traer a un asesino a sueldo de Europa hasta el viejo oeste de Nueva York —relató Rigby, arrastrando la voz ligeramente a causa del alcohol y el cansancio—. ¿Quieres responder a eso, Joe?

—Me rindo —dijo Kurtz.

—Deberías. Deberías. —Rigby sostuvo en alto la taza de café como si quisiera calentarse y acercó la cara para dejar que el vapor le llegara a las mejillas—. Dicen que el Danés ha asesinado a más de un millar de objetivos principales, incluido ese político en Holanda, no hace mucho. Nunca le han cogido. Demonios, nunca se le ha identificado.

—¿Qué tiene eso que ver conmigo? —inquirió Kurtz.

Rigby le sonrió. Tenía una sonrisa preciosa, pensó Kurtz, incluso cuando era burlona.

—En comisaría se dice que hace un año estabas en la mansión Farino el mismo día que el mismo tipo Danés se cargó a la hermana, Sophia, a papá Farino, al abogado, como quiera que se llamara, y a la mitad de los viejos guardaespaldas de Farino. Veinte gorilas protegiendo al viejo Farino, y los únicos que quedaron en pie cuando terminó fueron los que el Danés no quiso muertos.

Kurtz no dijo nada. Tuvo el repentino recuerdo de estar sentado muy quieto, con las palmas apoyadas en los muslos, mientras el hombre alto con gabardina y un sombrero de estilo bávaro adornado con una pluma giraba el cañón de su pistola semiautomática de un objetivo en la habitación a otro, matando a cada persona de un único disparo. El nombre de Kurtz no estaba en la lista aquel día. Fue un fallo de los gordos. Pequeño Jaco Farino, todavía en Attica, no imaginaba que Kurtz estaría allí cuando el asesino que había contratado acudiera para encargarse de su hermana, su padre y los otros, y fue demasiado roñoso para pagar por si acaso el precio de Kurtz.

—Pequeño Jaco sigue jugando —susurró Rigby—. Sobrevivió al pinchazo en Attica después de que tú y la zorra Farino expandierais el rumor de que había violado a una menor. Tu amiga Angelina hizo que se cargaran al abogado hace unos meses, pero Pequeño Jaco sigue vivo y a salvo en una casa federal donde nadie puede llegar hasta él, aunque según he oído carga con una bolsa de colostomía. Sin embargo, tiene un nuevo abogado. Y creo que también algunos asuntos pendientes con su hermanita Angelina, el nuevo y mejorado Gonzaga gay y un matón llamado Joe Kurtz.

—Te lo estás inventando sobre la marcha —dijo Kurtz—. Es todo un montón de mierda.

Rigby se encogió de hombros.

—¿Puedes permitirte ignorarme? ¿Te has convertido en un jugador tan descuidado, Joe?

Kurtz se frotó el lateral de la cabeza. El dolor parecía latirle en el cráneo, en la mano y por todo el brazo hasta el pecho.

—¿Qué quieres?

—He dicho que tengo una oferta para ti —dijo—. Mi oferta es esta… —Dio un sorbo al café y respiró hondo—. Joe, estás dando muchas jodidas vueltas para tratar de resolver el tiroteo de O’Toole. Sé que sabes lo de Goba.

—¿Goba? —repitió Kurtz con la voz más inocente que logró fingir a través del dolor. Kemper no le había dicho el nombre del yemení por teléfono la noche anterior.

—Que te jodan, Joe. —Se bebió el café pero no apartó los luminosos ojos de su cara—. No sé cómo supiste lo de Goba, pero creo que ayer estuviste en la casa antes de que nosotros llegáramos. Creo que es probable que te llevaras alguna prueba. Creo que sigues actuando bajo la ilusión de que eres un detective privado, Joe Kurtz, exconvicto, criminal y capullo demasiado adorable.

—También era mi tiroteo —dijo Kurtz con suavidad.

—¿Qué?

—Lo has llamado el tiroteo de O’Toole. También era mi tiroteo. —Levantó los dedos hacia la cabellera herida. La carne estaba tierna. La herida tenía un tacto caliente y latía bajo las puntas de sus dedos.

Rigby se encogió de hombros.

—Ella está conectada a un respirador. Tú te has reunido con Baby Doc y ahora engulles huevos. ¿Quieres escuchar mi oferta?

—Claro. —Transmitió una evidente falta de entusiasmo al tono de su voz, pero no le gustó la idea de que supieran de su encuentro con Baby Doc. Su condicional podría ser revocada solo por hablar con un conocido criminal.

—Sigues jugando a ser detective privado —dijo con suavidad, mirando a su alrededor para asegurarse de que nadie pudiera oírle. Ruby y Daddy estaban en la cocina; Coe Pierce estaba tocando la poca conocida canción de Miles Davis Peace, Peace.

—Si insistes en jugar a detective privado —reiteró—, te daré la información que necesitas para estar un paso por delante del Danés, resolver tu tiroteo y tal vez sobrevivir a las atenciones de esa zorra de Ferrara.

—¿Por qué? —dijo Kurtz.

—Te lo contaré luego —dijo Rigby—. Si estás dispuesto a ayudarme en otro asunto más adelante, tenemos un trato. Arriesgaré mi insignia dorada para darte información.

Kurtz se echó a reír suavemente.

—Ajá. Claro. Firmo un cheque en blanco para ayudarte en una mierda nada específica y tú arriesgas la placa para ayudarme ahora. Eso es mierda pura, Rigby. —Se puso en pie.

—Es el mejor trato que vas a conseguir nunca, Joe. —Durante un segundo, sorpresiva e increíblemente, Rigby King parecía a punto de echarse a llorar. Apartó la vista, se limpió la nariz con el dorso de la mano y volvió a mirar a Kurtz. La única emoción visible ahora en sus ojos era la rabia que ya le había notado antes.

—Dime qué tendría que hacer —le pidió Kurtz.

Lo miró desde el otro lado de la mesa.

—Te ayudo ahora —dijo con tal suavidad que tuvo que acercarse a ella para escucharla bien—. Te ayudo a seguir vivo ahora, y alguna vez… no sé cuando, no pronto… tal vez el verano próximo, tal vez después, me ayudas a encontrar a Farouz y Kevin Eftakar.

—¿Quién coño son Farouz y Kevin Eftakar? —dijo Kurtz, aún de pie y apoyando su peso en la mesa con los brazos.

—Mi exmarido y mi hijo —susurró Rigby.

—¿Tu hijo?

—Mi bebé —especificó la poli—. Tenía un año cuando Farouz me lo robó.

—¿Te lo robó? —repitió Kurtz—. ¿Hablas de un caso de custodia? Si el juez dijo…

—El juez no dijo una mierda —espetó Rigby—. No hubo audiencias por la custodia. Farouz se lo llevó y ya está.

Kurtz se sentó.

—Mira, tienes a la ley de tu parte, Rigby. El FBI trabajará en el caso si el gilipollas de tu exmarido cruza la frontera del estado. Eres una buena detective y todos los departamentos te echarán una mano…

—Robó a mi bebé hace nueve años y se lo llevó a Irán —le explicó Rigby—. Quiero recuperar a Kevin.

—Ah —dijo Kurtz, y se frotó la cara—. No sería la persona idónea para ayudarte. De hecho, soy la última persona que podría. —Kurtz se echó a reír con delicadeza—. Como bien dices, Rig, soy un criminal, un exconvicto con la condicional. No puedo cruzar caminando el puente Peace sin obtener antes diez permisos que nunca me darían, así que mucho menos conseguir un pasaporte para ir a Irán. Tendrás que…

—Puedo conseguirte documentos falsos —dijo Rigby—. Tengo suficiente dinero guardado para que lleguemos hasta allí.

—No sabría cómo encontrar… —comenzó Kurtz.

—No tienes que hacerlo. Tendré localizados a Farouz y Kevin antes de irnos.

Kurtz la miró.

—Si puedes encontrarlos, no me necesitas…

—Te necesito —sentenció Rigby, y tomó su mano desde el otro lado de la mesa—. Yo encontraré a Farouz. Necesito que tú mates a ese cabrón.