Al Dodger le gustaban los sábados por la mañana. Desde siempre. De pequeño odiaba la escuela, le encantaban los fines de semana y saltarse las clases. Los sábados eran lo mejor, aunque ninguno de los otros chicos de la zona jugaba con él. Sin embargo, tras ver los dibujos animados del sábado por la mañana se iba a pasear solo por los bosques junto a la ciudad. A veces se llevaba una mascota; el gato de un vecino, por ejemplo, o el viejo labrador de Tom Herenson aquella vez, o incluso el periquito amarillo y verde de aquella chica tan pálida, Shelley. Siempre había disfrutado de llevar a los animales al bosque. Aunque lo del periquito no fue muy divertido.
Ahora el Dodger conducía lentamente por las carreteras de Orchard Park, el barrio residencial de clase alta de las afueras donde los Buffalo Bills jugaban sus partidos en aquel enorme estadio. Al Dodger no le importaba la más mínima mierda el fútbol americano, pero a veces fingía que era así cuando se hacía amigo de algún tipo en un bar de deportes. Incluso las mujeres de Búfalo se volvían majaras con el fútbol y el hockey y daban por sentado que a todo el mundo le pasaba lo mismo. Era una buena manera de empezar a relacionarse con la gente cuando fingías ser uno de ellos.
Casi todo Orchard Park era como aquella calle (carreteras rurales disfrazadas de calles de ciudad flanqueadas de casas grandes y pequeñas rodeadas de un acre o menos de superficie de bosque). La que buscaba estaba… allí mismo. Tal como se describía en el informe que le dio el Jefe. La calle discurría por una estribación de bosque y la casa, extrañamente octogonal, estaba a treinta o cuarenta metros de la carretera, oscurecida por los árboles.
El Dodger condujo su furgoneta por el camino, sin vacilar. No había coche aparcado fuera, pero la casa tenía garaje así que bien podría tenerlo guardado dentro y estar ella en casa. En el césped, tal como se describía en el informe, había un Buda de piedra.
Aparcó la furgoneta a la vuelta del camino, justo en la entrada del garaje, y bajó de un salto, silbando. La furgoneta tenía pintado un logo de control de plagas y el Dodger llevaba mono, mono naranja, un casco blanco sobre la gorra de los Dodgers y una carpeta en la mano. La vieja broma de que podías entrar en cualquier parte sin que te dijeran nada si ibas vestido con un mono y llevabas casco y carpeta, no era en realidad ninguna broma; aquellos sencillos elementos eran capaces de superar el radar de cualquier persona. La Beretta de 9 mm del Dodger estaba en su cinto, bajo el peto naranja, enfundada junto al cuchillo de combate de quince centímetros.
Sin dejar de silbar, el Dodger llamó a la puerta y enseguida dio medio paso atrás en la escalera, tal como le habían enseñado. Daría otro medio paso atrás cuando la puerta se abriera, demostrando lo educado que era, lo poco agresivo. Era un viejo truco de esos vendedores que van de puerta en puerta.
La mujer no apareció en la puerta. Sus informaciones sugerían que el sábado estaría sola en casa, a menos que su novio se hubiera quedado a dormir. El Dodger estaba preparado para tal contingencia. Llamó otra vez, haciendo una pausa para echar un vistazo a la arboleda y la vista desde la cresta, como si estuviera apreciando el paisaje incluso en aquel frío y nublado día de octubre. El aire olía a hojas mojadas.
Al no responder nadie a una tercera llamada, rodeó la casa dando un paseo, fingiendo inspeccionar los cimientos. En la parte de atrás había puertas correderas de cristal. Llamó con fuerza en el cristal, dando un paso atrás de nuevo y preparando una sincera sonrisa en su rostro, pero de nuevo no hubo respuesta. La casa transmitía esa sensación de vacío que conocía tan bien.
El Dodger sacó una herramienta multiusos del bolsillo del mono y tardó diez segundos en forzar el cierre. Entró, le dijo «¿Hola?» un par de veces al silencio y luego se paseó por la casa octogonal.
La mujer, Randi Ginetta, tenía unos cuarenta años, era profesora de inglés en secundaria, divorciada, y vivía sola desde que su único hijo se fue a una universidad de Ohio el año anterior. Seguía recibiendo pagos de la pensión alimenticia de su exmarido, aunque ahora estaba saliendo con otro profesor, un agradable hombre italiano. Randi era además adicta a la heroína. Durante años, Randi (el Dodger se preguntaba qué clase de nombre era ese, sonaba más a camarera que a profesora) fue adicta a la cocaína y les justificaba a sus compañeros de trabajo y estudiantes las constantes secreciones nasales asegurando que eran problemas de alergia. En los últimos tres años había descubierto el jaco y le gustó mucho. Siempre compraba de la misma fuente, un camello negro en nómina de Gonzaga que trapicheaba por la zona de Allentown, en Búfalo. Randi conoció al camello, también adicto, durante su época como voluntaria en un programa para personas sin hogar en el centro de la ciudad. El Dodger no había visitado aún a aquel camello, pero estaba en la lista.
Caminó de una habitación a otra empuñando el cuchillo de combate con la hoja todavía cerrada. A la profesora adicta al jaco le gustaban los colores brillantes. Todas las paredes eran de diferentes colores (azul, rojo, verde chillón) y los muebles de roble macizo. Había un cristal gigante en el suelo, cerca de la puerta. New Age, pensó el Dodger. Viajes a Sedona para aprovechar las fuentes de energía en comunión con los espíritus indios, ese tipo de mierda. El Dodger no estaba elucubrando, todo estaba en la información que le dio el Jefe.
Había un montón de libros, un escritorio, un ordenador Mac y montones de trabajos que corregir. La señorita Randi no era muy ordenada; pantalones vaqueros, suéteres, sostenes y otra ropa interior salpicaban la habitación y el suelo del baño. El Dodger conocía a un montón de pervertidos que hubieran cogido las prendas de seda, para olerlas tal vez, pero él no era un pervertido. Estaba allí para hacer su trabajo. Se dirigió al otro extremo de la sala octogonal, a la estrecha cocina.
En el frigorífico había una foto de Randi y su hijo, al que reconoció por la foto del informe, además de una instantánea de la profesora y su novio. Era un bombón, no cabía duda. Esperaba que volviera pronto a casa, y sola, pero al ver la foto de su novio, serio y con los ojos entrecerrados, el Dodger cambió de opinión y esperaba que los dos volvieran juntos. Tenía planes para ambos.
Se colocó unos guantes de látex al tiempo que encendía la cafetera. Hurgó en el armario hasta que encontró el café de Starbucks y se preparó una taza.
Olería el café en cuanto entrara por la puerta, sola o acompañada, pero no importaba. No le daría tiempo a reaccionar. Guardó el cuchillo y dejó la Beretta Elite II en la mesa redonda de madera mientras se bebía el café. Cuando terminara lavaría bien la taza para deshacerse de cualquier muestra de ADN.
El Dodger decidió esperar treinta minutos. A los vecinos les era imposible ver la camioneta entre los frondosos árboles, pero alguien que pasara conduciendo sí que podría verla y llamar a la policía si permanecía allí demasiado tiempo. Se levantó, buscó la azucarera en la alacena y echó un poco en el café.
Sonó el teléfono.
El Dodger dejó que la máquina respondiera. Cuando llenó el silencio de la cocina, el Dodger pensó que la voz de Randi era sexi, ronca y amodorrada, de la manera sensual propia de una adicta.
—Hola, soy Randi. Es viernes y estaré fuera el fin de semana, pero deja tu mensaje y te llamaré el domingo por la noche o el lunes. ¡Gracias!
El entusiasmo de la última palabra bien podría deberse a su jovialidad natural o a un buen colocón de heroína.
No es muy inteligente la señora Ginetta, pensó el Dodger, diciéndole a cualquiera que llame que estará fuera de la ciudad y su casa está vacía. Buena manera de conseguir que te roben, señora.
La persona que llamó colgó sin dejar un mensaje. Puede que fuera un vecino llamando para preguntar qué hacía allí una furgoneta de control de plagas mientras Randi estaba fuera. Con todo, era probable que no fuera así.
El Dodger suspiró, lavó la taza de café y la cafetera, dejó el azúcar y todo lo demás igual que estaba (incluso puso la taza en su gancho) y salió por la puerta trasera, cerrándola tras de sí. Se quitó los guantes, echó un vistazo a su carpeta y silbó de vuelta a la furgoneta.