Kurtz se pasó por el Harbor Inn para cambiarse la ropa mojada y llena de barro y echarle aceite a su 38 antes de conducir de vuelta a la oficina. Ya era casi de noche y hacía mucho frío; la lluvia de octubre caía con fuerza. Los clubes, restaurantes y bares de la calle Chippewa comenzaban a atraer clientes y los colores de los neones se reflejaban en las calles.
Arlene estaba ocupada preparando bodas, recepciones, pruebas de trajes y diseños de pasteles para las felices novias del este y el centro de los Estados Unidos, pero despejó todo aquello de la pantalla de su ordenador, encendió otro Marlboro y miró a Kurtz cuando entró en la oficina. Colgó su chaqueta de cuero, se echó hacia atrás en su silla giratoria, se sacó la pistola de la parte trasera del cinturón para impedir que se le clavara en las costillas y la metió en el cajón inferior derecho del escritorio junto a la botella de Scotch Sheep Dip.
—¿Y bien? —dijo Arlene.
Kurtz vaciló. No solía revelarle nada a Arlene de sus actividades fuera de la oficina (la mayoría eran ilegales, como el allanamiento de la casa del árabe aquella tarde y, por lo que sabía, el mayor crimen cometido por Arlene había sido no pagar una multa de tráfico) pero ella ya rompió las leyes la noche anterior cuando se colaron en el despacho de O’Toole para robar los archivos. Qué más da, pensó Kurtz.
Le contó todo sobre Yasein Goba, el pequeño altar vengativo del yemení, el diario y la pistola.
—Jesús, Joe —susurró Arlene—. ¿Entonces crees que murió a causa de uno de tus disparos en el aparcamiento?
Kurtz asintió.
—No lo sabremos seguro hasta que el forense saque la bala y haga pruebas balísticas, pero sé que le di al primer hombre que disparó.
—Entonces ese era el motivo —dijo Arlene—. Estaba molesto con O’Toole por alguna razón.
—Leí bastante del diario, al menos las partes mal escritas. Se entiende que la culpaba de arruinar su vida. Decía algo de no poder casarse con su novia de la infancia porque la zorra sionista le trataba como a un delincuente.
—¿Zorra sionista? —dijo Arlene—. ¿Ese idiota no sabía que Arlene era irlandesa?
Kurtz se encogió de hombros.
—Bueno, esto lo deja todo atado y bien atado, ¿verdad, Joe?
Kurtz se frotó las mejillas y luego las sienes. El dolor de cabeza era similar a que alguien le estuviera golpeando sin demasiada amabilidad con un martillo enrollado en un calcetín fino.
—No iban a por ti —continuó Arlene—. Tuviste la mala suerte de estar en medio cuando uno de los clientes tarados de Peg O’Toole fue a por ella.
—Sí.
—No había nada en el informe de O’Toole sobre Goba que sugiriera que fuera hostil o estuviera enfadado con ella, los últimos encuentros que tuvieron sonaban bien, incluso agradables. Pero si estaba loco, supongo que tiene sentido. Tal vez incluso está relacionado con aquello de los terroristas, los seis de Lackawanna. Hay gente muy loca por ahí abajo, en Lackawanna.
—Sí.
—Ahora estarás libre para investigar la otra cosa. —Arlene agitó su cigarrillo en dirección al mapa de la pared con las veintidós chinchetas, diecisiete rojas y cinco azules.
—Así es.
—Pero no te tragas lo de Goba ni por asomo, ¿verdad, Joe?
Kurtz cerró los ojos. Trató de recordar si había comido algo desde el medio dónut con Rigby King en el Broadway Market de aquella mañana. Era evidente que no.
—No, no me lo trago —sentenció.
—Porque recuerdas a dos pistoleros —aventuró Arlene.
—Sí. Le hablé a Rigby King del otro tipo cuando la vi esta mañana.
—Si otra persona que no era Goba estaba conduciendo cuando salieron a toda velocidad del aparcamiento, es probable que encuentren las manchas de sangre en el asiento trasero —dijo Arlene.
—El coche no estaba en casa de Goba —matizó Kurtz.
—Dices que era un barrio duro. Y Goba lleva muerto dos días. Los ladrones de coches no esperarían mucho para llevarse un vehículo que llevaba dos días desatendido.
—Sí.
—¿Tampoco te tragas eso?
—No lo sé —admitió Kurtz—. Pero sé que el miércoles había un segundo hombre en el aparcamiento. Y lo normal es que ese segundo hombre fuera conduciendo cuando salieron de allí. Goba no llegó a casa por su cuenta. No creo siquiera que fuera capaz de entrar en ella y subir solo las escaleras.
—Dices que has visto manchas y rastros de sangre por todas partes, incluso una huella de su mano en la puerta de la cocina.
—Sí.
—Y dices que parecía como si hubiera estado buscando en el mueble de las medicinas algo para vendarse o calmar el dolor. —Arlene exhaló humo y se dio varios golpecitos en una uña con otra.
—En efecto —confirmó Kurtz.
—¿Encontraste huellas diferentes de calzado sobre la sangre u otras huellas de manos en alguna parte?
—No —dijo Kurtz—. Al menos no las vi. El que lo arrastró hasta la casa hizo que pareciera que Goba entró por su propio pie, aunque fuera arrastrándose.
—¿Un amigo tal vez?
—Tal vez. Pero ¿por qué su amigo no lo llevó al hospital? Estaba malherido.
—¿Por los informes? —especuló Arlene.
Kurtz sabía que tenía razón. Los médicos y los hospitales tienen que informar a las autoridades de las heridas de bala.
—Apuesto a que hay médicos yemeníes en Lackawanna que podrían haber mantenido la boca cerrada —dijo Kurtz—. Sé de buena tinta que existen médicos que te parchean sin informar a nadie. A cambio de una suculenta remuneración, por supuesto.
—Goba era pobre.
—Así es.
—Joe —dijo Arlene, al tiempo que miraba el mapa con todas las chinchetas—, hay algo que no me estás contando respecto al asunto del asesino de la heroína, el verdadero motivo por el que estuviste de acuerdo en trabajar para Gonzaga y esa mujer, pero no sé qué es.
—¿A qué te refieres?
—Hay algo.
Kurtz sacudió la cabeza, lo que le provocó un mareo.
—Arlene, ¿quieres pedir algo de comida al chino de calle abajo? Ella apagó su cigarrillo.
—¿Has comido algo hoy?
—Más o menos.
Arlene soltó otro gruñido.
—Quédate aquí, Joe. Descansa un par de minutos. Voy a bajar a pedirte algo en persona.
Arlene le dio una palmada en el hombro al marcharse. El contacto físico le hizo dar un respingo.
Estaba medio amodorrado cuando sonó el teléfono.
—¿Joe Kurtz? Soy el detective Kemper. Solo quería hacerle saber que parece que hemos encontrado al hombre que le disparó a usted y a la agente O’Toole el pasado miércoles.
—¿Quién es? —preguntó Kurtz.
—Lo leerá mañana en los periódicos —dijo el poli negro—. Pero parece que el tipo iba tras la agente O’Toole. Si encontramos alguna conexión entre usted y el asaltante, seré el primero en comunicárselo.
—Estoy seguro de que lo hará.
Kemper colgó.
Kurtz extrajo el diario de Goba del bolsillo de su chaqueta y pasó las hojas. Todas las entradas garabateadas estaban fechadas, aunque Goba ponía primero el día, luego el mes y finalmente el año, a la manera europea. La mayoría de los textos estaban en árabe, pero las entradas en inglés dejaban a las claras el odio de Goba hacia la agente de la condicional, la zorra sionista O’Toole. Hablaba de cómo le estaba robando su futuro, le impedía casarse, le forzaba a retornar a la vida criminal, discriminaba a los árabes, formaba parte de la conspiración sionista, bla, bla.
Las entradas estaban escritas con un bolígrafo de punta dura, lo cual era bueno. Kurtz llegó a la página arrancada, de la que solo quedaba un pedazo aserrado. Cogió un lápiz de su escritorio y comenzó a sombrear con suavidad la siguiente página en blanco. La impresión de la punta apretada del bolígrafo apareció de inmediato.
Kurtz estaba dormido en el escritorio cuando Arlene regresó con la comida, pero su secretaria le despertó con cuidado y le hizo comer algo. Había traído dos botellas de té helado junto con la comida china.
Comieron sentados al escritorio de Arlene, con palillos y en silencio. Kurtz deslizó el cuaderno de anillas de Goba hacia ella. Estaba abierto por la hoja sombreada a lápiz.
—¿Qué te parece esto? —preguntó.
Sin soltar los palillos, Arlene puso el cuaderno bajo la lámpara del escritorio y lo escudriñó durante un minuto al tiempo que desplazaba sus gafas hacia delante y atrás.
—Faltan letras —dijo al fin—. Tiene un montón de faltas de ortografía, pero parece que la última frase dice algo así como «no puedo… vivir con…» algo, tal vez «la culpa», aunque puso una erre en vez de una ele, y luego: «Yo también debo morir». —Arlene miró a Kurtz—. Goba escribió una nota de suicidio.
—Sí. ¿Conveniente, verdad?
—No tiene sentido… —comenzó Arlene—. Espera un momento. Estos números sobre el garabato…
—Sí.
—La fecha es del jueves —dijo Arlene.
—Ajá.
—¿No decías que no había ninguna señal de que se hubiera arrastrado hasta el dormitorio, Joe? ¿Ningún rastro de sangre?
—Eso dije.
—Entonces este diario acaba con el anuncio de que no puede vivir con la culpa de haber disparado a O’Toole, y se supone que a ti también, y que se va a suicidar. El día después de desangrarse hasta la muerte.
—¿Un poco peculiar, no crees? —dijo Kurtz.
—Pero faltaba esa hoja —continuó Arlene, y apartó a un lado el diario y se ocupó de la ternera y el brócoli—. Tal vez no deberías haberte llevado el diario, Joe. Los polis podrían haber notado la página arrancada y sombreado la impresión de la última entrada igual que has hecho tú.
—Tal vez —aceptó Kurtz.
—Y así sabrían que la confesión de Goba era un fraude. —Lo miró por encima de la lámpara del escritorio y se ajustó las gafas—. Pero no quieres que lo sepan.
—Todavía no —dijo Kurtz—. De momento, es la única ventaja que tengo en este embrollo.
Comieron en silencio lo que quedaba de cena.
Cuando terminó y los cartones blancos estuvieron envueltos en plástico y metidos en la basura, Kurtz se puso en pie, caminó hacia su propio escritorio, se tambaleó un poco, sacudió la cabeza, sacó la 38 del cajón donde el Sheep Dip y recuperó su chaqueta de cuero del respaldo de la silla.
—Ajá —dijo Arlene, al tiempo que rodeaba el escritorio y le quitaba la pistola de las manos—. Esta noche no vas a ninguna parte, Joe.
—Necesito hablar con un hombre en Lackawanna —murmuró Kurtz—. Baby Doc. Tengo que encontrar…
—Esta noche no, te sangra la cabellera. Las suturas están hechas un desastre. Te voy a cambiar los vendajes y dormirás en el sofá. Ya lo has hecho muchas veces antes.
Kurtz sacudió la cabeza pero se dejó conducir al pequeño baño.
Los vendajes estaban manchados de sangre seca y, cuando Arlene tiró de ellos, trajeron consigo postilla y pelo, pero Kurtz estaba demasiado exhausto para reaccionar. Si el dolor de cabeza fuera un ruido, estaría alcanzando ahora niveles de martillo pilón y motor de avión. Se apoyó en el borde del lavabo mientras Arlene cogía el botiquín, limpiaba y le ponía gasas en la herida de la cabeza y colocaba los vendajes en su lugar.
—Tengo que ver a un tipo —dijo Kurtz, todavía sentado, tratando de visualizarse de pie y cogiendo la 38 y la chaqueta—. Baby Doc estará en Curly’s. Es viernes por la noche.
—También estará allí mañana —repuso Arlene, y le llevó de vuelta a la oficina y le empujó los hombros hasta que se sentó y se echó hacia atrás en el viejo sofá—. Baby Doc siempre va a Curly’s los sábados por la mañana.
Se volvió para coger la vieja manta que tenían siempre lista en el brazo del sillón. Cuando lo tapó, Kurtz ya estaba dormido.