Lackawanna fue uno de los mayores centros del acero mundial durante casi un siglo. Las materias primas se transportaban en grandes barcos oceánicos que salían del puerto de Saint Lawrence y cruzaban los Grandes Lagos en barcazas de canal y locomotora. El acero llegaba a todas partes. Decenas de miles de trabajadores de Lackawanna y Búfalo se ganaron el pan con el acero de Lackawanna durante más de cincuenta años. Era una buena vida, con salarios más altos que los que se ganaban en la planta de Chrysler, American Standard o cualquiera de los otros grandes empleadores de aquella ciudad obrera que era Búfalo. Los planes médicos y de pensiones del negocio del acero se hallaban entre los más generosos que se podían encontrar.
A medida que el mercado del acero americano disminuyó, las montañas de escombros cerca de las fundiciones de Lackawanna ganaron en altura, los cielos se tornaron sucios y grises, las viviendas de los obreros se volvieron más adustas y los planes de pensiones se comieron poco a poco los beneficios de las compañías. No obstante, el concepto del acero continuaba imperando en Lackawanna. A finales de los sesenta, los sindicatos se habían vuelto demasiado fuertes, las tecnologías se habían quedado anticuadas, las prácticas contables corporativas vagas y añejas y las fábricas propiamente dichas, obsoletas. Los sindicatos seguían recibiendo enormes paquetes. Los jefes se procuraban aumentos y bonus. Las compañías desviaban los beneficios a los accionistas en lugar de invertir en nueva tecnología o costear cambios de protocolo. Entretanto, el acero japonés y el acero barato europeo, de Rusia o Tailandia ganaban terreno en la industria gracias a la mano de obra más barata, una tecnología más moderna y márgenes de beneficio menores. Las compañías de acero de Lackawanna clamaban indecencia, dumping y fondos desviados a políticos con el fin de lograr legislaciones proteccionistas. Además, continuaban con las mismas pagas, planes de pensiones y maquinaria obsoleta. Fabricaban acero igual que sus abuelos. Y lo vendían de la misma manera.
En los años setenta, la industria del acero de Lackawanna estaba en camilla y con una severa hemorragia. A mediados de los noventa, estaba bajo una losa de piedra fría, sin plañideras esperando para el velatorio. En la actualidad hay más de dos decenas de kilómetros de fábricas abandonadas a lo largo del lago Erie, más de un centenar de kilómetros cuadrados de gueto en el barrio que fue de los trabajadores, docenas y docenas de estacionamientos vacíos que una vez estuvieron ocupados por miles de vehículos, así como montañas de escombros negros que discurrían hacia el este del lago en bloques, una alternativa más barata a la limpieza de las difuntas fábricas. Se aseguraba así que la ciudad de Búfalo, después de que un tercio de su población emigrara para buscar trabajo en otros lugares, nunca invirtiera en desarrollar aquellas propiedades frente al lago.
Los barrios a la sombra de las grandes fábricas, que una vez alojaron a alemanes e italianos y a algunos obreros negros cualificados, se fueron plagando poco a poco de casas de crack, clínicas abortistas y mezquitas con escaparate, a medida que otros negros más pobres, hispanos e inmigrantes de Oriente Medio ocupaban el vacío dejado por los trabajadores siderúrgicos que habían huido.
Kurtz conocía bien Lackawanna. Allí perdió la virginidad, se dejó muchas ilusiones sobre la vida y mató a su primer hombre. No necesariamente en ese mismo orden.
Ridge Road era la calle principal en dirección este-oeste hacia el corazón de Lackawanna, pasando la basílica de Nuestra Señora de la Victoria, el orfanato del padre Baker, el cementerio de la Sagrada Cruz, los jardines botánicos y el ayuntamiento de Lackawanna. Después venía el estrecho puente de acero construido un siglo antes y, tomando dirección sur, se llegaba a la conejera de estrechas calles sin salida flanqueadas de paredes, fosos y barreras que daban a la amplia zona sin dueño de las vías de tren que iban del sur a todas partes y del norte hacia la zona industrial de fábricas cercana al Harbor Inn de Kurtz.
La dirección del convicto en libertad condicional, Yasein Goba, se hallaba al sur de la biblioteca Carnegie y de la cercana mezquita islámica de Lackawanna. La casa era un amasijo de piedras grises y sucias al fondo de una sórdida calle sin salida. A la derecha y detrás de la casa se encontraba la alta valla que comunicaba con un cementerio de coches; a la izquierda, un muro de hierro oxidado coronado por alambres de espino delimitaba la propiedad de la empresa del ferrocarril, atestada de trenes de carga descarrilados y azotados por la húmeda brisa.
Kurtz sacó el Pinto del callejón sin salida dando marcha atrás, dio la vuelta, condujo una manzana hacia el este y lo aparcó cerca del parque Odell, la única parcela de césped o espacio abierto en kilómetros a la redonda. Se aseguró de que el Pinto no pudiera ser visto desde la calle principal (la avenida Wilmuth, que discurría de norte a sur) o desde la casa de Yasein Goba. Varios rostros negros y originarios de Oriente Medio lo miraron desde los coches que pasaban y entre las cortinas manchadas de hollín de las casas cuando se metió la 38 en el cinturón, sacó un destornillador largo del salpicadero, cerró el Pinto y caminó las dos manzanas de vuelta a la casa gris de Goba.
Kurtz cortó por mitad de una manzana y se aproximó a la casa desde el norte saltando la cerca del cementerio de coches. La humareda y el estruendo de los ferrocarriles eran casi melodramáticos: enganches de acero que se enlazaban, máquinas gruñendo por la enorme carga que soportaban y hombres gritando en la distancia. Otros golpes y choques llegaban desde el enorme cementerio automovilístico tras la verja.
Kurtz se detuvo cuando ya no había nada más que un espacio despejado entre él y la casa. Salvo por una pequeña ventana en el lado norte, todas las demás de la casa miraban al este, a la calle vacía, o al oeste, hacia los terrenos del ferrocarril. No había ningún coche aparcado cerca de la casa y esta no tenía garaje, si bien varios coches abandonados, sin ruedas, salpicaban las calles.
Kurtz sacó la 38, la sostuvo con soltura junto a su pierna derecha y se dirigió a la parte trasera de la casa.
La puerta allí no estaba cerrada. Había sangre seca en los escalones, el pórtico y la propia puerta. Kurtz la abrió evitando ponerse de frente al cristal y entró agachado y con la 38 extendida.
El rastro de sangre subía por unos escalones. La huella perfecta de una mano adornaba la puerta entreabierta al final de la escalera interior. Kurtz usó la pistola para abrirla poco a poco. Una cocina. Platos sucios. Basura apestosa. Más sangre sobre la mesa barata y varias losetas rotas en el suelo. Una silla yacía derribada.
Respirando por la boca, Kurtz siguió el rastro de sangre hacia la sala de estar. Vio allí una mugrienta alfombra con churretones de sangre seca, un sofá de muelles cubierto por una roñosa sábana y una gran televisión a color. El rastro de sangre ascendía por unas estrechas escaleras que salían del angosto pasillo central, sin embargo Kurtz registró antes los otros dos dormitorios. Todo despejado.
Yasein Goba estaba tendido en el borde de la sucia bañera del pequeño aseo junto a las escaleras. Allí terminaba el rastro de sangre. Goba había sido alcanzado en la zona superior de la caja torácica; la herida parecía coincidir con los casquillos de 9 mm de la Sig Pro de O’Toole que disparó Kurtz en el aparcamiento. Una mitad de la sangre del hombre se había derramado dentro de la bañera y la otra en el suelo del baño. El fondo de la bañera albergaba una sólida capa marrón producto de la sangre seca. Había bastante sangre en el lavabo y en el espejo del mueble de las medicinas. Varios frascos de pastillas, alcohol de frotar y mercromina estaban esparcidos por el suelo o rotos en el sanguinolento lavabo. Parecía que Goba había intentado detener la hemorragia, o al menos calmar el dolor, antes de desmayarse en el filo de la bañera y acabar desangrado.
El informe de O’Toole decía que Yasein Goba tenía veintiséis años y era de Yemen. Asegurándose de no pisar los charcos secos y los arroyuelos de sangre en el suelo, Kurtz se agachó cerca del cadáver. Puede que el joven fuera árabe, pero la pérdida de sangre había empalidecido la piel morena bajo el diminuto bigote. Tenía los labios blancos y la boca y los ojos abiertos. Kurtz no era médico forense, pero había visto bastantes cadáveres para reconocer el rígor mortis y que este tipo probablemente llevaba muerto unas cuarenta y ocho horas, unas pocas después de que le tirotearan a él y a O’Toole.
En la bañera yacía una pistola de cañón largo Ruger Mark II Standard del calibre 22. La empuñadura a cuadros estaba moteada de sangre. Kurtz la levantó con cuidado, procurando que sus guantes solo tocaran la parte del cañón donde no había sangre. La sostuvo delante de la luz, pero habían quemado el número de serie con ácido. Sabía que la capacidad del cargador era de diez balas e imaginaba que estaría vacío, o casi. Kurtz dejó el arma de nuevo en la bañera, en la silueta contorneada de sangre seca.
Se incorporó y entró en el dormitorio de Yasein Goba. Sobre una mesa alta de despacho había una especie de altar con velas negras, una sarta de cuentas y una foto rota de la agente de la condicional Margaret O’Toole en la que se leía: «Muere, Puta» escrito con rotulador rojo.
En el escritorio que había junto a la ventana frontal había un cuaderno de anillas. Kurtz pasó las hojas repletas de entradas fechadas en caracteres arábigos, si bien algunos pasajes estaban garabateados en un inglés no del todo perfecto: «¡… Continua persigiendome!» y «consegi pistola buena hoy» y «¡la puta sionista tiene que morir si yo he de vivir!». La última página había sido arrancada del cuaderno.
En aquel momento, Kurtz decidió levantar la vista para abrir un poco la mugrienta cortina con el cañón de su 38.
El coche de incógnito de Kemper y King había aparcado a media manzana, en la otra calle. Se estaban aproximando a la casa de Goba del mismo modo que lo había hecho Kurtz, y de no ser por los árboles desnudos y el ángulo del callejón, Kurtz no los hubiera visto ni siquiera desde tan alto. Había dos Chevy Suburban negros estacionados tras el coche de los detectives. Ocho miembros del SWAT ataviados de negro, provistos de cascos y con armas automáticas salieron a toda prisa de los Suburban.
Los detectives Kemper y King desplegaron los equipos SWAT y los enviaron hacia la casa surcando los callejones, los jardines traseros y la valla del cementerio de coches. King hablaba a través de una radio de mano y Kurtz supuso que había otros equipos aproximándose desde el sur.
Kurtz dobló el cuaderno de espiral y se lo metió en el bolsillo trasero de la chaqueta. Acto seguido abandonó el dormitorio, bajó las escaleras, pasó por la cocina, bajó otras escaleras y salió por la puerta trasera. Los primeros SWAT no eran todavía visibles, debido a la ligera angulación del patio y al manto de lluvia que caía.
Había un Mercury oxidado y abandonado detrás de unos hierbajos, de espaldas a la verja del cementerio de coches, y Kurtz corrió hacia él a toda velocidad entre la lluvia y el barro. Saltó sobre el capó, de este al techo, se aupó a la valla y la superó cinco segundos antes de que el primer equipo de SWAT estuviera a la vista. Los hombres de negro se cubrían los unos a los otros mientras corrían, las armas automáticas apuntaban a las ventanas de la casa del recién fallecido Yasein Goba.