El restaurante llamado Curly’s estaba a pocas manzanas de la basílica de Lackawanna. Kurtz llegó a Curly’s a las nueve y media del sábado por la mañana, tras haber dormido nueve horas de manera irregular y sintiéndose más malhumorado que nunca.
Se había despertado en la oficina, dolorido y desorientado. Examinó por encima las hojas impresas con los informes de O’Toole sobre Goba para asegurarse de que no se le había pasado nada por alto, le dejó una nota a Arlene, que por lo general llegaba tarde los sábados, y regresó al Harbor Inn para darse una ducha, afeitarse y cambiarse de ropa. El dolor de cabeza aún zumbaba en su cerebro y, si había aumentado, fue incapaz de notar el cambio. No obstante, sus ojos de mapache habían mejorado. Si uno no los miraba con atención, pensó Kurtz frente al espejo humeante, los círculos oscuros bajo los ojos solo le conferían el aspecto de alguien que no había dormido en un par de semanas. El blanco de los ojos era ahora rosa en lugar de rojo sangre. La visión se le había despejado.
Kurtz, vestido con camisa y pantalones vaqueros, se colocó unas descoloridas botas Red Wing y un chaquetón viejo y se enroscó un gorro oscuro de la marina lo suficientemente bajo para ocultar la herida en el cuero cabelludo. El 38 iba en una funda pequeña de su cinturón, en el lado izquierdo.
Conduciendo hacia Lackawanna, tuvo que sonreír ante el hecho de que se las había arreglado para evitar Lackawanna durante años, pero ahora se encontraba camino de allí casi todos los días.
Curly’s se ubicaba a unas pocas manzanas al este de la basílica, donde Ridge Road se convertía en la calle Franklin durante unas pocas manzanas, justo al oeste del viejo puente de acero. El restaurante, cuyo primer piso era de ladrillo con un revestimiento encima, era popular entre los lugareños desde hacía décadas. A esas horas ya había coches en el pequeño estacionamiento, aunque los sábados no estaba oficialmente abierto para servir desayunos. Los sábados eran los días de consejo de Baby Doc.
Baby Doc, cuyo nombre real era Norv Skrzypczyk, no formaba parte de ninguna mafia de manera oficial, pero llevaba casi toda la acción de Lackawanna. Su abuelo, Papa Doc, se tomó un permiso de la escuela de medicina para ayudar a remendar las cabezas de los trabajadores del acero, machacadas por los operativos de Pinkerton durante la huelga. Papa Doc terminó renunciando a la medicina para dedicarse al contrabando de armas destinadas a los trabajadores. A finales de los años veinte, la gente de Papa Doc también vendía ya armas y licor a los civiles, usando la simple estrategia de la violencia para impedir que la mafia les ganara terreno por la fuerza en su propio territorio. Cuando Papa Doc fue asesinado a balazos en 1942, su hijo Doc se hizo cargo del negocio familiar, negoció una paz con los mafiosos y mantuvo el control de la mayoría de las mercancías ilegales que entraban en Lackawanna. Doc se retiró en 1992, le cedió las riendas a Baby Doc y buscó un empleo propio de anciano. Se hizo vigilante nocturno de varias fundiciones de acero abandonadas donde se mantenía a base de vender algún arma ilegal ocasionalmente. Joe Kurtz había usado a Doc como fuente de información, que no chivato, antes de Attica, y le había comprado armas después de aquello. No conocía a su hijo.
Dejó la 38 enfundada bajo el asiento del conductor del Pinto, se aseguró de cerrar bien el coche y entró, ignorando el cartel de «Cerrado» que colgaba de la puerta.
Baby Doc se sentaba en su habitual mesa semicircular de la parte trasera del restaurante, a mano derecha. La mesa era algo más alta que las demás y se asemejaba a un modesto trono. Había solo media docena de otros hombres en la sala, sin contar a los tres guardaespaldas de Baby Doc y al camarero tras el mostrador. Kurtz se percató de que ninguno de los guardaespaldas usaba secador de pelo ni llevaba trajes y cuellos de camisa propios de la mafia; los dos hombretones a la mesa junto a la de Baby Doc y el otro que remoloneaba en el mostrador podrían haber sido estibadores o trabajadores de una fábrica, salvo por los ojos vigilantes y los apenas detectables bultos bajo sus cortavientos del sindicato.
Un hombre mayor dialogaba con Baby Doc en la mesa de atrás. Su tono parecía serio y no paraba de agitar en el aire sus manos llenas de cicatrices. Baby Doc asentía durante los intervalos en los que el hombre dejaba de hablar. Era la primera vez que Kurtz veía a Baby Doc y le sorprendió lo grande que era. El viejo Doc había sido un tipo pequeño.
Un camarero se acercó y le echó café sin que él se lo pidiera.
—¿Está aquí para verle?
—Sí.
El camarero volvió al mostrador y le susurró algo al guardaespaldas, que se aproximó a Baby Doc cuando el viejo acabó con su ruego, recibió algún tipo de respuesta que le hizo sonreír y abandonó el restaurante.
Baby Doc miró a Kurtz durante un minuto. Levantó un dedo para indicarle que se acercara y les hizo un gesto a los dos guardaespaldas de la mesa junto a la suya.
Los enormes hombres interceptaron a Kurtz en mitad de la sala.
—Vamos al baño —dijo el que tenía la piel cicatrizada alrededor de los ojos.
Kurtz asintió y los siguió a la parte trasera de Curly’s. El baño de hombres era lo bastante grande para que cupieran los tres, pero uno de ellos se quedó vigilando la puerta mientras el otro le hacía un gesto a Kurtz para que se quitara la camisa y se levantara la camiseta. Acto seguido, le indicó que se quitara los pantalones. Kurtz accedió sin protestar.
—De acuerdo —dijo el exboxeador antes de salir del baño. Kurtz se subió la cremallera, se abotonó la camisa y salió a sentarse a la mesa.
Baby Doc llevaba gafas de montura de carey que no concordaban con un rostro cincelado de rasgos tan afilados. Rondaba los cincuenta, y Kurtz notó que el hombre no es que fuera calvo sino que no tenía pelo. Sus ojos eran de un azul frío y sorprendente, el cuello, los hombros y antebrazos, musculosos. En el antebrazo izquierdo lucía una bandera y un tatuaje del ejército, y Kurtz recordó que Baby Doc había dejado Lackawanna para unirse al ejército contra los deseos de su padre unos pocos años antes de la primera guerra del Golfo, donde pilotó algún tipo de helicóptero de combate durante la liberación de Kuwait. Doc, su padre, se vio forzado a dilatar su propio retiro unos años hasta que Baby Doc volvió del servicio con el pecho cubierto de medallas de combate que, según las fuentes de Kurtz, fueron guardadas en un baúl que nunca volvió a abrirse junto con el uniforme. Los rumores insistían en que el helicóptero de Baby Doc destruyó más de una docena de tanques iraquíes en un único y caluroso día.
—Es usted Joe Kurtz, ¿verdad?
Kurtz asintió.
—Recuerdo que mandó flores al funeral de mi padre, el año pasado —dijo Baby Doc—. Gracias.
Kurtz volvió a asentir.
—Consideré la idea de hacerle matar —confesó Baby Doc.
Kurtz no asintió esta vez, pero miró a los ojos a aquel hombre, más grande que él.
Baby Doc soltó el tenedor, se quitó las gafas y se frotó los ojos. Volvió a colocárselas con un gesto cansado.
—Mi padre fue asesinado por un detective de homicidios corrupto llamado Hathaway.
—Sí.
—Mis fuentes en el Departamento de Policía de Búfalo me cuentan que a Hathaway se le ponía dura con usted y había interceptado una llamada que le hizo a mi padre. Usted iba a encontrarse con él en la vieja fundición de acero, hará un año la próxima semana, para comprar un arma. Hathaway mató a mi padre antes de que llegara.
—Eso es cierto —dijo Kurtz.
—Hathaway no tenía nada contra Doc. Simplemente quería esperarle a usted en la fundición sin que mi padre se entrometiera. Si no fuera por usted, el viejo podría seguir vivo.
—Eso también es cierto —dijo Kurtz, y echó una mirada de soslayo a los dos guardaespaldas más cercanos. Miraban hacia otro lado pero estaban lo bastante cerca para oírlo todo. Kurtz sabía que no podría con los dos ni aunque no fuesen armados, había visto al más corpulento pelear como profesional años antes. Su única oportunidad era saltar por la ventana ubicada detrás de Baby Doc, sin embargo, le resultaría imposible rodear el restaurante para llegar a su coche antes que ellos. Tendría que dirigirse al este, a los terrenos del ferrocarril. Cuando era joven, Kurtz conocía todos los túneles, chabolas y torres de aquellos campos, pero dudaba que ahora fuera capaz de correr ni esconderse de aquellos tipos.
Baby Doc se cruzó de brazos.
—Pero encontraron a Hathaway allí en la fundición. Con un disparo en la cabeza.
—Eso he oído —dijo Kurtz con calma.
—Mi gente en el Departamento me dice que la bala atravesó su insignia dorada de detective —prosiguió Baby Doc—. Como si la hubiera alzado para impedir que su asaltante disparara. Tal vez mientras gritaba que era un poli. La bala atravesó la insignia y le entró por la boca abierta. O tal vez el estúpido cabrón creía que de verdad le serviría de escudo y detendría la bala.
Kurtz esperó.
—Pero supongo que no funcionó —dijo Baby Doc. Volvió a coger el tenedor para comerse los huevos revueltos.
—Supongo que no.
—¿Qué es lo que quiere, Joe Kurtz? —Le hizo un gesto al camarero para que le trajera café a Kurtz, el hombre del mostrador se apresuró a complacerle acercándose con una nueva taza.
Kurtz no dejó escapar un suspiro de alivio, aunque estuvo tentado de hacerlo.
—Yasein Goba —pronunció.
—¿El yemení loco que le disparó a la agente de la condicional el miércoles? El periódico de hoy dice que lo encontraron muerto de un disparo aquí en Lackawanna. No dice si la herida fue autoinfligida o no. —Dejó de pinchar los huevos para escudriñar a Kurtz—. El periódico sostiene que un hombre en libertad condicional sin identificar también recibió disparos, pero que no fue herido de gravedad. ¿Usted?
—Sí.
—Eso explica la sangre que le ha bajado a los ojos. Es usted un hijo de puta con suerte, Kurtz.
Kurtz no tenía nada que replicar a eso. Fuera, en alguna parte, un generador estaba zumbando. El dolor de cabeza le latió al mismo ritmo.
—¿Qué pasa con Goba? —dijo Baby Doc.
—¿Qué puede decirme sobre él?
—Ahora mismo nada. Esos yemeníes se juntan solo con los suyos. Tengo a alguna gente que habla con ellos y con los otros de Oriente Medio que se han mudado a los barrios de por aquí, pero nunca había oído nada de ese Goba hasta que leí la noticia en el periódico.
—¿Podría preguntarle a su gente si tenían algún contacto con este tipo?
—Podría —dijo Baby Doc—. Y entiendo por qué está interesado en el tal Goba, ya que le disparó. Pero no parece que me merezca la pena ahondar en esto. Todos los informes, incluidos los de mi gente en el Departamento de Policía, dicen que ese don nadie estaba molesto con la agente de la condicional, le disparó y luego se suicidó. Usted solo estaba en medio, Kurtz.
Kurtz sorbió el café. No era malo. Era evidente que los sábados lo servían recién hecho para las audiencias de Baby Doc.
—Goba no se suicidó —dijo—. Se desangró por una herida que recibió en el centro cívico.
—¿Le disparó usted? —preguntó Baby Doc—. ¿O lo hizo la agente de la condicional antes de que le dieran en la cabeza?
Kurtz se encogió ligeramente de hombros.
—¿Importa? —Cuando Baby Doc no dijo nada, Kurtz añadió—: Goba disparaba con una pistola del calibre 22. Le habían borrado el número de serie con ácido, y no con la torpeza con la que lo hacen muchos matones sino bien, con cuidado, de la forma en la que Doc solía hacerlo con su mercancía usada.
—¿Cree que Doc le pudo haber vendido a Goba el arma en algún momento del año pasado, antes de… ya sabe?
—No —negó Kurtz—. Goba salió de la cárcel después de que mataran a su padre. Pero es posible que alguien de su gente le vendiera el arma en los últimos dos meses.
Año y medio atrás, unos miembros locales de una banda de negros asaltaron un arsenal de excedentes de la Guardia Nacional cerca de Erie, Pensilvania, del que sacaron unas cuantas armas muy exóticas. El noviembre pasado le sucedieron algunas cosas bastante malas a los miembros de aquella banda, y el FBI y la ATF recuperaron parte de las M-16 y del resto del arsenal. No todo. Se decía en la calle que Baby Doc Skrzypczyk acabó tomando posesión del grueso del cargamento de armas y las había estado revendiendo por una fortuna, en especial a los oriundos de Oriente Medio que se estaban mudando en manadas a Lackawanna.
Baby Doc bebió de su taza de café y miró a la espalda de Kurtz. Los otros cinco civiles presentes en el restaurante seguían esperando su turno para hablar con él.
—No voy a preguntarle cómo sabe el tipo de arma que disparó Goba o el detalle de que el número de serie estuviera quemado. Tal vez aguzó mucho la vista en aquel aparcamiento. ¿Sabe por casualidad el fabricante y el modelo?
—Ruger Mark II Standard. Cañón largo, creo que Goba disparaba con cargas disminuidas.
—¿Por qué?
Kurtz se volvió a encoger de hombros.
—Hace menos ruido de esa manera.
—¿El ruido era un factor importante en aquel aparcamiento?
—Podría haberlo sido.
Baby Doc sonrió.
—¿Sabe por qué los asesinos profesionales tienden a usar las del veintidós cuando realizan dos disparos en rápida sucesión?
—Generalmente se dice que es porque la punta de las balas del veintidós penetra en el cráneo haciendo más daño —dijo Kurtz—. Nunca creí que fuera una explicación demasiado convincente.
—No, yo tampoco. Las balas de gran calibre se las arreglan bien con los cráneos. Un viejo me contó una vez que era porque los asesinos italianos no querían perder el oído. La mayoría de esos matones estaban ya medio sordos de todas formas.
—¿Puede averiguar si alguno de sus hombres le vendió el arma a Goba? —preguntó Kurtz—. Y si tienen otra información adicional sobre él.
Baby Doc miró su reloj. El Rolex en su muñeca era de oro, enorme, lo único de aspecto ostentoso en su persona.
—Hay muchas armas en esta ciudad que no tienen nada que ver conmigo. Si decido hacerlo, ¿qué hay en esto para mí?
—Gratitud —dijo Kurtz—. Recuerdo los favores. Trato de devolverlos.
Los fríos ojos azules de Baby Doc miraron fijamente a los inyectados en sangre de Kurtz durante un minuto.
—De acuerdo. Lo preguntaré y se lo diré hoy mismo. ¿Dónde puedo encontrarle?
Kurtz le tendió una tarjeta. Sacó un bolígrafo y rodeó su número de móvil.
—¿Qué es esto de Busca a tu amor y Campanas de boda? —preguntó Baby Doc.
—Mi negocio de rastreo. Buscamos antiguas parejas del instituto para gente solitaria y luego les ayudamos a casarse usando recursos online.
Baby Doc se echó a reír audiblemente.
—No es lo que esperaba de usted, Joe Kurtz.
Kurtz se levantó para irse.
—Solo un segundo —añadió el hombre desde su asiento. Bajó la voz para que ni siquiera los guardaespaldas pudieran oírle—. Cuando le vi aquí, pensé que iba a preguntarme por lo otro.
—¿Qué es lo otro?
—Los yonquis y traficantes de jaco haciendo acto de desaparición —le explicó Baby Doc. Miraba a Kurtz con sumo cuidado.
Kurtz, de nuevo, se encogió de hombros.
—No sé nada sobre eso.
—Bueno, pensé que como estaba tan unido a los Farino y los Gonzaga… —comenzó Baby Doc, dejando que su voz se arrastrara hasta dar la impresión de una pregunta.
Kurtz sacudió la cabeza.
—Bueno —dijo Baby Doc—, se dice en la calle que uno de esos espaguetis ha traído a un profesional al que llaman el Danés para saldar viejas cuentas.
—¿Se sabe en la calle cuál de los dos espaguetis lo ha traído?
—No. —Baby Doc le dio un sorbo al café. Sus ojos eran más fríos que el acero azul—. Puede que le convenga protegerse el culo, Joe Kurtz.
Llamó a Arlene mientras conducía hacia el norte por la autopista elevada, camino del centro.
—¿Conseguiste la dirección de O’Toole?
—Sí —dijo Arlene, y se la dio.
Kurtz se escribió la dirección en el dorso de la mano, usando el mismo bolígrafo con el que rodeó su número en la tarjeta que le dio a Baby Doc.
—¿Algo más?
—Llamé al hospital para preguntar por el estado de Peg O’Toole —dijo Arlene. Oyó que exhalaba humo—. No soy miembro de la familia, así que no me dijeron nada. Llamé a Gail. Lo miró en el ordenador de cuidados intensivos. O’Toole se ha puesto peor y continúa con respiración artificial.
Kurtz se aguantó para no decirle que no le había preguntado por el estado de la agente de la condicional.
—Estaré allí pronto —dijo, y colgó.
El teléfono volvió a sonar casi de inmediato.
—Quiero reunirme contigo —soltó Angelina Farino Ferrara.
—Estoy bastante ocupado hoy —dijo Kurtz.
—¿Dónde estás? ¿Puedes venir a mi ático?
Kurtz miró a su derecha a medida que se aproximaba al centro. El alto apartamento era visible a menos de kilómetro y medio. La Farino poseía las dos plantas superiores, una para negocios y la otra para uso propio.
—Estoy en carretera —dijo Kurtz—. Te llamaré después.
—Mira, Kurtz, es importante que…
Cortó la llamada, guardó el teléfono en el bolsillo y tomó la salida hacia el centro de Búfalo.
Había penetrado apenas un kilómetro en la avenida Delaware, camino de la calle Chippewa, cuando una luz roja comenzó a brillar en su espejo retrovisor. Un coche de incógnito aparcó tras él.
Mierda, pensó Kurtz. No iba a mucha velocidad. La 38 estaba en su funda bajo el asiento. Aquella violación de la condicional le enviaría de vuelta a Attica, donde un par de deudas pendientes, que solo se saldarían con su muerte, le estaban esperando. Mierda.
Aparcó junto a la acera y vio por el retrovisor al detective Kemper quieto tras el volante del coche. Rigby King salió por la puerta del copiloto y caminó hacia la ventanilla de Kurtz. Llevaba puestas unas gafas de sol.
—El carné y los papeles, por favor.
—Que te jodan —dijo Kurtz.
—Tal vez luego —dijo Rigby—. Si eres un buen chico.
Dio la vuelta al coche por delante y entró por la puerta del copiloto. Kemper se marchó.
—Dios mío —exclamó Kurtz—, hueles a muerte.
—Qué cosas más bonitas me dices —dijo Rigby—. Siempre supiste trabajarte a una chica, Joe. —Le hizo un gesto para que se dirigiera al norte por Delaware.
—¿Estoy arrestado?
—Todavía no —dijo Rigby King, y se quitó las esposas del cinturón y las sostuvo en alto para que se vieran a la luz de octubre—. Pero el día es joven. Conduce.